Rita Indiana crea un “Lazarillo de Tormes 'trash'” donde cabe lo fantástico, lo político y hasta la blasfemia

Isabel Navarro

29 de junio de 2024 22:48 h

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Rita Indiana (Santo Domingo, 1977) tiene (o es) un cuerpo largo. Mide uno noventa y cuatro y viste de negro con elegancia andrógina. En cada mano lleva un tatuaje: el búfalo –“que lo daba todo, hasta los dientes, hasta los huesos”–, y el pirata –“que se lo roba todo”–. De adolescente la llamaban La Garza. Y al recordarlo, con una sonrisa, marca mucho la z a la española, porque quien le dio el apodo no fue un compañero de estudios sino uno de sus maestros, un cura escolapio y probablemente vasco, “de esos que te daban puñetazos en el hombro para confraternizar, cariñosos pero también violentos, a los que adoraba. Gracias a aquellos maestros [todos religiosos, todos españoles] conocí el Siglo de Oro, la Odisea, los clásicos griegos y La Divina Comedia, mi libro favorito desde los nueve años”. 

¿Y los entendía? “Probablemente, no. Pero ya entonces tenía una obsesión con el infierno y el Apocalipsis. Era una fan, una loquita de La Divina Comedia. Quizá porque mi imaginación era algo particular y todo aquel mundo invisible de demonios y almas torturadas era algo muy real para mí”.  

Además de un cuerpo largo, Rita Indiana tiene (o es) una literatura ancha. A sus 47 años es dueña de una escritura barroca y pop, torrencial, visual, apabullante, que es Caribe sinestésico y amalgama de oralidades. Una literatura exigente con el lector, abigarrada y poética que recuerda en ocasiones a las de un Reinaldo Arenas o Severo Sarduy, pero atravesadas por el siglo XXI; una literatura acelerada, que opta por la inmersión y no hace concesiones a lo falsamente neutro. “Escribir en dominicano es echar a la basura las ortodoxias gramaticales, los prejuicios paralizantes y la pobreza de un español neutro que solo hablan las actrices latinoamericanas en las telenovelas de Telemundo”, dijo en una columna de opinión de El País en 2019. 

En España ha sido publicada por la editorial Periférica, que tiene entre sus títulos la iniciática Papi (2011), escrito por una voz infantil que idolatra a su millonario y fantasmático progenitor, aunque poco a poco quede claro que la narradora y su madre se encuentran entre las muchas “familias” abandonadas por ese hombre de paja; así como La mucama de Omicunlé (2015), un relato distópico de bucaneros, que cuenta la historia de una protagonista transexual que viaja en el tiempo a través de una anémona marina para salvar al mundo de una catástrofe nuclear. Una ciencia ficción de otra especie (¿un realismo del “Nuevo Mundo”?) plagado de fogonazos textuales e hipótesis irreverentes en las que ahonda en Asmodeo, su nueva novela, con demonios que entran o salen de los cuerpos a través de pedos o eructos. “Los dominicanos tenemos un talento especial para lo sacrílego que heredamos de ustedes –nos dice–. La blasfemia es un talento muy español”.

Icono indie y transcultural

Libérrima, poliédrica, icono transcultural e indie, en República Dominicana y Puerto Rico es conocida sobre todo por su carrera musical desde que en 2010 debutara junto a Los Misterios con el revolucionario disco de electro-merengue El Juidero; y una década más tarde impactase con Mandinga Times. Un proyecto artístico interdisciplinar en el que aúna arte conceptual, música popular, tradiciones mágico-religiosas afrocaribeñas y crítica social, que se engarza de manera natural con su literatura en una transfusión constante de materiales y obsesiones, como las que alimentan Asmodeo, que ha dedicado a quien fuese su editor en Periférica: “Al amigo, editor y escritor Julián Rodríguez Marcos [fallecido en 2019] quien me pidió una gótica caribeña y me salió este engendro picaresco y metal”, escribió en su cuenta de Instagram el día del lanzamiento.

