Philippe Claudel, el escritor que escarba en la raíz de la violencia desde su experiencia como profesor en una cárcel

Clara Nuño

5 de agosto de 2024 22:28 h

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Nada. Allí nunca pasa nada. Tan solo las horas. La repetición de acciones una y otra y otra vez. El tedio. La espera. Los días que se concatenan. No se parecen a lo que vemos en las películas, series, novelas. Explosiones de violencia, tratos entre susurros, túneles que se excavan al amparo de la oscuridad y el silencio. Eso no ocurre. Quizá algo explote en algún momento, apenas una vez cada diez años. Mientras tanto, el vacío. “Nunca me sentí en peligro en la cárcel, como puedo tener la impresión de estarlo a veces en la calle, en el metro, frente a unos perros enormes con cabezas horribles o incluso frente a sus dueños”, escribe Philippe Claudel (Nancy, Francia, 1962) en El ruido de las llaves (Bunker Books, 2024, traducción de Mercedes Pacheco), un diario de apenas 90 páginas sobre su época como profesor en el penal francés y que, ahora, ha sido traducido por primera vez al español.

Sentado en la biblioteca del Instituto Francés de Madrid, el hombre de 62 años deja el Ventolín encima de la mesa y comienza a recordar cuando apenas era un veinteañero tardío y quiso entrar en la cárcel. “Hace más de 20 años que lo escribí, pero nunca he perdido el contacto con el mundo penitenciario. No he dejado de visitar las cárceles francesas. Han sido y son un motor en toda mi carrera”, explica en conversación con este periódico.

Claudel, uno de los escritores vivos más valorados de su país ―ganador del Goncourt des Lycéens en 2007― por novelas como Almas grises (premio Renaudot) o El informe de Brodeck, cuenta también con una prolífica carrera como cineasta y guionista y es autor de cintas como Il y a longtemps que je t’aime (Hace tiempo que te amo) con la que se alzó con el BAFTA a mejor película extranjera en 2008. Toda su producción, no obstante, tiene un punto en común: el deseo por explorar y entender las oscuras pasiones del ser humano. La búsqueda perpetua de la raíz de la violencia.

“Quizá mi libro sea ya antiguo, pero lo dicho en él todavía resuena, aún hoy es actual”, apunta Claudel para señalar que él jamás ha dejado de pisar la cárcel desde que en 1988 empezara de forma oficial a dar clases. “Fui profesor durante 12 años, cuando apenas era un treintañero, pero nunca he dejado de estar ligado a los presidios”, observa. Su cine y obra así lo demuestran.

Para Claudel, la cárcel es el mayor reflejo de una sociedad, otra sociedad que, a pesar de estar encajada en las tripas de la primera como una matrioska, se ignora y condena al ostracismo. “Uno de sus principales problemas hoy es que se trata de una ciudad invisible. En Francia hoy hay en torno a 76.000 personas detenidas. Esa es mucha gente. Mucha más que cuando yo daba clases. Si además añades a todo el personal que trabaja en esas administraciones se llega a unas 140.000 personas. Ese es el tamaño de la población de una ciudad. Una ciudad que nadie ve, a la que nadie mira”, apunta.

E, igualmente, la considera la primera víctima de “los picos emocionales de nuestra sociedad”. “Cuando hay atentados terroristas o asuntos muy graves de asesinatos mediatizados”, ejemplifica, “entonces, inmediatamente la sociedad dice que hay que castigar, hay que encarcelar más, que la ley tiene que ser más dura. Y también hay líderes políticos que aprovechan esos eventos para argumentos electorales y utilizan la cárcel para movilizar a la población”, continúa.

“Encarcelar a las personas las aparta del mundo, les absorbe la vida. Es una experiencia muy dura y muchos no consiguen volver a adaptarse al exterior”, apunta el escritor. Él mismo lo vivió, lo sintió, a pesar de pasar solo unas horas al día. A pesar de nunca haber pasado por la prueba de fuego: las noches. Quedarse a dormir.

La huella del expresidiario

“Hay experiencias humanas tan fuertes que son difíciles de vivir durante mucho tiempo. Yendo a la cárcel tenía la sensación de ser también una esponja que no paraba absorber, hasta que llegó un momento en el que no podía más. Porque aunque iba como profesor y renunciaba a juzgar me enfrentaba a diario a una humanidad al borde del acantilado”, explica el profesor.

Para él, la huella que deja la cárcel es imborrable a partir de cierto tiempo. Acompaña al expresidiario como una segunda piel. “Es un mundo aparte, con sus propios códigos, lenguaje, cultura. Cuando voy por la calle o estoy en una cafetería, puedo detectar si alguien ha pasado por esa experiencia por las expresiones que usa, cómo se viste o incluso cómo mira a los demás. Hay cosas que permanecen, que siguen con uno aunque ya seas alguien libre. Siempre llevarás contigo su impronta”, asegura.

La paradoja, para Claudel, es que además de la privación de libertad, cuando detienen a uno también se le cuida. No tienes que tomar ninguna decisión. No trabajas, no decides cuándo te levantes o acuestas. “Todos ello provoca que no debas tomar iniciativa alguna y, con los años, puede modificar radicalmente tu comportamiento. Dejas de ser funcional, tu personalidad muta cuando otras se ocupan de todo lo que es tuyo”, explica Claudel.

