José Manuel Caballero Bonald le preguntó una vez a Tía Anica la Piriñaca qué experimentaba cada vez que su voz se convertía en una mezcla de lamento y puñal. Y la cantaora jerezana respondió: “Cuando canto a gusto, me sabe la boca a sangre”. Aunque no trágica, su vida tampoco fue fácil. Conoció la pobreza y solo pudo cantar y hacer carrera cuando enviudó. A Layla Martínez no es difícil imaginarla con esa sensación de metálica sanguinolencia mientras hilaba algunos pasajes de Carcoma, la novela que publica en la editorial Amor de Madre. Escritora, editora del sello Antipersona e investigadora de política, movimientos sociales y cultura, a Martínez le interesan otros mundos. Unos que están lejos de estar desconectados de este gris que pisamos cada día. De futuros emancipados habló en su ensayo Utopía no es una isla (Episkaia, 2020) y ahora le toca el turno, en forma de novela de terror social, a nuestro subsuelo. Carcoma explora el miedo resultante de saber que habitamos una realidad fundada en violencias nada imaginarias.
Una joven vuelve a la casa de su abuela en un pueblo manchego. ¿De dónde viene? Y, sobre todo, ¿por qué lo hace, si ese lugar “hace que se te caigan los dientes y se te sequen las entrañas”? ¿Qué pasa allí dentro? ¿Prescribe la injusticia, caduca la memoria del agravio? Hablamos con la autora sobre aparecidos, miedos y sobre si esa carcoma que roe el alma de quien la posee puede articularse políticamente de manera incluso constructiva.
Utiliza herramientas del género de terror para hablar en crudo del contexto social. No parece una conexión tan explorada en este país.
Posiblemente, el terror es el género que mejor sirve para reflejar las ansiedades y miedos colectivos. Si la ciencia ficción refleja el futuro, el terror lo hace con el presente. Aquí ha habido poca tradición de terror, están los ejemplos de Bécquer o Pardo Bazán en el XIX pero en el pasado siglo eso se rompe. Ha funcionado más el realismo. Analizando la evolución de la literatura de terror vemos cómo lo han hecho los miedos de la clase dominante. Es muy claro con las sirvientas o mayordomos asesinos que es el miedo de la burguesía al enemigo interno cuando el socialismo empieza a coger fuerza. El proletario que tienes en casa, que no es de los tuyos e igual está conspirando contra ti. O las novelas de fantasmas escritas por mujeres en la época victoriana, enseñando las sombras del supuesto “ángel del hogar”. Aquí se ha tratado poco la historia con esas herramientas. Quizá tiene que ver con la devaluación del género, al que se considera menor frente al realismo. Es curioso cómo a algunas novelas se les quita la etiqueta para darles más prestancia. Por ejemplo, a Pedro Páramo, que es de terror con todas las letras, se la inscribe en el realismo mágico. Si a Cien años de soledad le hubiesen puesto la etiqueta de fantástico, quizá Gabriel García Márquez no habría ganado el Nobel. El imperialismo cultural también cuenta, la tradición de terror anglosajón ha sido muy rica pero tiene sus propios códigos. Creo que Carcoma tiene más del terror latinoamericano, porque es el que más leo y me gusta.
Esa relación entre terror y realidad nos ofrece lecturas interesantes. Pensemos por ejemplo en algunos éxitos de cine. En La profecía, Damien es un peligro, pero se olvidan de dejar claro que lo es también porque es un hijo de las élites con más capacidad de actuación que si hubiera nacido en el Bronx. La semilla del diablo puede verse como la conspiración contra una mujer, la única que se opone a que el mal se abra paso. En Poltergeist lo “desconocido” es el genocidio de los nativos americanos. Tradicionalmente, se ha hablado de los fantasmas como de seres en tormento por haber muerto en “extrañas circunstancias”, pero pocas veces se explicita cuáles son esas circunstancias. Si te han matado en un acto de violencia patriarcal, colonial o clasista, por ejemplo. En Carcoma parece que intenta cerrar ese círculo y trata lo sobrenatural como fruto de una violencia política. No sé si ese terror hiperrealista es algo buscado al escribir la novela.
