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El nuevo tiempo de Montserrat Roig, de las librerías de viejo a las mesas de novedades

Cristina Ros

28 de abril de 2024 22:06 h

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Cada mañana, la escritora lee el periódico mientras toma su bol de cereales. Es mejor encarar la realidad desde primera hora, asumir que el mundo no va a mejor, antes de sentarse a la máquina de escribir y ser ella la que llene las páginas que otros leerán. Sabe que no puede detener una guerra ni revertir el machismo social, pero conoce el poder de las palabras, y las usa. O, más que usar –ella no elegiría un verbo tan utilitario–, las baraja como un ilusionista para hacer magia. Solo que la escritora, esta escritora al menos, no hace trampas. Y la magia es de verdad, aunque solo la descubran los que la leen. Que no son pocos. Montserrat Roig (Barcelona, 1946-1991) murió a los 45 años, de cáncer, pero los aprovechó. Entendió muy pronto que la literatura iba en serio, trabajó duro y el público respondió (eran otros tiempos).

Tras su muerte, como suele ocurrir, gran parte de su obra terminó amontonada en las librerías de segunda mano, hasta que unos editores, de los que también se toman en serio su oficio, la recuperaron, vistieron sus libros de gala y los pusieron al alcance de otras generaciones. Primero en catalán, su lengua. Ahora, poco a poco, en castellano, con traducción de Gemma Deza Guil y de la mano de la editorial bilbaína independiente Consonni, especializada en narrativa en español y en traducciones de las lenguas cooficiales. Su apuesta por Roig comenzó con Ramona, adiós (1972), su primera novela, y continúa con El tiempo de cerezas (1977), para muchos su obra maestra (algunos dirán que es imposible elegir, de entre su producción, solo una obra maestra), que edita con un prólogo de Lara Moreno.

Montserrat Roig Fransitorra nació en el barrio del Eixample, la sexta de siete hermanos de una familia pequeñoburguesa que antes de la guerra había estado muy vinculada a la actividad cultural catalana. Su padre, Tomàs Roig i Llop, abogado y escritor, vio frenada su trayectoria con el advenimiento del franquismo, que forzaba a los autores en lengua catalana a moverse en la clandestinidad o, cuando el régimen se abrió un poco, a sortear la censura. Su madre, Albina Fransitorra, también escritora y periodista, renunció a su carrera tras el matrimonio, pero continuó organizando tertulias en casa, un ambiente del que se impregnaron sus hijos. Esta influencia resultó clave en la formación de Montserrat que, como el resto de niños de la posguerra, no pudo estudiar en catalán. El aprendizaje, el descubrimiento de la literatura, lo trajo de familia, un privilegio con el que no contaron otros narradores de su generación. A ella, del colegio al que asistió durante la infancia, apenas le quedó un rechazo profundo de los valores inculcados por las monjas.

Su primera vocación fue el teatro: con quince años se matriculó en la prestigiosa Escola d’Art Dramàtic Adrià Gual, donde trabó amistad con figuras del círculo cultural que serían fundamentales en su carrera, como la escritora Maria Aurèlia Capmany (Barcelona, 1918-1991). En el fondo, actuar y escribir no era tan diferente: todo iba de ponerse en la piel de los demás; años más tarde, diría que toda mujer sueña con ser otra alguna vez. En la universidad, se implicó con el movimiento estudiantil y participó en el episodio conocido como La Caputxinada (1966), cuando la policía desalojó al grupo que se había encerrado en el Convent dels Caputxins para constituir un sindicato, unos hechos que se reflejan en Ramona, adiós y que también se encuentran en Julia (1970), la primera novela de su coetánea Ana María Moix (Barcelona, 1947-2014).

