'Los testamentos' de Margaret Atwood: un final de 'El cuento de la criada' apto para todos los públicos
Margaret Atwood publicó El cuento de la criada en 1984, un año con grandes ecos distópicos y orwellianos. Sin embargo, esta historia de la República teocrática de Gilead en la que las mujeres habían perdido todas sus libertades y habían quedado confinadas como meros recipientes de reproducción, no fue un éxito mundial. Nada que ver con lo que sucedió con el libro más de treinta años después, con el estreno de la serie de televisión protagonizada por Elizabeth Moss. La novela de Atwood era un artilugio literario concebido a partir de flashbacks, de reflexiones de la protagonista Defred / June y con un tempo lento y poco dado a los diálogos. La lectura planteaba una exigencia que la serie televisiva cambió por completo.
Después de que los trajes de las criadas se hayan convertido en paradigma del movimiento feminista, de que la novela se haya hecho un hueco comercial que anteriormente no tuvo y de que miles de artículos equiparen ciertas desigualdades con el régimen de Gilead, Atwood publica una segunda parte, Los testamentos (Salamandra) que responde algunas de las preguntas planteadas en la primera novela –¿qué pasó con Gilead? ¿con Defred / June? ¿y con los niños y niñas nacidos en el régimen?– sin demasiadas metáforas. La nueva novela es clara, sencilla, donde prima la trama frente a la forma y a la que el lector se sube como en una montaña rusa esperando sentir únicamente emociones. Un thriller muy entretenido, pero al que le falta la hondura de la novela primigenia.
Si bien la narradora de El cuento de la criada era Defred, la criada del comandante Fred y de su esposa Serena Joy que no era capaz de asimilar qué hacía en esa nueva sociedad en la que las mujeres se veían sometidas a violaciones con el fin de concebir hijos, en esta ocasión la trama se sitúa quince años después contada a partir de tres voces: Daisy, una adolescente que vive en Canadá y que acude a las protestas contra el régimen de Gilead; Agnes, una niña nacida en el propio Gilead; y Tía Lydia, personaje de la primera novela que cuenta cómo llegó a Gilead y puso en marcha su sistema de control sobre el resto de las mujeres.
El inicio de la novela marca su tono: todas las cosas que se van a narrar van a tener un giro hacia mediados de la historia. No sé si Atwood lo ha hecho a propósito para no dar demasiado que pensar al lector o si es el Macguffin para seguir leyendo. Lo cierto es que la escritora consigue que, en pocas páginas, nos adentremos sin esfuerzo en una historia que tiene más de misterio que desvelar que de crítica distópica.
Como ocurre en la primera novela, hay dos bandos, los que defienden Gilead y la resistencia, que se encuentra tanto dentro como fuera de la República. Ambos confluyen en los personajes de Daisy y Agnes, que en ocasiones parecen demasiado estereotipados: la rebelde que vive en Canadá y no puede entender Gilead y la niña de dentro que cree a pies juntillas en el sistema porque así se lo han enseñado. Apenas hay cambios en estos caracteres hasta casi el final de la novela.
Quizá el personaje más notable es de la Tía Lydia, que en El cuento de la criada era un ser malévolo, fanático y que resumía lo peor que las mujeres pueden hacer con respecto a otras mujeres. En cambio, en esta ocasión Atwood se compadece de ella y explica cómo era antes de entrar en Gilead y cómo se convirtió en la capitana del ejército de las Tías. No es, por tanto, un personaje monocromo, sino que deja escapar aristas que no aparecían en el primer libro. Un inciso: los hombres tienen muy poca presencia en Los testamentos, y la mayoría de los que aparecen no son personas detestables, sino todo lo contrario.
Tras un inicio vertiginoso, las novela surca cerca de 200 páginas que parecen un relleno a base de brochazos en el que se insiste en la lectura que se ha hecho hoy de El cuento de la criada: régimen sin libertades para la mujer, que ya no puede trabajar, que ni siquiera puede sentir deseos y cuyo máximo fin es engendrar y ser una buena esposa. La insistencia podrá afianzar un posicionamiento en el lector, pero a veces resulta demasiado simplón (y repetitivo: esto ya estaba escrito). Este nudo lleva a un final en el que la historia vuelve a tomar velocidad y en el que Atwood encaja todas las piezas que a buen seguro el lector ya sabe a estas alturas cómo van a encajar.
En definitiva, la narrativa de Los testamentos más que una hija de la primera novela parece haber salido del vientre del formato televisivo, cuyas cualidades son diferentes a las del artefacto literario. Esto no significa que sea una mala novela. Atwood tiene sobradas tablas para embozar una historia muy bien hilvanada y atractiva, y lo consigue. Seguro que descansa en un buen número de mesillas de noche, pero siempre va a adolecer de hija un poco bastarda de una novela que planteaba muchas preguntas y tenía una crítica contundente. A veces obtener las respuestas no es tan necesario.
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