Hay personas peligrosas a las que, inevitablemente, hay que apartar de los otros. Pero no a todo el que comete un delito. No por sistema

Es ahí donde para él reside uno de los mayores problemas del presidio: que conlleva a una falta de socialización que, muchas veces, deriva en la reincidencia. “En ocasiones se hace la broma de que las cárceles son la escuela de la reincidencia”, comenta con amargura. “Tenemos de sobra comprobado que la reinserción social es algo casi tangencial. La cárcel te reinicia, te hace empezar de cero, y eso es durísimo. No es un método útil para reeducar a las personas”, insiste.

A este respecto, él se considera crítico con el sistema “punitivista” francés, “Cuando conocí al presidente de la república [Emmanuel Macron] le dije: ‘No hace falta construir nuevas prisiones, hay que destruir algunas, porque cuando se construyen las llenamos. Lo hacemos para eso. Cuantas más construyamos más las vamos a llenar, pero si las va destruyendo, como algunos países lo han hecho, estamos obligados a reflexionar sobre otras soluciones que sean más satisfactorias’”, argumenta. “Hay personas peligrosas a las que, inevitablemente, hay que apartar de los otros. Pero no a todo el que comete un delito. No por sistema”.

Un arrepentimiento eterno

Una vez. Una sola vez se involucró con un presidiario, con su historia, con su progreso. Entonces escribió un texto a su favor, una suerte de carta de recomendación. “Todavía hoy pienso en la cara que se le debió quedar a la víctima, en lo que debió pensar ella al escuchar todas las cosas buenas que, yo, un extraño, decía de su victimario”. Aquel reo fue liberado y varios años después Claudel se lo encontró de nuevo. Otra prisión, mismo delito. Violación.

“Yo era su profesor, lo veía en las clases, la relación que tenía conmigo, su lado humano y pensé que había cambiado. Me arrepentí nada más enviar la carta, me arrepiento todos los días”, confiesa. Antes, y sobre todo, después de aquel acontecimiento siempre ha intentado mantener la distancia con las personas encarceladas. “Era muy difícil porque pasaba muchas horas con ellos, conocía sus vidas, sus miedos, las cosas que les gustaban, las que los hacían llorar. Entonces se te olvidaba que uno le había descerrajado un tiro a su madre en la sien, que todos ellos se habían asomado al abismo”, recuerda.

Era muy difícil mantener la distancia porque pasaba muchas horas con ellos, conocía sus vidas, sus miedos, las cosas que les gustaban, las que los hacían llorar. Se te olvidaba que uno le había descerrajado un tiro a su madre en la sien

Hoy, más de 20 años después, solo mantiene el contacto con una persona salida del presidio. No considera que su relación siquiera sea de “amigos”, pero sí que los una un lazo. “Es alguien que consiguió salir hace un tiempo, con 58 años, y no parece que haya pasado por la cárcel, es casi como si no le hubiera dejado huella. ¡Hasta está más guapo!”, ríe el también cineasta.

Cuando le conoció, ambos tenían más o menos la misma edad, era un hombre joven sin estudios pero con mucho interés por la vida, por conocer los mundos que Claudel llevaba a las aulas dentro de sus libros. “Fue alguien a quien ayudé a aprobar el bachillerato. Alguien a quien, cuando lo miraba, pensaba que éramos fácilmente intercambiables. Yo podría estar en su lugar, teníamos las mismas inquietudes”, rememora.

Dos almas parecidas pero con una pequeña gran diferencia. El hombre del que ahora habla Claudel ha pasado la mayor parte de su vida entre rejas. ¿La razón?, el robo a mano armada de varios bancos. “Él no podía evitarlo, buscaba la llamada de la adrenalina”, explica. Lo suyo era adicción.

¿Por qué matamos?

La gran pregunta es por qué matamos. “No lo sé”, ríe Claudel, “lo único que sé es que todos podemos hacerlo. La línea que a ti o a mi nos separa de la cárcel es mucho más fina de lo que cualquiera piensa en su día a día. Todos podemos caer, lo llevamos dentro”, apunta.

La línea que a ti o a mi nos separa de la cárcel es mucho más fina de lo que cualquiera piensa en su día a día. Todos podemos caer, lo llevamos dentro

Sobre todo en lo que, a su juicio, es cada día un mundo más hostil. “Miro a mi alrededor y veo cómo ascienden los partidos de ultraderecha en Europa, miro a Ucrania, miro a Rusia, a Israel y su masacre en Palestina, ¿Qué estamos haciendo?”, se lamenta para continuar con que él ya ha vivido la mayor parte de su vida, pero tiene una hija de 26. “Muchos días me pregunto con qué tipo de sociedades van a tener que lidiar los jóvenes de hoy. A mi generación no le queda mucho y terminará de cosechar los frutos de la Europa de ayer, pero y los demás ¿qué?”, finaliza el francés frente a un vaso de agua que no ha tocado en toda en toda la entrevista, tan absorto y apasionado como estaba intentando arrojar algo de luz sobre el oscuro mundo penitenciario.