La obsesión escondida tras 'La gran ola de Kanagawa'
Los días en que la polución de Tokio deja respirar a sus habitantes, el monte Fuji se dibuja claro en la lejanía, a 100 kilómetros de la capital. Para muchos no es más que una elevación de 3.776 metros de altura, situada entre las prefecturas de Shizouka y Yamanashi y rodeada de lagos. El volcán -cuya última erupción se produjo en 1707- con un cráter de 200 metros de profundidad y 800 de diámetro es otro paisaje de postal de la isla, exótico si se quiere. Una atracción para turistas. Pero para los japoneses es mucho más que un accidente de la geografía: es un lugar de peregrinaje, un sitio sagrado.
También lo era para Katsushika Hokusai, gran maestro del ukiyo-e, que pintó innumerables versiones de aquel macizo que para él estaba dotado de una belleza inaudita. El ukiyo-e, también conocido como el arte de la estampa japonesa, es una de las mayores expresiones artísticas de la historia nipona: grabados en madera que solían representar escenas de teatro o paisajes allá por el siglo XVII. En esta disciplina, Hokusai destacó tanto como le dio su larga carrera.
La editorial Sans Soleil publica ahora Cien vistas sobre el monte Fuji, un libro de ilustraciones de tres volúmenes publicado originalmente en 1834. Es una obra maestra sobre este tipo de arte y también, una de las más curiosas de su autor, hoy reivindicado y respetado en todo el mundo.
Un artista con mil nombres
Katsushika Hokusai nació en 1760 en Tokio. Aunque entonces ni el artista ni la ciudad se llamaban así: el primero era Tokitaro y la segunda se conocía como Edo. Él era hijo de un fabricante de espejos y creció en el seno de una clase social poco valorada. En aquella época, los artesanos estaban peor considerados que los comerciantes, muchos menos que los agricultores e infinitamente menos que los samuráis. Si quería progresar económicamente en la sociedad de su tiempo, alguien como él tenía lo tenía muy difícil.
Empezó como ayudante en una librería y consiguió progresar gracias a la literatura. En las ilustraciones y las portadas que acompañaban los libros el joven Tokitaro vio un mundo por descubrir y empezó a copiar lo que veía. Entonces se cambió el nombre a Tetsuzo y comenzó su carrera en el mundo del arte como horishi, las personas encargadas de tallar las planchas de madera sobre las que después algún artista pintaría sus ukiyo-e.
A los 18 años logró entrar como aprendiz en una prestigiosa academia de grabados donde su mentor le volvió a bautizar. Pasó a llamarse Katsukawa Shunro y empezó a firmar y vender sus primeras obras. Ni su puesto en la academia ni el nombre le durarían demasiado: en 1794 ingresó en una escuela de ilustración y se convirtió en Sori, nombre con el que conseguiría una gran fama gracias a lo bien que se vendían sus obras de encargo, en especial las de carácter erótico.
Aunque también sería conocido como Taito o Iitsu, su gran reconocimiento llegó cuando tomó el nombre de Hokusai, el cual adoptó cuando ya gozaba de una posición económica holgada que le permitió ir por libre y ganarse la fama de genio bohemio. Sus ukiyo-e creaban escuela entre sus contemporáneos y él, se jactaba de vivir para grabar y de ser capaz de proezas que otros ni soñaban. Entre ellas se cuenta que pintó un retrato de un monje zen en un papel de una superficie de doscientos metros cuadrados, o que hizo cuadros de golondrinas sirviéndose únicamente de un grano de arroz. Hoy resulta fácil imaginarlo como un artista de la performance más irreverente, así que en el Japón de su tiempo la fama bastaba para que sus obras triunfasen.
Más allá de La gran ola de Kanagawa
La gran ola de KanagawaEn el apogeo de su carrera publicó su primer tratado de amor a la montaña sagrada: la serie Treinta y seis vistas del monte Fuji, un auténtico éxito que muchos señalan como obra cumbre de la historia del arte nipón. En esta colección de paisajes, se encontraba la composición La gran ola de Kanagawa, obra que popularizaron algunos coleccionistas franceses a mediados de 1870 y que pintores como Van Gogh o Monet llegaron a idolatrar. No en vano, hoy en día resulta una de las imágenes más reconocibles del mundo.
