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Un siglo antes de 'La sociedad de la nieve', la primera mujer en ganar el Nobel de Literatura abordó la moralidad del canibalismo

Cristina Ros

24 de agosto de 2024 21:34 h

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El Premio Nobel de Literatura, otorgado por primera vez en 1901, tardó ocho años en distinguir a una mujer. Fue en 1909 cuando la prolífica escritora sueca Selma Lagerlöf (1858-1940), conocida sobre todo por sus obras infantiles, recibió el galardón. Su niñez podría describirse como un trasunto nórdico de la protagonista de Mujercitas: lectora desde la infancia, aborrecía las tareas domésticas y comenzó a escribir a temprana edad, en un entorno familiar marcado por las dificultades económicas.

Gracias al sacrificio de su hermano mayor, que había asumido las responsabilidades por la mala salud del padre, pudo formarse como maestra, profesión que desempeñó hasta su debut como novelista, con La leyenda de Gösta Berling (1891). Nunca olvidó los esfuerzos para subsistir ni su trayectoria en las escuelas, experiencias que le proporcionaron una mirada atenta a los más desfavorecidos, además de una conexión especial con los niños, presente en títulos como el clásico El maravilloso viaje de Nils Holgersson (1906).

Menos popular, al menos fuera de su país, es su narrativa general. El proscrito (1918), que acaba de recuperar Libros de Seda (con traducción de Elda García Posada), puede ser una buena toma de contacto. Su protagonista, Sven, es un joven científico caído en desgracia tras una fallida expedición al Ártico. El problema no ha sido el fracaso, sino el hecho de que se ha sabido que los supervivientes se alimentaron de carne humana para resistir, lo que los condena al ostracismo.

Para Sven, además, supone abandonarlo todo: había sido adoptado por un matrimonio inglés que lo crio entre algodones y le dio una educación, pero ahora, como reniegan de él, decide volver con su familia biológica, oriunda de una remota isla sueca donde la vida es dura y las esperanzas, inexistentes. Allí viven sus padres y un hermano ya adulto, trabajadores de la tierra. Lo que no sabe Sven es que el rumor sobre su ignominia ha llegado hasta ahí, y empezar de cero no será tan simple.

En el contexto de una pequeña comunidad rural de fuertes convicciones morales, en los albores del siglo XX y con el añadido del aislamiento de la isla, es el párroco, Edvard Rhånge, quien ejerce mayor influencia. Como era de esperar, Sven no es bienvenido; y, con su oprobio, arrastra sin querer a su familia. Mientras se mantienen al margen de los encuentros sociales y Sven sufre las humillaciones de los vecinos, Rhånge se casa con una joven, Sigrun, que no parece tener nada en común con él. Ella sentirá simpatía por Sven, aunque su historia no será tan previsible como cabe sospechar. Los dos habitan sus abismos particulares: ella, por un matrimonio que la oprime; él, por la lucha diaria, pero sobre todo por la culpa que lo abruma desde la malograda expedición. Problemas que con la irrupción de la Gran Guerra saltarán por los aires, como todo lo demás.

Conflictos morales de ayer y hoy

La sociedad de la nieve (2023), la película de J. A. Bayona sobre la tragedia aérea de los Andes, recogía un caso similar: los supervivientes, católicos, recurrieron a los cadáveres de sus compañeros y familiares fallecidos en el accidente para alimentarse. Hicieron un pacto y escribieron cartas a sus allegados para demostrarlo. En El proscrito se trata de un rumor, pero el afectado no puede defenderse. El párroco se enfrenta a la contradicción de que Jesús perdonó, pero él es incapaz de hacerlo. Todos ven en Sven a una bestia; tan solo su padre, el más piadoso, recuerda que, además de esta deshonra, su hijo ha pasado de ser un joven con una carrera brillante, en una Inglaterra más moderna que la Suecia rural, a vivir en un paraje árido y casi deshabitado, entre gente ruda y pobre, donde no puede desarrollar su potencial. La inhumanidad que le atribuyen los vecinos contrasta con su refinamiento, su mesura; porque, lejos de rebelarse, Sven se mantiene en calma, paciente, trata de dar lo mejor de sí en las peores circunstancias.