Sí, fue algo buscado. Los cementerios indios, que es ya un cliché del cine estadounidense, es significativo, ese miedo a que los que cometieron el genocidio les persigan sus fantasmas. Los has masacrado, pero están ahí. En cualquier momento sacan la mano de debajo de la cama. Estás en tu chalet de los suburbios, pero no estás tranquilo porque sabes lo que has tenido que hacer para estar ahí. Eso me gusta mucho. De alguna manera da la vuelta a la frase de Walter Benjamin de que “ni los muertos están seguros ante el enemigo si este vence”. Los vencedores no están tranquilos, porque los fantasmas les acechan. Ni con los vencidos muertos, los vencedores deberían estar tranquilos, me parece una idea políticamente potente. La zona de Cuenca fue una de las últimas en caer en manos franquistas y la represión fue durísima. En mi pueblo y algunos cercanos mucha gente se fue al maquis. Unos huyendo y otros convencidos de formar una guerrilla interna que esperaba la ayuda aliada, tras ganar estos la guerra mundial, para acabar con Franco. Bajaban del monte las sombras, por la noche, a las casas y establos. Muchas veces los propios señoritos con las armas de caza, igual que iban a por corzos o jabalíes, salían en batidas contra el maquis. En esa zona hay muchas tumbas anónimas. El país entero está construido sobre muertos.
Analizando la evolución de la literatura de terror vemos cómo lo han hecho los miedos de la clase dominante
La novela está narrada a dos voces. Por momentos no es fácil a quién creer de las dos, abuela y nieta. ¿Le trajo muchos quebraderos de cabeza esa dualidad a la hora de escribir?
Como lectora, me gustan mucho los narradores no fiables. Disfruto cuando les pillas en alguna mentira o sientes que no puedes confiar en ellos. Técnicamente es más difícil, pero también la ventaja de generar tensión narrativa, como cuando abuela y nieta se acusan mutuamente. Yo veía a las protagonistas sentadas en un comedor contándole a una tercera persona, el lector, una historia. Cuando eso pasa en la realidad, la gente se contradice. Las dos versiones tenían que separarse y a la vez juntarse, eso ha supuesto mucha revisión de detalles, una palabra podía desvelar demasiado. Tengo curiosidad por saber a quién creen más los lectores durante los primeros capítulos.
¿Cuánto tiene Carcoma de autobiográfico?
Es la historia de la casa de mi abuela. Es un lugar curioso y siniestro. La construyó mi bisabuelo con el dinero de vivir de las mujeres, como se decía en la época. A mí había cosas que nunca me cuadraron. Me decían que mi bisabuelo era esquilador. Sus herramientas siguen estando en casa. Pero es un oficio de temporada, puntual. La casa no es una mansión pero está bien y está en un pueblo donde la miseria era absoluta y la gente vivía en cuevas. Además, su familia no tenía nada de dinero y eran muchísimos hijos. No cuadraba. Mi abuela nunca ha querido hablar de su padre, pero su hermana sí algo más. A ella le pregunté cómo un esquilador pudo construir esa casa. Y una prima de mi abuela me contó que cuando mi abuela era pequeña, las que habían sido prostitutas para mi bisabuelo la saludaban a ella pero a mi bisabuela no, y que en el pueblo era un secreto a voces. Me he tomado licencias, condensando los hechos en menos personajes. No quería revictimizar a las mujeres de mi familia. Y he quitado cosas porque parecían clichés. Como que en la casa había un aljibe y en su construcción se encontraron huesos humanos. Había alguien enterrado donde se construyó la casa. Preguntando en el pueblo, sé que en otros corrales cercanos sacaron huesos también. Se cree que pudo ser alguna epidemia de cólera. Incluir eso le hubiese restado credibilidad a la novela, pero es real.
Una losa de miedo y silencio cayó sobre las mujeres. La misoginia está presente en la novela. Escribe “eso que tienen muchos hombres por las mujeres, que piensan que es deseo pero que solo es odio”. Hay seguramente un hilo que va desde las Trece Rosas y el aceite de ricino, pasando por las mujeres que tuvieron que aprender a hablar en voz baja, como las de Dulce Chacón en La voz dormida, y a no decir “rojo” sino “colorado”, a obras contemporáneas como la película Petra, de Jaime Rosales, o la novela Pequeñas mujeres rojas, de Marta Sanz, y quizá la misma Carcoma. ¿Cómo de viva siente que sigue esa represión?
