Pablo Carbonell nació hace 53 años, una edad algo temprana para ponerse a escribir unas memorias o, según se mire, tal vez la más conveniente para no olvidarse. Como sea, medio siglo es tiempo suficiente para haber tomado algunas d
ecisiones vitales. El mundo de la tarántula es el resumen de un ir haciendo y sobre todo de un ir buscando. El qué no se sabe. Promesas de electricidad. Tal vez Pablo Carbonell está huyendo. Sus maneras sobre el papel son, aunque sin tantos ademanes, las mismas que le conocíamos delante y detrás de las cámaras: una postura entre lo desvalido y lo irreverente y el orgullo –no queda otra- de una existencia en apariencia sin conflicto pero entreverada de angustias. O como mínimo regida por una esencial: la que hace al cómico.
Payaso con careta de alegría
En los primeros ochenta, Pablo Carbonell acostumbraba a subir todas las noches al escenario del Casi-Casi para improvisar sus paridas. Aquellas intervenciones espontáneas cosechaban tan buena respuesta de los parroquianos que el dueño del local, Many Moure, con quien poco después fundaría Los Toreros Muertos, le ofreció dos mil quinientas pelas cada velada por hacer lo que ya estaba haciendo. De pronto Carbonell se sintió como una foca aspirando a su sardina. Se puso triste.
Carbonell ha intentado eludir siempre la trampa embrutecedora del trabajo y para ello ha tenido que trabajar mucho. Así, saltando de Cádiz a Huelva o de Valencia a Sevilla, en el libro recoge sus primeras vivencias como actor callejero, donde se cuajó la sociedad prácticamente fraternal que mantendría con Pedro Reyes. Apunta su incursión frustrada pero nutriente como dibujante en la Barcelona luminosa de El Víbora, los fanzines o un pasacalles con La Fura dels Baus. La vuelta al Madrid de la Movida y las consecuencias del garrafón del Rock-Ola o el primer beso antes las cámaras en La bola de cristal, que se lo llevó Alaska.
En la aventura musical, uno de los ejes del libro, dará sus mejores momentos cuando tome el desquite con el vertedero mafioso de Los 40 Principales y en las accidentadas giras de Los Toreros Muertos por México y Colombia, donde la vida es barata y la pasión un principio, y en su faceta como reportero en Caiga quien caiga recordará cuando se las tuvo que ver con criminales de altos vuelos, se cuestiona si pudo tener algo de culpa en la popularidad de Esperanza Aguirre, relata una psicotrónica comida en Moncloa auspiciada por un Aznar dispuesto a la invasión de Irak y nos regala una delirante anécdota en Beverly Hills donde el pelagatos que más tarde acabaría presidiendo España, por entonces ministro de Educación y Cultura, le pedirá consejo sobre cómo comparecer ante las cámaras…
En el otro extremo del espectro, jefes de la vida humana como Fernando Fernán Gómez, Poch, Lola Flores y encuentros con David Byrne o Woody Allen. El veneno de la interpretación, momentos de gloria como cuando puesto de ácido y metido en faena compuso el “Ay qué gustito pa’ mis orejas” que luego popularizaría Raimundo Amador, o la urgencia, cuando dirigió Atún y chocolate, de transmitir la luz inexplicable de su Cádiz natal. El libro lo recorren imágenes de poder que van del “espectro de la playa” al mero haz de una linterna en la carretera (lean el libro) pasando por esa deslumbrante metáfora ausente de retórica cuando durante un concierto en Bogotá, “para rematar una de las canciones, lancé mi sombrero al aire, abrí los brazos y, por uno de esos milagros que suceden en la vida, cayó sobre mi cabeza encajándose perfectamente”.
Los amigos primero
Practicante de la picaresca y aficionado al miserabilismo como única doctrina capaz de enunciarnos, Carbonell lleva toda la vida enmarañado en el asunto del lenguaje, enfrentando la envidiable elocuencia de El Gran Wyoming, uno de sus principales valedores, a la ausencia deliberada de palabras del mimo, buscando el equilibrio entre la onomatopeya de Pedro Reyes y la precisión poética de Javier Krahe, grandes amigos a los que perderá mientras está escribiendo.
Entre los recuerdos presentados como pequeños relatos, el autor no puede sustraerse de la vida sucediendo, saltea reflexiones y busca reconocerse en cada página. Razonablemente preocupado por salir airoso del examen de conciencia, se pregunta a menudo si “volvería a hacerlo”, para a continuación responderse sobre la marcha, mientras escribe, dilucidando en qué pudo haberse equivocado y celebrando sin fanfarria aquello en lo que se mantiene firme. Hoy muchos de sus quiebros llevarían a cualquier profesional de la psicología que fijase su mirada estabuladora en la mirada atónita de Carbonell a diagnosticarle como una caldereta sin fondo, pero lo cierto es que este hombre nació sin vergüenza y tocado de lucidez, una forma de lunatismo que permite manejarse en la vida incluso a pesar de uno mismo. Por si alguien albergará suspicacias sobre lo que se cuenta o deja de contar, ya muy avanzado el libro deslizará la confesión de que ha operado su alopecia y todo cobrará garantía de veracidad.
El pasado es un entorno controlado en el que reflexionar sin prisas. Cincuenta y tres años no parecen suficientes para enfrentar unas memorias porque a esa edad todavía no se es inmune a las molestias del ahora y el ejercicio retrospectivo corre el riesgo de convertirse en añoranza del vigor, pero siempre cabe la posibilidad de que la serenidad de la vejez no llegue nunca, había que ponerse. Carbonell ha resuelto con un libro tierno y feroz donde se despliega esa capacidad suya para convocar el absurdo, despojar a la realidad de su sentido aparente y retribuirle el esencial.
El mundo de la tarántula se abre con la receta de un pisto y la narración se irá desacelerando cuando el autor se alcance a sí mismo, con la irrupción de la vida misma en la muerte de su hermana Nuria. Y es en ese duelo donde el libro se verá mejor templado y se hará vibrante, cuando de pronto se entienda como un diario íntimo y nos lleve a determinar que Pablo Carbonell, un joven de apenas 53 años, es además de un generoso artista un individuo transparente e inmediato que todavía tiene mucho por escribir en presente de indicativo.