En su nuevo “engendro” novelístico confluyen tres de las viejas obsesiones de la escritora: la demonología, el metal y la tragedia griega. “Hace tiempo que quería escribir sobre un demonio con el que nos pudiésemos encariñar y de ahí nació Asmodeo –explica Rita Indiana–, que es una especie de pícaro del siglo de Oro en el Santo Domingo de los 90. Un Lazarillo de Tormes trash, un personaje sin cuerpo, pero que al mismo tiempo está en muchos cuerpos, que es lo que hace también un narrador omnisciente. Una identidad inmaterial con la que quería hablar de los que estamos fuera de los límites de ciertos cuerpos y espacios, y emular al diablo cojuelo de Vélez de Guevara, que abre los techos de las casas para asomarse adentro. Porque eso mismo hace Asmodeo, mi demonio, que al mirar dentro de esas casas, que somos nosotros, se las encuentra llenas de escombros y de verdad, de heridas, de defectos y de podredumbre”. 

Los dominicanos tenemos un talento especial para lo sacrílego que heredamos de ustedes. La blasfemia es un talento muy español

Asmodeo lleva décadas habitando a un personaje llamado Rudy Caraquita, que es lo que en el sincretismo afrocaribeño y en la novela de Rita Indiana se llama “un caballo”. Rudy es el caballo de Asmodeo, un músico en decadencia, un cuerpo triturado al que le falta un pezón por culpa de un torturador balaguerista; un poeta que decide dejar las drogas, limpiarse, escribiendo una ópera metal que es en realidad una tragedia griego-dominicana (y tal vez el libro mismo que estamos leyendo): “No ves que somos lo mismo, /que somos dos mecanismos, / pedaleando en espejismos/ y empacando pal abismo”.

La desintoxicación de Rudy se hará en siete días, como la creación del mundo y la propia novela, que se divide en capítulos titulados como los días de la semana, una estructura donde todo está conectado que emula la capilaridad de un sistema nervioso. “Sí, es verdad, soy una freak de la estructura”, reconoce Rita Indiana acerca de su forma de abordar las historias, ya que construye sus artefactos narrativos apoyándose en sketchbooks llenos de flechas, mapas conceptuales y diagramas. 

El territorio que recrea Asmodeo es, otra vez, un trópico urbano, cochambroso y febril que por momentos se roza con un satanismo de supermercado. ¿Por qué vuelve una y otra vez al Santo Domingo de los 90? “Tal vez, aunque no me guste decirlo, por una cierta nostalgia, o por un deseo de recuperar esos espacios de cierta radicalidad que ya desaparecieron. A los 13 años yo andaba a todas horas con un skateboard, siempre rodeada de un grupo de chicos, escuchando heavy metal y punk... Y ahí me quedé un poco”.

Desde hace tres años, la autora se ha establecido en Estados Unidos, donde es la directora del programa de máster de Escritura Creativa en Español de la Universidad de Nueva York, pero durante la década anterior residió en Puerto Rico. ¿Cómo es vivir en la Gran Manzana? “Es una ciudad maravillosa, pero se fundó para hacer dinero. Es una ciudad donde la gente va a buscársela, como decimos nosotros, que te empuja y es muy competitiva y donde todo el mundo está con el cuchillo en la boca, así que la traición está al orden del día…”. Fue en Nueva York, en el Bronx, donde mataron (¿traicionaron?) a su padre –un padre ausente y mezclado en negocios turbios, como el de su primera novela– cuando Rita Indiana tenía apenas doce años y le esperaba.

Una agenda anticolonial

¿Qué vínculo tiene hoy con su país? “Emocional más que nada. Allí vive mi mamá, vive mi hijo mayor… vive casi toda mi familia, excepto mi esposa y mis otros dos hijos que están conmigo. También muchos amigos. Mi obra completa hasta el día de hoy tiene que ver con ese Santo Domingo de fines de los 90 y principios de los 2000, o sea que una parte de mí sigue allí. Aunque reconozco que empiezo a sentirme extranjera también cuando visito la isla. Hay lugares de la ciudad de un crecimiento caótico donde no me reconozco”. 

