Nadie sabe cómo reaccionará a la muerte de un ser querido, sobre todo cuando se trata del fallecimiento repentino de alguien joven, una pérdida que no se ha podido asimilar, que ni siquiera deja el consuelo de pensar que disfrutó de una vida larga y plena. Llega entonces la etapa de duelo, que cada uno sobrelleva como puede. En ocasiones, mirarse en el espejo de quienes pasaron por lo mismo, escuchar o leer sus vivencias, ayuda.
La experiencia ajena proporciona, si no consuelo, compañía, una forma de reconocimiento o proyección que inspira a salir adelante y, aún más importante, sacar algo constructivo de esta quiebra. Con ese propósito, el historiador Robert Richardson (Milwaukee, 1934-2020) aborda el ensayo Te vi marchar (2023; Errata Naturae, 2024, con traducción de Teresa Lanero).
El autor, reconocido biógrafo de Ralph Waldo Emerson, Henry David Thoreau –que se tradujo como Thoreau. Biografía de un pensador salvaje– y William James, se percató de que sus tres referentes sufrieron una pérdida traumática en su juventud: la muerte de la esposa, del hermano y de una prima muy querida, respectivamente. Después de tocar fondo, sin embargo, no solo se levantaron, sino que su pensamiento, su vida, creció, se robusteció por nuevas vías que resultaron claves en su aportación intelectual al mundo. Richardson, que también perdió a un hermano demasiado pronto, se acerca a ellos con esta mirada, que pone el foco en su dimensión humana y analiza cómo vivieron.
Emerson: la ciencia como nueva religión
Antes de sentar las bases del trascendentalismo que devuelve la naturaleza al lugar de lo sagrado, Ralph Waldo Emerson (Boston, 1803 - Concord, 1882) era un clérigo unitarista que no descuidó sus obligaciones religiosas ni siquiera tras la muerte de su esposa. Esta, que murió de tuberculosis a los 19 años, quería ser poeta, un sueño que también él había acariciado. Tras su pérdida, y pese a encontrarse en su peor momento, Emerson continuó ejerciendo como guía espiritual para los demás. Es sabido que el trabajo puede convertirse en refugio durante una mala época personal, pero las características del suyo propiciaron, además, otra consecuencia.
Junto con los estudios bíblicos que conocía bien, Emerson leyó a fondo lo que entonces se consideraba ciencia temprana, lo que le provocó un choque de ideas: en sus escritos se aprecia un paso de la aflicción predicadora del Eclesiastés al hallazgo de una fuente de vida inagotable en la naturaleza. En el mundo natural, lo real y lo sagrado son lo mismo; todo ente viviente participa del todo, no hay un Dios omnipotente impuesto su dogma de forma vertical. La naturaleza es cambiante, integradora y armónica. Acoge, no predica. Frente a la comunión de la eucaristía, Emerson propone una “comunión en minúscula”, entendida como cultivar los vínculos entre nosotros, y entre nosotros y el entorno.
Emerson llevó a cabo una reconstrucción “no a través del cristianismo, sino de la acción proporcional a la naturaleza”, como explica el autor. Su nueva visión “no proviene del cielo, sino de un mundo natural salvado y regenerado”, donde el ser humano posee un dominio “tan inmenso como el suyo, aunque no posea un nombre tan magnífico”. Como consecuencia, renunció a su cargo para hacerse naturalista, aunque el cristianismo siguió acompañándole en la esfera social de la comunidad. Encontró lo que su amigo Thomas Carlyle describió como “su integridad, su armonía para consigo mismo”. Su obra, además de señalar los beneficios de la vida al aire libre, invita a aprender a pensar por uno mismo: “Tu propio corazón te enseña las mismas verdades que Él”, escribió.
Thoreau: el individuo muere, la naturaleza vive
John, el hermano mayor de Henry David Thoreau (Concord, 1817 - 1862), falleció a los pocos días de cortarse mientras se afeitaba, de tétanos. Por esas fechas murió el hijo de Emerson, familia muy amiga. Los textos de Thoreau, ávido escritor de diarios y cartas, se interrumpieron de golpe. Abatido, se siente extraño en su cuerpo, la insignificancia humana ante la inmensidad de la naturaleza lo aturde, el mundo se le aparece como un abismo. Sin embargo, no tarda en dar una vuelta de tuerca a ese pensamiento, que pasa por reemplazar el individualismo por una apuesta firme por el vínculo, la pertenencia.
