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Entrevista Escritor y cineasta

Rodrigo Cortés: “Tengo serias dudas de que el arte deba ser ideológico”

Francesc Miró

21 de junio de 2021 22:37 h

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En Rodrigo Cortés caben muchos Rodrigos Corteses. El Rodrigo Cortés cineasta ha dirigido películas como Concursante, Buried, Luces rojas o Blackwood y trabajado con nombres como Sigourney Weaver, Robert De Niro o Uma Thurman. El Cortés comunicador aporta sensatez en podcasts sobre cine y literatura tan escuchados y compartidos como Aquí hay dragones y Todopoderosos, al tiempo que sorprende con sus definiciones satíricas en Verbolario, diccionario que escribe diariamente para el periódico ABC.

El Rodrigo Cortés escritor es, si acaso, el menos conocido. En 2013 convirtió sus tuits en aforismos surrealistas con A las 3 son las 2, jugada que repitió con Dormir es de patos varios años después. Entre uno y otro publicó su primera novela: Sí importa el modo en que un hombre se hunde, título como los demás editado por Delirio.

Ahora publica Los años extraordinarios (Literatura Random House, 2021), memorias ficticias de Jaime Fanjul, un hombre singular nacido en Salamanca en 1902. Un personaje que atraviesa desiertos, rodea volcanes y sobrevive a naufragios sin sorprenderse. Que vive la aventura fantástica como un trámite normal y corriente. Que sale airoso de las situaciones más descabelladas sin apenas despeinarse.

Han pasado siete años desde que publicase Sí importa el modo en que un hombre se hunde. ¿Cómo y por qué nace Los años extraordinarios?

Surgió sin verdadera previsión. Empecé a rondar la idea de crear unas falsas memorias, partiendo de la fascinación que personalmente sentía por las de Buñuel, Mi último suspiro. Aunque esto acabó convirtiéndose en algo muy, muy diferente. Un día, en mitad del montaje de Blackwood –una de las fases de mayor presión por parte de ejecutivos y productores–, estaba esperando una llamada de Los Ángeles que no se adivinaba precisamente agradable. Estaba en una cafetería, saqué el iPad y escribí: «Nací el 18 de octubre de 1902».

Siete líneas después averigüé que el narrador se llamaba Jaime Fanjul, y doce líneas más tarde escribía que había nacido antes de que el mar llegase a Salamanca. Y así se escribió toda la novela. Con el tiempo me di cuenta de que se había convertido en una especie de vindicación inconsciente de la libertad creadora. Está escrita sin plan, sin propósito, sin atender a ninguna opinión, ni consideración, ni estudio de mercado, ni ninguna otra cosa más que el puro goce libérrimo de crear. Sin normas y sin estructura.

En Trigo limpio, el escritor Juan Manuel Gil escribía que «tan estúpido es confundir la brevedad con el buen ritmo, como el narrador con el escritor». ¿Cuánto hay de usted en las memorias de Jaime Fanjul? ¿Es una estupidez confundirles?

No solo no nos parecemos, sino que muchas veces le he hecho tomar decisiones contrarias a las que yo tomaría o manifestar opiniones distintas a las que yo tengo. Jaime, por ejemplo, cree que nada en la vida tiene propósito, que nada tiene un fin ni un orden. Yo, en cambio, tiendo a creer que existe un orden invisible detrás de las cosas. Obviamente uno siempre tira de sí mismo para recoger determinadas experiencias y usarlas convenientemente deformadas y reformuladas, pero jamás de forma literal. Hay novelas que son muy confesionales y esta no lo es en absoluto. 

Ha mencionado las memorias de Buñuel como idea seminal, aunque en el humor de su prosa puede adivinarse también cierta sintonía con el cine de Berlanga o el de José Luis Cuerda. ¿Estos referentes son conscientes o nunca pensó en ellos mientras escribía?

Lo que escribía formaba parte de una vibración cuya tradición de forma inconsciente podía reconocer. Un camino que se puede trazar desde Cervantes en su versión más indulgente a Quevedo en su versión más dura, pasando por Cunqueiro. O ya que mencionas a Berlanga, menciono yo a Azcona. 

Pero claro, la novela también se nutre de las lecturas de Gurdjieff o Saint-Exupéry. De Kipling y de los relatos de Roald Dahl, de esas emociones atrapadas en los libros de aventuras que leíamos de niños. Nada en la novela tiene la vocación de ser un refrito, simplemente surge con un impulso absolutamente libre que manifiesta lo que eres y tu manera de ver el mundo. Que imprime ese humor absurdo que cuestiona las leyes de todo, incluidas las de la física.

Esa segunda tradición que menciona, la literatura de aventuras clásica, se puede apreciar en el formato narrativo: el protagonista no pasa ni tres capítulos en el mismo sitio. Viaja de Salamanca al desierto del Sáhara, a las Azores, a Nueva York o a París. ¿Los años extraordinarios es una novela de viajes? Y si lo es: ¿Cree que la literatura de viajes se siente de otra forma tras el confinamiento? 

Puedo afirmar categóricamente que no es una novela de pandemia. Está escrita antes y revisada después. Curiosamente no toqué una línea durante el confinamiento. Pero bueno, a su manera todas las novelas son viajes. Es cierto que en esta se recorren miles y miles de kilómetros. Jaime Fanjul no hace otra cosa que andar, durante más de siete décadas, por varios continentes y conociendo centenares de personajes extraordinarios. Personajes de los que no aprende nada. 