No dejó de escribir, sin embargo, y publicó cuentos en Cavall Fort, la primera revista infantil y juvenil en catalán posterior a la guerra, fundada en 1961. Aquella década hubo una cierta abertura y la literatura catalana floreció, con títulos que se convertirían en clásicos, de autores como Mercè Rodoreda, Llorenç Villalonga, Pere Calders, Joan Perucho, Manuel de Pedrolo, Salvador Espriu, Gabriel Ferrater o Joan Fuster. En ese ambiente hizo su entrada Roig: en 1970, con 24 años, reunió unos relatos, los presentó al Premi Víctor Català y lo ganó. Se instaló en el panorama literario y ya no salió de ahí. Esa misma década vieron la luz Ramona, adiós y El tiempo de cerezas. Compaginaba la vocación literaria con el periodismo, donde también sobresalió por sus entrevistas y reportajes, tanto en la prensa escrita como, ya tras la muerte de Franco, en la televisión autonómica. En lo personal, se casó, se separó y se volvió a juntar. Tuvo un hijo con cada uno. Nunca paró de trabajar, y se mantuvo fiel a sus compromisos: el catalán, la lucha antifranquista, el feminismo y el pacifismo.

Tríptico de la burguesía

Ramona, adiós (1972), El tiempo de cerezas (1977) y La hora violeta (1980) –de futura publicación en Consonni– pueden leerse como un tríptico que tiene a las familias de la burguesía catalana, en particular a sus mujeres, como eje. En sus relatos ya se adivinaba una inclinación por los personajes femeninos, y en las novelas da forma a algunas de las protagonistas más emblemáticas de la literatura catalana, sin nada que envidiar a la Natàlia 'Colometa' o la Cecília Ce de Rodoreda. Personajes complejos, atrapados entre la búsqueda de independencia y las limitaciones sociales, caracterizados con sensibilidad y perspicacia psicológica. Sus historias se enmarcan en Barcelona, que vivió grandes transformaciones a lo largo del siglo XX, y pueden leerse como una crónica de la evolución de la ciudad, en particular de las zonas del Ensanche y Gràcia. Los personajes no son ajenos al contexto sociopolítico, como bien sabía Roig.

Ramona, adiós lo protagonizan tres mujeres de la misma familia, representantes de diferentes generaciones, que comparten nombre. La estructura alterna los tres puntos de vista, con registros diferenciados. Las tres se sienten constreñidas por sus circunstancias; y es que, a pesar de los “progresos” en derechos sociales y feminismo, aún hay muros que derribar y creencias arraigadas. La primera Ramona es una joven discreta y amante de los libros que vive el paso del siglo XIX al XX en una Barcelona que va dejando atrás los atentados anarquistas. Contrae matrimonio con un hombre que la trata bien, pasan la luna de miel en París; sin embargo, en su diario –la única forma en la que una mujer podía desahogarse– expresa la inseguridad que siente en la relación con él. El amor, la intimidad y el cuerpo eran tabú, más aún para ellas; y la elección del marido no se discutía, por mucho que luego se encontrara unida de por vida a un desconocido, abocada a una rutina monótona y sin incentivos.

Su hija protagoniza el segundo hilo, situado en los años treinta, de la proclamación de la Segunda República a los bombardeos durante la Guerra Civil. Desesperada, Ramona recorre la ciudad asediada para localizar a su esposo, involucrado en asuntos políticos, con la esperanza de no tener que identificarlo en la morgue. En su camino se cruza con varios personajes, cada uno se enfrenta a la contienda a su manera, y a través de Ramona se brinda testimonio de aquellos días negros. Esta generación experimentó un retroceso con respecto a la anterior, consecuencia de la pérdida de derechos que acarreó la victoria de Franco, en particular para las mujeres, que vieron derogados los que habían conquistado durante el breve lapso republicano. Su mundo era el hogar, las tareas domésticas (que a Ramona no se le dan bien); y lo que aprendían de la vida y el amor era, en parte, gracias a las charlas con amigas que sabían más.

Por último, la tercera protagonista es una universitaria que mantiene una relación con un compañero en el ambiente de rebeldía juvenil que desencadenó el Mayo del 68. Como la autora, pertenece a una generación que no ha vivido la guerra y se ha liberado de muchas limitaciones (el hecho mismo de estudiar y la voluntad de labrarse una carrera profesional dan prueba de ello; casarse ya no era la única salida para las mujeres), pero no por ello deja de tener dudas sobre su identidad, su lugar en el mundo y su relación con los hombres (Rosa Chacel, en una carta a una Ana María Moix asimismo angustiada por el tema, diagnosticó la situación como nadie: “Fíjate bien en esto: hoy día, las chicas tienen mucha confianza con los chicos, pero no confían en ellos. Confiar en alguien es contar con ese otro con corroboración del propio yo”, De mar a mar, Editorial Comba).

