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‘El silenciero’, la novela de Antonio Di Benedetto que predijo lo que pasaría con las redes sociales vuelve a las librerías

El escritor de 'El silenciero', Antonio Di Benedetto, en los años 80

Cristina Ros

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Cuando publicó El silenciero (1964), Antonio di Benedetto (Mendoza, 1922-Buenos Aires, 1986) parecía escribir para nosotros, los lectores del futuro. Era su tercera novela, la segunda de lo que la editorial Adriana Hidalgo denomina la “trilogía de la espera”, después de Zama (1956), considerada su obra maestra, y Los suicidas (1969). Obras independientes que tienen en común un protagonista que vaga en busca de sentido.

El autor, periodista de profesión, vivió en tiempos de la dictadura, se enfrentó a la censura, la cárcel y el exilio, primero en Francia y luego en España, hasta que con la democracia pudo volver. Fue reconocido en vida, aunque sin alcanzar la fama de otros escritores de su generación. Su narrativa, con aires de Pessoa y Kafka, es una rara avis entre sus coetáneos argentinos.

Con una trayectoria marcada por la opresión –las torturas en prisión le hicieron mella–, no es de extrañar que se sumiera en la depresión. Esta visión desencantada del mundo se refleja en su obra, siempre desde el punto de vista de un protagonista taciturno, apático, solitario, abocado a la autodestrucción. En Zama, un funcionario de la corona española del siglo XVIII sufre la agónica espera de un traslado que no llega.

En El silenciero, un narrador sin nombre, que vive en “alguna ciudad de América Latina, a partir de la posguerra tardía”, se siente perseguido por el ruido. No importa la época ni el lugar: en ambos se reconoce una mirada hacia dentro, que examina y se examina, una forma de habitar que conduce a un aislamiento más emocional que físico. Esta segunda, más actual si cabe que Zama, hereda de su oficio la depuración expresiva y la precisión; por lo demás, su estilo, introspectivo y con hondura, poco tiene que ver con el articulismo.

El hombre como hacedor de ruidos

El protagonista, un joven que vive con su madre, empieza haciendo lo que la mayoría: casarse, formar un hogar, una existencia ordenada. Solo que se siente insatisfecho desde el principio, no parece experimentar ninguna emoción. Quiere ser escritor, pero no escribe. Siente que todo conjura en su contra, pone excusas, señala a los demás: el ruido de la vida doméstica, el ruido de la calle. Tiene un amigo, Besarión, un tipo excéntrico al que se refiere con un cierto desprecio en el que más bien refleja esa parte de sí que no quiere admitir. “Besarión intenta ser, finge ser, para no ser. ¿No ser qué? ¿No ser quién? Él mismo. Besarión tiende decididamente a no ser” , dice el libro.

El narrador cree en un estado primigenio en el que no había ruido, un locus amoenus anterior a la civilización humana: “Considero al hombre como hacedor de ruidos. Sus ruidos son diferentes de los ruidos cósmicos y los ruidos de la naturaleza”, dice en la novela. Tanto los sonidos emitidos por el cuerpo como los que realiza con instrumentos lo molestan; como dice Juan José Saer en un prólogo de 1999 recuperado para esta edición.

El ruido “introduce en el mundo el accidente, la asimetría, el sufrimiento”, es decir, aquello que escapa a su control, que lo perturba. Y tiene significados distintos, por ejemplo, en lo referente a la música: una amiga le explica que canta para aliviar la tristeza, mientras que en un local la prohíben por ser sinónimo de bullicio. Por otro lado, en una ocasión agradece que su madre ponga música clásica mientras hace las tareas; no la valora como arte, sino por cuanto atenúa un ruido mayor.

Además del ruido intrínseco del ser humano, el protagonista presta atención al ruido de las máquinas, desde las fábricas a un entonces novedoso televisor. Establece una relación entre cómo el ruido deviene un mecanismo de pertenencia, de adaptación social: los humanos comienzan a hacer ruido cuando se organizan como sociedad; desempeñan trabajos generadores de ruido para producir o servir productos a los demás; quien no tiene televisor o el aparato que se tercie, se queda fuera de la conversación pública: “¿... todavía no tienen un televisor? / Ha mencionado al invasor más nuevo y ese todavía nos descoloca, nos descalifica o alude a nuestra lentitud para acceder a lo que gusta y conquista a todos, ¡ese hipnótico!”, apuntan desde las páginas de El silenciero.

