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Un sindicato para serlo todo: las aventuras de la clase obrera americana

Solo en los últimos años se ha empezado a contar la historia de la clase obrera de una manera más transversal. La biografía colectiva de los que le han puesto manos al mundo ha otorgado un protagonismo dominante al varón blanco obrero de mono azul. Mujeres, trabajadores racializados y migrantes o incluso la infancia han quedado demasiadas veces fuera de un relato con querencia por la épica y los himnos.

Una de estas canciones que buscaban insuflar ánimo a quien se decidiera a dar la ingrata batalla de clase fue Which side are you on? Aunque popularizada por el trovador proletario Pete Seeger, la escribió una mano femenina, la de Florence Reece, durante las protestas de los mineros de Harlan County, Kentucky, duramente reprimidas a principios de la década de los 30.

El etnomusicólogo Alan Lomax sostuvo que Reece ideó el tema incluso mucho antes, con 12 años, mientras su propio padre estaba en otra huelga. Uno de sus versos plantea de forma simple una de las grandes disyuntivas del movimiento obrero: “¿Vas a ser un cochino esquirol o acaso un hombre?”.

Robert Coates elige lo primero en One Big Union (Un gran sindicato), publicada este año por la editorial Hoja de Lata. La novela supone el segundo tomo de la trilogía americana del autor boloñés Valerio Evangelisti tras el primer episodio, Antracita. El personaje de Robert Coates creado por Evangelisti es uno de tantos irlandeses embarcados hacia la 'tierra de las oportunidades' para huir del hambre, en una de las varias oleadas de uno de los fenómenos migratorios más masivos de la historia. Solo a causa de la Gran Hambruna de mediados del XIX provocada por las malas cosechas de patata se estima que la isla perdió, entre el cementerio y el exilio por la supervivencia, una cuarta parte de su población. Pero el Coates que nos ocupa no vino al mundo a practicar la solidaridad de clase. Ni siquiera es capaz de acercarse a “negros, eslavos e italianos”, reconoce, aunque su trabajo así se lo exija.

¿Su labor? Ser un revientahuelgas. Un espía. Un chivato, si queremos otorgarle una etiqueta a la altura moral de su actividad. Con él recorremos los comienzos de un siglo pasado crudo y violento a medida que la clase obrera estadounidense se organizaba en torno a grandes sindicatos, asambleas multitudinarias y huelgas a cara de perro. Enfrente, no exactamente el peso de la ley, que también, sino el de la clase empresarial y sus fuerzas de choque, un escuadrismo al servicio de la patronal que en nuestro país recibió el nombre de pistolerismo y cuyas entrañas barcelonesas retrató Eduardo Mendoza en La verdad sobre el caso Savolta. Incluso la Guardia Nacional si hace falta. En los Estados Unidos, y en la escritura de Evangelisti, el eco del Far West es notorio. El lector se descubre a sí mismo parapetándose bajo una mesa o tras la barra del saloon. Esto no es el Oeste, pero aquí también hay tiros, que decía la canción.

En su periplo, Coates pone ante nuestros ojos un fresco de esa América profunda y fabril de la que tan poco relato nos ha llegado, incluso en comparación con la narrativa (y su reverso anticolonial) del expolio de las poblaciones nativas. Por supuesto, nuestro hombre infiltrado es quien con mayor vehemencia arenga y defiende posiciones radicales cuando está rodeado de los compañeros a los que engaña.

Si consigue salir airoso de todo es algo que el público tendrá que descubrir, pero lo que sí se puede decir es que por el camino Coates se topa con grandes nombres mucho más conocidos que el suyo. Personas que existieron como los escritores Jack London y Upton Sinclair. El líder socialista irlandés James Connolly. La anarquista y “mujer más peligrosa de América” para el FBI Emma Goldman. El novelista hard boiled Dashiell Hammett. O Mary Harris, más conocida como Mother Jones, organizadora sindical y figura protagonista de la biografía obrera americana. En su vida real dejó una de esas frases lapidarias: reza por los que no están y pelea a muerte por los vivos.