Me interesa el trauma familiar heredado. Nosotros ni siquiera hemos vivido el franquismo, pero ese trauma de las generaciones anteriores existe y no parece que vaya a tener un cierre colectivo. Yo me he criado con mi abuela y eso estaba muy presente. Ella nació en el 39 y vivió la posguerra con una madre viuda que no quería servir, mal vista porque su marido había sido proxeneta y además del bando “equivocado”. Mi abuela aprendió a coser por su cuenta porque no quería servir a los señoritos. No estaba muy politizada, era un sentimiento más primario, un orgullo de clase no teorizado. Todo ese trauma pasó a mi abuela y de ella a mis padres y a mí. En la otra dirección, me interesa cómo se transmite la idea de venganza, la idea de que alguien tiene que pagar no solo lo que nos hace a nosotras sino a nuestros antepasados. La idea de que me vas a tener que pagar el hecho de que mi abuela tuviese que trabajar con seis años quitando las piedras del camino para que no se pinchasen las ruedas del coche del señorito. La crudeza patriarcal ha ido bajando de intensidad gracias al movimiento feminista, pero está. En el libro está en las paredes de la casa de Carcoma, una casa familiar que se ha construido literalmente sobre la violencia contra las mujeres. La casa es un personaje de la novela, pero uno que no puede ser un refugio.
Nosotros no hemos vivido el franquismo pero existe un trauma heredado de las generaciones anteriores, y no parece que vaya a tener un cierre colectivo
Investiga sobre “mujeres terribles”, tema del que imparte ahora un curso. Esas tipologías femeninas del mal son bastante socorridas en el arte y los medios.
Llevo un tiempo investigando esos arquetipos, desde que escribí el fanzine Pasamontañas, hiyabs y capitalismo baboso (Antipersona, 2017) sobre mujeres en conflictos armados. Hay una doble ambivalencia de la prensa, sobre cómo las erotiza a la vez que les echa en cara haber abandonado a sus hijos para irse a una guerra. Estos arquetipos reflejan los miedos del patriarcado en distintas épocas. En el curso hablo de cuatro. Uno es el de la monja endemoniada, que recoge el miedo a lo que ocurría en conventos de mujeres a la vez que las erotizaban con presuntas relaciones lésbicas y onanismo en la literatura gótica. También el de la viuda, la madrastra o la sirvienta malvada.
La perspectiva de clase en la novela no hace prisioneros. Hay contraposiciones sobre la manera de hablar, de vestir, de llorar o la diferencia de que ante el mismo comportamiento un niño pequeño de buena familia resulte “curioso” y otro de padres con menor estatus sea “insoportable”. No es habitual verbalizar todas esas fracturas que, por otro lado, son tan cotidianas.
Es un tabú contar de forma cruda lo que supone vivir en una sociedad de clases. La producción cultural está mayoritariamente en manos de gente de clase media o alta. Ellos no van a hablar de esto porque ni lo experimentan ni lo ven. Como el mundo de la literatura está conformado por esas clases, son sus códigos los que reinan. Incluso si hay personas de clase trabajadora que llegan, para conseguir ser respetadas y que se las publique tienen que abandonar sus propios códigos y adquirir los de la clase dominante. Al final no hablas de ciertas cosas o de determinada manera y abandonas tu cultura. No de forma consciente, pero es algo que perpetúa la opresión de clase y aunque hay gente que escribe desde otros sitios, ese es el panorama general. Por otro lado, lo que se cuenta en el libro es tal cual. Las familias ricas que aparecen siguen siendo los ricos de mi pueblo, los que tienen tierras, media provincia e inversiones fuera. Quise poner sus nombres reales. En Cuenca los conocerán, sobre todo a los Jarabo. Es un apellido bastante común en la zona. De hecho, uno fue ministro de Franco.
Carcoma es una historia de venganza, de rencor de clase. Se habla normalmente del de los pobres hacia los ricos, pero tú le das la vuelta a eso poniendo algún ejemplo como el de la señora que raja los abrigos que ya no quiere para que no los aproveche el servicio. También escribes sobre la risa, esa sobre la que en Los santos inocentes Azarías ya advertía con un “no se ría usted así, por sus muertos se lo pido” al señorito cuando este se burlaba de la milana enferma.