“En la sociedad no hallamos la salud, en la naturaleza sí”, escribe. “He vivido enfermo la mayor parte del tiempo porque estoy demasiado cerca de mí mismo”. Conectar con el entorno, la única fuente de “vida verdadera y alegre”, es su remedio. El entorno implica el medio natural, pero también la gente, tanto quienes también conocieron a los fallecidos –y que por lo tanto conservan en sí algo de ellos– como los que están por conocer. Thoreau reivindica la amistad, vínculos elegidos y susceptibles de ampliarse en todo momento, de enriquecerse con el trato, frente a la imposición de la sangre.
La pérdida duele porque vemos a cada individuo como irreemplazable. En cuanto uno entiende que en la naturaleza la muerte definitiva no existe porque el ecosistema está en renovación constante, se puede sanar. La naturaleza no es hostil, sino amable; nos integra en ella, formamos parte del ciclo. Esta perspectiva le permite encontrar otro rumbo y desarrollar una resiliencia que será fundamental en su obra. Y, aunque se le conozca sobre todo como naturalista, su filosofía abraza en primer lugar lo humano: “La verdadera cortesía es esperanza y confianza en los demás”, por eso “debemos tratarnos o estimarnos unos a otros no por lo que somos, sino por lo que somos capaces de ser”.
James: la capacidad de adaptación del ser humano
Para William James (Nueva York, 1842 - Nueva Hampshire, 1910), despedir a su prima Minny Temple marcó el final de la juventud. Ella tenía 24 años; él, 28. De carácter vivaz e ideales elevados, la joven era muy querida por la familia (el escritor Henry James, hermano pequeño de William, la retrata en novelas como Daisy Miller y Retrato de una dama, entre otras). El futuro padre de la psicología funcional tuvo que afrontar un vacío; no solo había perdido a una prima, sino a una interlocutora brillante con quien compartía muchas ideas. El duelo, no obstante, le reveló “los recursos que llevamos dentro, de cuya existencia habríamos permanecido ignorantes en otro caso”.
Eso que ahora llamaríamos resiliencia anticipa la terapia cognitivo-conductual sobre la capacidad inherente en el ser humano para cambiar por sí mismo, esto es, para adaptarse a las circunstancias, elegir con libertad y desarrollar nuevos hábitos. La pérdida, de este modo, tiene el beneficio de descubrir una parte de uno mismo, un “poder creativo”, que nos fortalece y del que de otro modo no habríamos tomado conciencia. Todo comienza por un cambio de actitud, que a continuación debe concretarse en una acción coherente. “Me plantearé la vida (lo real, lo bueno) como un ejercicio de resistencia autogestionada del yo frente al mundo”, concluye. “La vida se construirá haciendo, creando y sufriendo”.
Si bien cada filosofía posee matices distintos, los tres coinciden en aceptar la muerte sin negarla (“rindámonos de antemano”, dice James. “Por más amarga que sea la verdad, es mejor conocerla que no conocerla) y buscar otra forma de anclaje en el mundo, atenta a lo permanente –la naturaleza viva, las relaciones humanas, la voluntad interior– para no dejarse avasallar por la condición efímera del individuo. Por si fuera poco, prestaron un servicio a la humanidad al plasmar sus aprendizajes por escrito; un ejemplo de lo que en inglés se conoce como a blessing in disguise, sacar partido de lo que en principio parece una desgracia.
Curiosamente, o no tanto, Richardson escribió el libro un año antes de su propia muerte (según Megan Marshall, autora del prólogo y discípula suya, no estaba enfermo ni podía preverlo). Una obra con la que abre nuevas puertas para la investigación: en lugar de un ensayo académico o una biografía al uso, propone el método que define como “biografía documental”: recorre los escritos personales (cartas, diarios) de los protagonistas y los de sus allegados para centrarse en las vidas, con el fin de sugerir lazos entre personaje y lector. “No solo tenemos que leer lo que escribieron, también debemos fijarnos en cómo vivieron”, dice. Como nada humano nos es ajeno, hoy aún es posible inspirarse en ellos para renacer.