Jaime Fanjul comprende siempre demasiado tarde, como nos sucede a todos.

Su protagonista parece empeñado en eso, precisamente, en flotar por donde pasa sin que nada le ate, sin comprometerse a nada. Escribe usted mismo que «madurar es mirarse y no reconocerse», pero a lo largo de sus setenta años y 350 páginas de memorias, parece que Jaime Fanjul madura más bien poco. ¿Los años extraordinarios es también una novela sobre la incapacidad de madurar?

Sería incapaz de decir sobre qué es una novela tan multiforme como ésta. Desde luego recorre la vida completa de un personaje, aunque creo que no vibran del mismo modo sus recuerdos infantiles que sus años de madurez. La prosa que anima los últimos capítulos no es como la exuberante y vital del inicio. Hay en ella un poso melancólico que no descree de la poesía y que abraza el humor desde un sitio más asentado y reflexivo. Son los momentos en los que se permite cuestionarse, y darse cuenta de cuán torpe ha sido tantas veces. Jaime Fanjul comprende siempre demasiado tarde, como nos sucede a todos. 

Decía que hay momentos en los que hace que su protagonista manifieste opiniones contrarias a las suyas. Destaco un párrafo en el que cuenta que Jaime Fanjul ayudaba a apagar un fuego en la catedral de San Pablo hasta que le dijeron que esa catedral era un símbolo de resistencia al fascismo. «Dejé de ayudar de inmediato: ni sabía que los alemanes cojearan de ese pie ni tenía, personalmente, nada en contra del fascismo, que apreciaba por su preocupación por la gimnasia». ¿Tuvo en algún momento dudas a la hora de escribir pasajes como este?

No, nunca. Apagué el cerebro en todo momento y no me preocupó nada. La novela no es ideológica en ningún sentido. De hecho, tengo serias dudas de que el arte deba ser ideológico. No creo que el personaje deba adscribirse o responder a una ideología, ni los pensamientos de tu personaje ser compartidos por nadie, ni siquiera por ti mismo. Al revés: me divertía mucho hacer que Jaime dijera cualquier cosa que quisiera y le apeteciera decir. Esa incapacidad de aprender de la que hablábamos, esa indiferencia absoluta de cuanto sucede a su alrededor tiene en mi opinión dos virtudes envidiables que son: que no juzga y que no opina. Adscribir los actos de Jaime a motivaciones ideológicas le quitaría toda la gracia. Por eso no dudé tampoco de darle unos años de anarquista y terrorista en París. Él mismo afirma que «Mi primer atentado tuvo muy buenas críticas».

No creo que los pensamientos de tu personaje deban ser compartidos por nadie, ni siquiera por ti mismo. Al revés: me divertía hacer que Jaime dijera cualquier cosa que quisiera

Después de ser terrorista en París, Jaime Fanjul se dedica a leer las manos y adivinar el futuro de las personas. También gana dinero echando las cartas, aunque no sabe interpretarlas. ¿Cree que el pensamiento mágico cunde más en tiempos de crisis como el de la pandemia que vivimos? 

Seguro que sí, porque es inevitable y porque el pensamiento mágico procura consuelo. Pero nada de eso está en la novela más que en el sentido gozoso de la magia. Por ejemplo, el pasaje que mencionas del tarot se escribió sacando yo mismo las cartas. Yo no sé nada de tarot, absolutamente nada. Así que iba sacando cartas e improvisaba el discurso. Sacaba una carta y escribía, sacaba otra y escribía más. Confiaba en ese azar pero no por motivaciones esotéricas, sino más bien porque el lienzo en blanco tiende a ser un paralizador de la creación. En cambio los obstáculos la estimulan. Así que me obligaba a tener estímulos o aprovecharme de ellos simplemente para ver si era capaz de salir con vida de donde me había metido.

Trabajo para que un párrafo pueda condensar un capítulo, una frase pueda condensar un párrafo y en una página quepan varias posibles novelas

Como decíamos, han pasado siete años desde su anterior novela, y parece operar un cambio sustantivo en su estilo. Sí importa el modo en que un hombre se hunde abundaba en frases largas y pasajes en el que los pensamientos se agolpaban. Los años extraordinarios parece estar más cerca de Dormir es de patos: sentencias cortas y firmes que condensan muchas ideas. ¿Es consciente de esa evolución formal en su obra? 

Hay dos respuestas a esto y las dos son verdaderas. Una es que son novelas que responden a propósitos diferentes y por lo tanto exigen herramientas diferentes. Por ejemplo, en Sí importa el modo en que un hombre se hunde son fundamentales los diálogos, mientras que en Los años extraordinarios apenas hay. Y eso que son una de las herramientas que más disfruto: me impuse una especie de cinturón de castidad al respecto. 

La otra respuesta es igualmente cierta: efectivamente responde a una evolución que va desde A las 3 son las 2, a Dormir es de patos pasando por Verbolario. Es algo que tiene mucho que ver con apretar el polvorón. Está muy relacionado con la poesía, en el sentido de que partes de una información o emoción compleja y tratas de codificarla en menos y menos palabras, para que contenga todo su ADN y que el lector, cuando consuma esa píldora en la que lo has convertido, vea cómo se deshace en su boca. Ese momento en que se disuelve en él toda la información codificada, aunque sea por modo de resonancia. 

Eso es lo que hago con el trabajo de reescritura. Creo firmemente en que reescribir es en gran medida quitar. Trabajo para que un párrafo pueda condensar un capítulo, una frase pueda condensar un párrafo y en una página quepan varias novelas posibles.