Rubén Lardín es un autor que se estuvo aguantando las cosquillas durante cierto tiempo, hasta que ya no pudo más. Cuando no pudo contener la risa, empezó a publicar sus libros de narrativa, por llamarlos así: La hora atómica (2017) y Las ocasiones (2024), ambos en la editorial Fulgencio Pimentel.
A este último, y con la ayuda de Roland Barthes, autor y editor lo han denominado “novela de placer”. El placer del texto llega cuando el autor se desliga de obligaciones e ideología. Un texto que siente más de lo que piensa. Lardín lo dijo en una ocasión: él escribe con las manos, no con la cabeza.
Las ocasiones es un libro de escritura y sobre escritura, que se impone hacerlo a tumba abierta para poder ser libro. Si no, es otra cosa. Como Imbécil y desnudo, una obra que Rubén Lardín publicó en 2008 y que en realidad era la impresión en papel de un blog que tuvo Lardín y que borró cuando supo fehacientemente que alguien lo leía.
Similar a aquel blog, es producto hoy del autor un podcast ingobernable titulado La mano contra el sol, que seguramente también desaparecerá en el momento en el que el responsable, un hombre que le habla a su teléfono, tome verdadera conciencia de que le escucha mucha gente.
La hora atómica era un libro que iba sobre un hombre que escribe en Barcelona. Las ocasiones es un libro que va sobre un hombre de Barcelona que se muda a Madrid. En realidad, es un relato sobre sus jornadas, o de los pensamientos que le asaltan mientras camina, visita cementerios o lee, algo que a los oyentes del citado podcast les resonará familiar.
En las entrevistas, el autor tiende a menospreciar su libro: dice que no es una novela, que no es literatura, que él pasaba por allí. Que no le llamen escritor, ese sujeto que se dobla en una postura ridícula. Le parece bien que el libro sea comprado pero le da cierto pudor que sea leído.
Quizás toda esta desconfianza hacia sí mismo, esa vigilancia extrema sobre sí mismo, no vaya a convertirse en uno de esos escritores que van por ahí dando entrevistas y firmando libros, esa reluctancia a convertirse en eso que critica de los demás, tiene que ver son su origen bastardo. Lardín nació en los fanzines y, aunque le publiquen en tapa dura, nunca ha salido de ellos.
De hecho, este libro tiene un arranque secreto en unos fanzines pequeños que estuvo haciendo durante un tiempo. Y, tras los fanzines, con Annabel Lee como influyente referencia codirigida por él a mediados los noventa, llegaron los libros de cine, de cómic y de porno. Y, posteriormente, las traducciones. Todo aquello que postergara ser el brillante escritor que es hoy, le venía bien.
Como él mismo dice, además de escribir con las manos, Lardín teclea escuchando la musiquita. Hay algo suave pero rápido como un yo-yo bien engrasado en su manera de componer este relato que no va a ningún lado, salvo de una ciudad a otra. Hay un placer en su lectura –no sabemos si tanto en su escritura– que tiene que ver con vagabundear, con no necesitar llegar a ningún lado concreto al final de cada capítulo o al terminar la última página.
Lardín no se quiere definir como escritor, se define como lector. Leer es natural; escribir, no. Escribir es lo contrario de leer (dice él). En sus páginas, pasa de Robert Walser a un culo. De la muerte a la enfermedad, de la enfermedad al cine. De L’Atalante de Jean Vigo a un verso de Anne Carson. Del actor Féodor Atkine a los gemidos de su novia Mona. Del rodaje de La sociedad de la nieve al encontronazo con un chupatintas llamado Rubén Lardín. De la plaza de toros de Las Ventas –a Lardín le apasiona la tauromaquia– a Clark Kent, y de ahí a Tánger, de ahí a una canción de Ornamento y Delito, de ahí a Oscar Wilde, de ahí a la masculinidad, de ahí a los cómics leídos en la revista Cairo.
La palabra exacta, el símbolo de la expresión, el erotismo de la línea, la dejadez del párrafo. Rubén Lardín, colaborador de elDiario.es donde no escribe desde hace más de un año, tiene una misión en estos minutos finales del primer cuarto de este siglo, mal que le pese.