Sin embargo, la historia de la clase subalterna también se construye a través de los 'villanos' de sus propias filas. Y en eso Evangelisti es un maestro. Sabe desgranar como nadie a los antagonistas de los trabajadores con los que el novelista, fuera de su oficio, sin duda simpatiza. Un mérito de la escritura del italiano es que trata de evitar el maniqueísmo en todas las direcciones. Tanto que consigue algo difícil: que en más de 400 páginas tras el punto de vista de Coates, deseemos tenerle a kilómetros de distancia. No afloja la posición ni el el pulso del autor, que se sincroniza a la perfección con aquellos tiempos del más rápido, ya fuera el brío una destreza requerida para la toma de posiciones en un piquete o el manejo de aquella pistola Colt a la que por algo se le llamaba “la pacificadora”. Antes de los Wayne, Eastwood o Bronson, mató de verdad.

El capital tuvo que echar el resto para frenar unas ansias revolucionarias cuyo motor era el sonido del hambre en las tripas de las familias de los barracones de Filadelfia, Chicago, Nueva Jersey o San Luis. Eran insuficientes las armas, los bajos salarios o la vigilancia a las claras. Pocos patrones, en nombre de la sacrosanta iniciativa y propiedad privada, podrían poner peros a una ración de guerra sucia. La agencia de detectives Pinkerton, con su logo de un ojo abierto coronando el lema “nunca dormimos”, despuntó pronto en la delación de izquierdistas. Sus hombres desactivaron alguna que otra sociedad secreta obrera, como los carboneros Molly Maguires, y hoy su nombre se diluye en la empresa sueca Securitas. ¿Se acuerdan de Dashiell Hammett, el autor de El halcón maltés? Trabajó allí, como el Coates de One Big Union. Hasta 1935 en que fue declarado formalmente ilegal en pleno New Deal, el llamado labor spy tuvo unas cuantas décadas para elaborar listas negras, reventar reuniones y algún que otro cráneo.

Gracias a autores como Evangelisti, y si es que la historia la escriben los vencedores, la sal de la tierra ejerce su derecho a réplica. Si no, nos quedaríamos en que el equipo de la NBA de Denver son los Nuggets en honor a las alegres pepitas de oro y plata que contiene la tierra de Colorado. Como si aflorasen sin manos mineras, como si ese Estado no hubiera sido escenario frecuente de capítulos particularmente terroríficos de la guerra entre clases americanas.

Para dar esa batalla nació en 1905 el gran sindicato que da título a esta novela. La Industrial Workers of the World. Y es de nuevo desde el lado de Coates donde se define a esta organización que buscaba agrupar a toda la “escoria humana”. Los wobblies, su apodo, eran inclusivos, con querencia por la acción directa más que por la negociación viciada en los despachos y aseguraban que si tocaban a uno, les tocaban a todos ellos.

Los contrarrevolucionarios sabían que la táctica de envenenamiento desde dentro, como años más tarde ocurriría con el Partido de las Panteras Negras, sería clave para acabar con la chispa. Así sucedió momentáneamente. Hoy la IWW sigue viva, al igual que otras uniones de trabajadores que surgen para enfrentar a las nuevas formas de explotación. Desde el reciente comité sindical de Amazon definieron esta era agradeciendo al magnate Jeff Bezos por ir al espacio mientras la plantilla se organizaba aquí abajo. A ras de suelo, lo laboral sigue sin pasar definitivamente de moda. 2023 fue el año con más huelgas masivas desde 2000, movilizando a medio millón de personas.

Es un desafío que ya no verá Valerio Evangelisti, fallecido en la primavera de 2022 a los 69 años. Empezó a curtirse a cielo abierto en las calles de la autonomía obrera italiana para después graduarse en Ciencia Política. Fue su serie novelística sobre el inquisidor gerundense Nicolás Aymerich la que le proporcionó fama como escritor a partir de los años 90.

Aquí es menos conocido, aunque su recuperación en castellano impulsada por la editorial Hoja de Lata y la traducción 'huérfana' de Francisco Álvarez continuará el año próximo con la publicación del tercer episodio de esta trilogía americana, Todo han de ser. Exacto, pertenece a La Internacional. La canción que sonó en el funeral de Evangelisti. La frase que a la IWW se le metió entre cabeza y corazón a la hora de gritar a los cuatro vientos su lema: “We shall be all”.