Una novela visionaria

Con su rechazo del ruido, el protagonista asume su inadaptación como ente social. Como suele ocurrir con quienes adivinaron las consecuencias que podía tener la televisión en nuestra capacidad de atención y nuestros hábitos sociales, Di Benedetto es visionario (y hasta se queda corto) en lo que vendrá luego con internet y las redes sociales. Lo que en la novela es la búsqueda de un individuo marginal, en la actualidad se ha multiplicado; esas molestias por el ruido –ruido de algoritmos, de egos exhibiéndose, de trivialidades, de reels adictivos, de insolencias, de tendencias que nacen con fecha de caducidad– se las plantea cada vez más gente.

Con matices un poco distintos a los de El silenciero, eso sí: renunciar o reducir la presencia en línea puede llevar a perderse conversaciones –esa marginalidad del narrador–; ahora bien, muchos la entienden como una forma de reconectar de una forma más profunda con los demás, a través de la relación más directa y personal; por lo tanto, el deseo no es buscar el silencio por el aislamiento, sino evitar que este entorpezca la interacción significativa.

En la segunda parte llega el descalabro, un descenso a los infiernos que no por esperado resulta menos demoledor. El narrador nunca ha pretendido inspirar compasión; al contrario, se trata de un personaje turbio, desapegado, una influencia nociva para los demás y para sí mismo, ducho en la ironía afilada y la queja constante, que Saer emparenta con los héroes de Dostoievski. No suscita lástima, sino la incomodidad de reconocer en él una tendencia que, lejos de diluirse, se ha acrecentado con el individualismo contemporáneo.

Necesita apagar el ruido para una existencia plena, tal como la entiende él, pero eso lo empuja a la soledad, a la renuncia de todo aquello que puede dar valor a su vida. Quiere escribir, y admira a los intelectuales que se apartaron de la esfera social, pero ¿la palabra no es, al fin y al cabo, una forma de comunicación?

Es inevitable pensar en la salud mental, en las estrategias para crear adicción. La ola consumista apenas comenzaba cuando el autor escribió la novela, y ahora se lee como una advertencia

El problema no reside en el exterior, sino en sí mismo. En algunas observaciones atina hasta lo doloroso, como al apuntar que los inventos están hechos por el ser humano para el ser humano, pretenden facilitar la vida, pero a la vez generan contratiempos con los que no siempre contaban: “No sé qué es [el ruido], pero es tan perseverante que lo imagino de una máquina a la que un hombre se halla encadenado”.

Es inevitable pensar en la salud mental, en las estrategias para crear adicción de las grandes empresas. La ola consumista apenas comenzaba cuando el autor escribió la novela, y ahora se lee, en parte, como una advertencia precoz. Es lo que ahora respondemos con reflexiones como la de Pablo d’Ors en Biografía del silencio, la meditación o las experiencias de retorno a la naturaleza, al pueblo, a lo pequeño, en un intento de buscar la quietud.

La pérdida de sentido

Hay otra lectura, no obstante, que se relaciona con el existencialismo: en sus páginas resuenan Camus, Schopenhauer, Kierkegaard. La pérdida de sentido, un viejo problema. Esa es la raíz de todo, el motivo por el que el narrador se pierde. Si, de acuerdo con él, desde que existe la civilización existe el ruido, todos los seres humanos han convivido con él, y sin embargo existe el arte, la literatura. Si él no escribe, tiene que haber algo más; en él, ese motor creativo, esa llamada a la acción, no es tan fuerte. Las condiciones de vida –estamos en la posguerra, y no hay que olvidar cuándo y cómo la escribió el autor– sin duda tienen mucho que ver con ese pesimismo.

Ante todo, El silenciero es una obra filosófica, de las que cuesta explicar “de qué van” (y tampoco importa). Una novela de ideas, reflexiva, de las que no se terminan nunca porque siempre se le encuentran nuevos matices, como en todo clásico que se precie. Y con un dominio portentoso del lenguaje, que desborda inteligencia en cada línea e invita a la relectura.

El escritor maneja palabras conocidas para dotarlas de sentidos inesperados y provocar una reacción en el lector. Di Benedetto lo consigue con un texto tan deslumbrante como perturbador, apenas ciento cincuenta páginas de un viaje interior a las tinieblas del ser humano que se queda dentro para siempre. Un libro que, y nunca fue más oportuno decirlo, pide atención... y silencio.

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