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Para qué nos sirve Camus

Le dieron el Nobel de Literatura en 1957 “por su importante producción literaria, cuya clarividente franqueza iluminaba el problema de la conciencia humana en nuestro tiempo”. En su primer centenario su optimismo humanista es más necesario que nunca; si aquellos tiempos fueron negros, los nuestros lo son quizá más. ¿Para qué nos sirve leer a Camus en estos tiempos desesperados?

Para aprender a escribir. Más cercano a Hemingway, Dostoevsky y el lirismo de Jean Genet que a la prosa-enredadera de su colega Jean Paul Sartre, Camus tiene algunos de los mejores principios de la historia de la literatura. El extranjero: “Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. El telegrama del asilo decía 'Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias'. Pero no quiere decir nada. Podría haber sido ayer”. (El extranjero). “La única cuestión filosófica seria que existe es la del suicidio”. (El Mito de Sísifo).

Sus finales, siempre demoledores, tampoco se quedan atrás: “Para sentirme menos solo, la única esperanza que me quedaba era que el día de mi ejecución hubiera una multitud de espectadores que me saludaran con gritos de odio”. (El extranjero).

Para rechazar la violencia. Camus era un iluminado ateo, un pacifista revolucionario y todas sus falsas contradicciones son en realidad reflejo de una coherencia extrema, igual que el absurdo de Alicia en el País de las Maravillas refleja la tensión entre la lógica matemática y el lenguaje ilógico y extraño de la sociedad. Su ateísmo es humanista, está en contra de cualquier ideología que justifique el sufrimiento humano y posponga su felicidad al más allá: “Sólo hay un infierno y está en este mundo”. Nuestra tarea en la vida es rechazarlo.

No le salió gratis. Se peleó con su gran amigo Jean Paul Sartre porque Sartre creía en la violencia revolucionaria y Camus la rechazaba (“La violencia es inevitable e injustificable”). Su rechazo a la pena de muerte, que no hacía excepción con los colaboradores del nazismo y los “terroristas” de la FLN, le hizo abandonar el Partido Comunista y atacar al Frente de Liberación Nacional argelino:

“No importa la causa que uno defienda, sufrirá la desgracia permanente si recurre al ataque ciego contra multitudes de gente inocente”.

Cuando murió a los 46 años en un supuesto accidente de coche en enero de 1960 su persistente defensa de la no violencia le había convertido en el enemigo de todos: la izquierda, la derecha, los argelinos, los franceses. Sólo muchos años después, cuando se publicaron sus Cuadernos de Argelia, quedó claro que los años no le habían aburguesado sino todo lo contrario.

Para abandonar el activismo de sofá. En plena guerra de Argelia, Camus rompió con el estalinismo y escribió El hombre rebelde (1951) donde cuestionaba la construcción del antisistema romántico y polemizaba sobre el papel de ciertos héroes revolucionarios, incluyendo los de la sagrada Revolución Francesa. Su conclusión fue que todas las revoluciones habían acabado por reforzar la autoridad del Estado sobre la ciudadanía.

Pero Camus no era un cobarde y participó heroicamente en la resistencia durante la IIGM, una lucha que retrató como metáfora en La peste y apuntó con el dedo a los que, como su enemigo íntimo Sartre, alientan la lucha desde el sofá:

“Cada uno justifica sus propias acciones señalando los crímenes de sus adversarios. Esta es una casuística de la sangre con la que los intelectuales no deberían, pienso yo, tener nada que ver, salvo que estén preparados para coger las armas con sus propias manos”.

Para practicar la tolerancia. Camus era un pied-noir, un argelino francés. Su madre era pobre y analfabeta. Su papel en la guerra de Argelia se caracterizó por una inmunidad a las trampas del nacionalismo, el rencor y la venganza, y una capacidad para ver a las personas con más claridad que los eslóganes. Después de una visita a la región bereber de Cabilia en 1939, escribió con su claridad habitual: “Una familia de ocho necesita aproximadamente 120 kilos de trigo para un solo mes de pan. Me dijeron que los indigentes que vi tenían 10 kilos para el mes entero”. Su humanidad es ejemplar en la historia de la filosofía: “Hay más en el hombre para admirar que para despreciar”. Y no es especifista; es el único en recordar (en La Peste) que las ratas son víctimas también.

Para ser feliz. A la pregunta aristotélica de cuál es el significado de la existencia, Camus rechaza todas las construcciones científicas, religiosas, políticas, teológicas o metafísicas posibles para declarar que la existencia es un absurdo, y sólo cabe decir que la existencia misma es su propia razón de ser. Ante el castigo mitológico de Sísifo, condenado a subir eternamente una roca por una colina, el dios del ateo Camus es la voluntad de ser feliz:

“Todo el gozo silencioso de Sísifo se encuentra en eso. Su destino le pertenece. Su roca es todo lo que posee. (...) La lucha por alcanzar las cimas basta para llenar el corazón de un hombre. Hay que imaginar a Sísifo feliz”.