Como lectora, me gustan las historias de venganza. Me gustan las de venganza recocida durante años, esa carcoma como en El Conde de Montecristo. Pero además creo que tienen mucho potencial político, como decía Mark Fisher. El resentimiento de clase frente a la envidia que querrían imponernos, ese querer tener lo que el otro quiere. El resentimiento no implica querer ser como el otro sino un “me las vas a pagar, lo mío y lo de mi familia”. Me parece muy potente, políticamente, la idea de un resentimiento colectivo y del odio como herramienta y pasión. Dice Eva Illouz que estamos en un momento de emociones congeladas, que parece que la pasión es mala tanto en el sentido del amor como del odio. Parece que empiezas a salir con alguien y quieres nadar y guardar la ropa: “no me voy a emocionar mucho porque esto seguro que se acabará”. Te recomiendan que sigas haciendo tu vida, teniendo tus cosas, que entiendo de dónde viene eso, pero a la vez es un enfriamiento de las pasiones un poco triste. Te protege, pero también te impide vivir cosas. El cambio político requiere pasión en un sentido y en otro, amor hacia los demás y odio hacia el enemigo. El cambio político exige pasión y emoción. No haces una revolución o una huelga a través de cálculos e informes. No es “vamos a probar y si no funciona nos vamos a casa”. Nada de enfriamiento de emociones, sino al revés: mucho calor. Sí que es verdad que suele aparecer casi siempre el odio de los de abajo contra los de arriba y al revés no tanto. No es que lo quieran ocultar, es que ellos mismos no ven que odien tanto a la gente. Es algo que escribió China Miéville, que el poder hace cosas porque puede, por pura y dura crueldad. Humillas porque puedes. A veces las políticas públicas tienen ese componente también. Silencio administrativo de Sara Mesa, por ejemplo, analiza esa violencia sin sentido con respecto a las personas sin hogar.
¿Es una novela contra la nostalgia?
El planteamiento no fue ese. Es que la historia de mi familia es así. Mis abuelos fueron migrantes en Madrid pero nunca vivieron emocionalmente en la capital. No pueden recuperar un pasado idealizado porque nunca lo tuvieron. En mi pueblo la gente bajaba al río a cazar ratas de agua, un poco menos sucias que las de ciudad, para comer, o cazaban palomas. El abuelo de mi abuela paterna murió porque un día empezó a vomitar sangre y pensando que era cólera le mandaron a una cabaña de pastor a pasar la cuarentena. Nunca volvió, se lo encontraron muerto. Tenía tanta hambre que había comido garbanzos crudos y se había hecho un agujero en el estómago. Se hacían autopsias en la mesa de la cocina. Una de mis tatarabuelas se ahorcó. Tenía un corral con gallinas y se le coló una del vecino. Ella, en vez de decirlo y devolverla, se lo calló. La pillaron y de la vergüenza se ahorcó. Quizá eso se juntaría con otro tipo de cosas, quizá problemas de salud mental, pero la cosa es tremenda, eso pasaba. Es difícil tener nostalgia. Las comunidades pequeñas tienen su parte de ayuda y solidaridad y también la de control social evidente. Al que se desvíe de la norma le van a caer palos de todos los lados. En las ciudades simplemente la gente no te conoce. Si por ejemplo no encajas en los moldes de género, o de forma de pensar o de vivir, los intentos de meterte en ese molde son muy jevis y pueden llevar a cosas muy graves.
Eres crítica con el posible efecto paralizante de las distopías. De la necesidad de construir caminos de cambio, incluyendo la ciencia ficción, escribiste en tu ensayo Utopía no es una isla. ¿Hay espacio para un terror o fantástico emancipatorio?
Creo que es necesario darnos herramientas. Se está haciendo bastante y yo lo disfruto. Miéville es un ejemplo claro en el género fantástico. En Nuestra parte de noche de Mariana Enríquez es evidente el componente de clase y las referencias a la dictadura y el colonialismo. En Come tierra de Dolores Reyes aparece clara la cuestión de clase y género, en los relatos de María Fernanda Ampuero hay terror antipatriarcal, antirracista y anticapitalista, y en Mónica Ojeda, sobre todo en Mandíbula. Temporada de huracanes y Páradais de Fernanda Melchor son increíbles. En cómic me ha gustado Costas salvajes, una maravilla, sobre vampiros en la India colonizada por el imperio británico. Y en cine, Vuelven, de la mexicana Issa López.