La colección, además de procurarle un incontestable renombre como paisajista, tuvo un impacto irreversible en el arte: hasta entonces la representación del monte Fuji solo había gozado de salud en la literatura. “En el mundo artístico no fue un tema muy popular hasta la época de Hokusai y la irrupción del paisaje como género del ukiyo-e”, describe en el prólogo del libro David Almazán, doctor en Historia del arte, antropólogo y profesor de Arte de Asia Oriental en la Universidad de Zaragoza.
Sin embargo, a la sombra de aquellos paisajes en color, Hokusai realizó otra colección perfeccionando su concepción del paisaje como parte inseparable del quehacer cotidiano. Profundizando en lo que sentía por la montaña y su imponente figura. En 1834 publicó el primero de los tres volúmenes de Cien vistas del monte Fuji, un libro ilustrado en blanco y negro que proponía un viaje fascinante compuesto de 102 imágenes.
“Recurrió al formato libro porque era mucho más versátil y apropiado para mostrar su capacidad creativa”, cuenta Almazán. Así, las variaciones paisajísticas que proponía una y otra vez eran tanto una expresión de su obsesión por el volcán como por la excelencia en sus pinturas. Algo que no escondía, pues Hokusai “reconocía esta obsesión perfeccionista y se definía como un loco por la pintura”.
“Para ver los paisajes en color ya estaban las estampas de Treinta y seis vistas...” explica Almazán, “sin duda Cien vistas del monte Fuji tenía una concepción diferente, en la que se prescindía del color para explorar las posibilidades estéticas de la reducción cromática en el paisaje”.
De esta se infiere una natural herencia en la fotografía en blanco y negro del siglo XX. No por su habilidad para el manejo de la limitada paleta, de las sombras y los movimientos, sino por su mirada social. Cien vistas del monte Fuji, es una obra muy atenta al retrato de lo cotidiano. En otras palabras, un increíble álbum de 'fotos' del Japón de la época.
“La escenas muestran una naturalidad asombrosa. Hokusai es capaz de retener las imágenes que sus atentos ojos ven y plasmarlas con el pincel con gran precisión hasta el menor de los detalles”, explica David Almazán. A los pies del monte Fuji se tejen en esta obra las vidas de campesinos, pescadores, buscavidas, viajeros, samuráis y hasta deidades. Todo, con el volcán tan presente como lo ha estado en la historia de Japón.
La leyenda de la montaña de nombre incierto
El origen del nombre de la cima que obsesionó a Hokusai sigue siendo hoy motivo de discusión. La mayoría coincide en que Fuji proviene de la palabra inmortalidad (不死 fushi). Pero debido a que puede escribirse de varias maneras también puede provenir de conceptos como la abundancia o la grandeza.
En todo caso, el volcán es sinónimo de algo inmenso y la leyenda cuenta que se originó, como tantos otros mitos orientales y occidentales, por un amor no correspondido. Todo empezó cuando un viejo campesino descubrió a un bebé surgido del tallo de un bambú que se acabaría convirtiendo en una joven de belleza extraña e hipnótica. Tanto, que comerciantes, nobles y príncipes de todo el país quisieron pedir su mano.
El rumor de su belleza era tal que el mismo emperador quiso casarse con ella, pero cuando la conoció, esta le contó que provenía de la Luna y que no estaba destinada a ser propiedad de nadie. Un día, la joven volvió a su hogar junto a las estrellas y dejó al emperador el elixir de la vida eterna. Cuando este asumió su partida, escaló la montaña que más cerca de la Luna le permitía estar y esparció sobre su cima el elixir, que provocó el cráter del conocido volcán.
La historia -fundacional en su país-, nos puede sonar gracias a la obra maestra que el animador Isao Takahata dirigió en 2013: El cuento de la princesa Kaguya. La belleza de Kaguya es la misma que impresionó a Hokusai y que hizo que volviese sobre ella el monte Fuji una y otra vez. Dibujar la montaña era otra manera de alcanzar la perfección, o de acercarse a ella. Tal y como el emperador quiso acercarse a la Luna, sin conseguirlo jamás.