¿Y cómo ve el país políticamente? “El PLD [centroizquierda] ha sido un partido muy corrupto, pero en los 12 años que estuvo en el poder digamos que transformó de forma positiva el país, y sobre todo abrió hueco para los no blancos en el poder. Eso lo hizo bien. El problema es que la dominicana es una sociedad con un discurso dominante muy conservador, pero las prácticas son completamente ultraliberales. Ha habido una penetración del protestantismo pentecostal muy poderosa en los lugares donde estaba antes la izquierda y ahora el pentecostalismo tiene una influencia muy grande en todas las decisiones que se toman, tanto las grandes como las pequeñas”. 

¿Su literatura parte de un programa ideológico? “No es mi intención primera, pero definitivamente hay una agenda anticolonial en mis textos que tiene que ver muy específicamente con el tema de la clase en el contexto de la República Dominicana y, de forma más específica, de esos microuniversos de la capital. Cuando uno mira algo en el microscopio de forma literaria, cuando mira a estos seres humanos interactuando entre ellos, se explicitan las dinámicas de abuso y dominación”. 

Hasta en ese liberar la mirada de lo aprendido hay algo aprendido; sobre todo si tenemos en cuenta que el discurso descolonizador surge de la academia, que es un espacio colonial

A The New York Times le dijo que “el colonialismo es una máquina de crear muertos”. ¿Cree que es posible descolonizar la literatura? “No lo sé. Hago el esfuerzo, pero es que hasta en ese liberar la mirada de lo aprendido hay algo aprendido; sobre todo si tenemos en cuenta que el discurso descolonizador surge de la academia, que es el espacio colonial por excelencia. Aun así hay que intentarlo”. Continúa la escritora: “Asmodeo, por ejemplo, es mi primera novela donde los personajes no están racializados. Le dejo la carga al lector de que racialice a los personajes según sus referentes. ¿Se trata de un esfuerzo demasiado blanco de mi parte? No lo sé. Me parece maravilloso intentar liberarnos de la carga educativa, biológica y cultural de la colonia y del proceso imperial, pero no sé qué tan posible sea. Si acaso pactas con ello o tratas de subvertirlo, pero es parte de nuestro ADN, la colonización está en ti”. 

Muchos de los perfiles que se escriben sobre Rita Indiana empiezan citando un vínculo familiar con el poeta y prócer de la Guerra de la Restauración Manuel Rodríguez Objío, ¿significa eso que pertenece a la clase alta? ¿No entra en contradicción con esa vocación de ser una voz que escribe en los márgenes? “Ya está la maldita Wikipedia metiendo hasta los cojones –dice la autora entre risas y cierta indignación–. Mi papá era de familia de campesinos, de clase baja; y mi mamá, de clase media venida a menos. En su familia sí había gente que se casó bien, pero ella fue una madre soltera que nunca tuvo coche y trabajaba de secretaria en un banco”.

“A mí nadie me dio nunca un dólar. Me la estoy buscando desde los 18. He sido niñera, he limpiado hoteles y parí a mi hija con 21 años. Siempre he estado en 40 cosas para poder mantener a mis hijos, a mi mamá, para poder sostenerme y sostener a los que dependen de mí y ahora que estoy en la universidad con un trabajo asalariado he podido dedicarme solamente a escribir. Mi gran suerte fue haber podido estudiar en un colegio privado y mi auténtico privilegio ser de piel clara como mi mamá, porque en República Dominicana no haber sido racializada te cambia la vida”, añade. O como decía uno de sus personajes en La mucama de Omicunlé: “Te va a ir muy bien, en este país ser blanco es una profesión”.