El desafío de la reinserción social, incluso en un entorno nuevo para el acusado, no es el único conflicto que aborda la autora: los padres se enfrentan a la llegada de un hijo que casi les resulta desconocido, al haberlo dado en adopción 17 años atrás, sin haber tenido contacto con él en todo este tiempo. Mientras que se echa en falta conocer cómo se siente Sven lejos de su tierra de adopción (apenas hay referencias a lo que deja atrás), se profundiza en la psicología de su madre biológica, una parroquiana tradicional que no sabe si para ella será más fuerte el apego al hijo o la rectitud moral. Si bien la decisión de entregarlo no fue sencilla, por mucho que lo hicieran para darle la oportunidad de un mejor porvenir, tampoco es fácil aceptar a un hijo adulto que regresa de improviso, sin que se lo hayan pedido, y en su peor momento, cuando se encuentra desamparado. Su marido, más práctico, lo acoge pensando que aportará dos brazos más para la labranza.

Hay también una lectura feminista en Sigrun, la esposa desdichada. De acuerdo con las costumbres de la época, se casa sin apenas conocer a su esposo, se instala lejos de los suyos y asume su rol con resignación. Pedir la separación era inconcebible, no solo la dejaría desprotegida, sino que viviría para siempre con ese estigma. De ahí, quizá, que cuando ve a Sven no sienta la misma superioridad moral que el resto. En la evolución de Sigrun resulta clave la llegada, en la segunda parte, de una vieja amiga: Lotta Hedman, una mujer que conocía a la Sigrun de antes y enseguida nota que no es la misma. Y no solo eso: Lotta tiene sueños, premoniciones que hacen de ella una especie de visionaria. Cuando presiente que algo malo va a ocurrir, trata de impedirlo o al menos prevenir; lo malo es que a menudo se convierte en una Cassandra que predica en el desierto.

Una tierra hostil y legendaria

Si en un principio todo gira alrededor de la parroquia, con la guerra el orden se resquebraja: la situación de los personajes cambia, los muertos aumentan, se vuelve difuso juzgar a alguien inocente o culpable. La destrucción, el miedo y la incertidumbre hacen replantearse los valores cristianos arraigados; cuando se impone el sálvese quien pueda, la escala de prioridades se altera. A eso hay que añadir la esfera pagana que aporta Lotte, que convive con la religión oficial. Un sistema de creencias basado en las supersticiones, intangible, inseguro e imprevisible, contrario a la razón. La preeminencia del conocimiento científico aún no había penetrado en la región, de modo que no se niega la posibilidad de lo extraordinario.

El medio, que los aleja de la urbe, lo favorece: la isla, con su clima inhóspito, es tierra de leyendas. El paisaje no solo sirve como decorado, sino que cumple una importante función narrativa al determinar el estilo de vida y, con ello, la construcción de las mentalidades. Las inclemencias del tiempo revisten un carácter simbólico –como la amenaza que siente la esposa al llegar allí– y el aislamiento, además de representar por fuera la exclusión los protagonistas afrontan por dentro, posee la paradoja de que, si por un lado constriñe las posibilidades de socializar de Sven, a la vez le da cierta paz en su retiro. Tampoco se vive igual una guerra desde la isla, aunque su impacto es tan fuerte que la alcanza. En el escenario, en el curso de las estaciones y las intuiciones de Lotte, se respira ese aire de fatalidad que acompaña a los personajes.

Por lo demás, El proscrito se inscribe en la tradición decimonónica: con una narración en tercera persona, despliega una trama de aventuras, misterio y pasión de ritmo ágil y dinámico, con clímax y giros argumentales. Un elenco de personajes ricos, con matices, que evolucionan a lo largo de la historia, le permite radiografiar las relaciones de poder en un entorno austero. Como un Thomas Hardy nórdico, Lagerlöff mantiene la tensión de cada escena al tiempo que incide en conflictos éticos universales que aún hoy hacen reflexionar. Habla de la vida y de la muerte, de la guerra y el amor, de la crueldad y la redención, de la delicadeza como forma de resistencia. Invita a pensar en lo que somos y lo que hemos sido, en quién dirige nuestro camino. Y, pese a la tragedia anunciada, se percibe una esperanza: incluso en las peores circunstancias, cuando la sociedad te cierra las puertas, siempre hay un lugar a donde ir… si alguien te tiende la mano.

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