Lo íntimo y lo político

Las protagonistas de Tiempo de cerezas, novela galardonada con el Premi Sant Jordi, ya no se llaman Ramona (esta aparece como secundaria), pero pertenecen a otras ramas de la familia o le son conocidas. El punto de partida es el regreso a Barcelona de Natàlia Miralpeix, una fotógrafa de unos cuarenta años, después de más de una década entre Francia e Inglaterra, donde la sociedad había avanzado a un ritmo más veloz que aquí. Es su primera novela publicada tras la muerte de Franco, y la fecha en la que se sitúa, marzo de 1974, se corresponde con la ejecución de Salvador Puig Antich, uno de los últimos ajusticiados por el régimen. Nada mejor que la perspectiva de la retornada para dar cuenta de los cambios, en la ciudad y en quienes no se han movido de ella. El resto del elenco –Patrícia, Judit, Sílvia, con sus compañeros correspondientes; algunas aún aparecerán en sus siguientes novelas– le permite trazar un fresco de la burguesía de la época, de las diferentes maneras en las que resistieron y de sus particulares entresijos familiares. De nuevo, lo íntimo y lo político van de la mano.

Tiempo de cerezas toma el título de Le temps des cerises, una canción popular de Jean-Baptiste Clément, poeta de la Comuna de París. Evoca los ideales de juventud, la lucha por la libertad; pero también la sangre, roja como el color de esta fruta, que tantos derramaron en nombre de sus valores. Roig plasmó el sentimiento colectivo de su tiempo, pero sin hacer de la literatura un panfleto: sus novelas son un prodigio de la forma, del estilo, de la indagación psicológica; lejos de limitarse a un “mensaje”, su narrativa se mueve en el intimismo, con una prosa armónica, elegante y reflexiva en la que priman las emociones y la observación minuciosa de cada gesto.

Sus novelas cosecharon un éxito rotundo de lectores y crítica; ahora bien, si se pregunta por Roig a sus coetáneos, es probable que la recuerden por su faceta como periodista. La literatura era lo principal para ella, pero había que ganarse el pan; y puso tanto empeño que hasta de la crónica hizo un arte. Fruto de un encargo surgieron Los catalanes en los campos nazis (1977), una monumental investigación pionera en la reivindicación de la memoria; y L’agulla daurada (1985), relato de un viaje a la Unión Soviética. Hubo más: columnismo, televisión, reportajes, entrevistas a personalidades de la cultura catalana (memorables su semblanza de Mercè Rodoreda en 1977 o la decepción con Josep Pla en 1972, un escritor al que admiraba por su narrativa pero con el que chocaba en pensamiento; al saber que ella también escribía, él se soltó: “Señorita, con estas piernas que tiene, no hace falta que escriba”). En sus artículos, recopilados en varios volúmenes, cavilaba sobre la guerra, el ninguneo a las mujeres escritoras o los estragos de la televisión en la educación de los niños. Tuvo tiempo de compartir sus reflexiones sobre escritura y formación lectora en Dime que me quieres aunque sea mentira (1991; Plankton Prss, 2023, trad. Antonia Picazo Serna).

Y no se olvidó de vivir. Tras el fracaso de su matrimonio con el arquitecto Albert Puigdomènech, se estableció con Joaquim Sempere, filósofo y militante del PSUC. Disfrutó de la crianza de sus dos hijos. Participó en el círculo cultural, donde trabó amistad con la fotógrafa Pilar Aymerich y con escritores como Rosa Montero. No renunció a la vida personal por su carrera, ni al revés; compaginó ambas sin quejarse, reivindicando su independencia. Dijo: “No deja de ser insólito, hoy, que una mujer intente tener vida propia sin renunciar a la vida privada. […] Si te casas te pierdes, me decían. Un hijo es una carga, repetían. Y no. Los hijos son lo único absoluto que he hecho. […] Soy muy enamoradiza. Me enamoro de un país, de un paisaje, de las flores, de las palabras, de las personas, por eso escribo. Escribo por mis hijos, por mi matrimonio y por mi compañero, y hago mi vida de escritora. Y ambas me gustan mucho”.