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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

La lucha surrealista del pueblo de 'La lluvia amarilla' por recuperar su iglesia

“Y, entonces, sobrecogidos, casi sin ánimo para acercarse a ella, contemplarán de lejos el pórtico invadido de zarzales, las maderas podridas, el tejado vencido y el sólido bastión de la espadaña que todavía se yergue sobre la destrucción y la ruina de la iglesia como un árbol de piedra…”. Cuando el escritor leonés Julio Llamazares describía en 1988 las ruinas del templo de un pequeño pueblo del Pirineo de Huesca, en realidad se dejaba impresionar por la decadencia de la iglesia de Sarnago, un municipio situado en la comarca peor tratada de la provincia más olvidada del país, Soria. Han transcurrido más de tres décadas y el trágico augurio de La lluvia amarilla —la novela que ha recobrado su vigor en plena sangría demográfica del mundo rural español— sigue pesando como una losa. Sarnago brota de nuevo, sí. Pero no su iglesia, que actualmente es una limpia, cuidada y bella… ruina.

“Recuerdo de cría ir a misa por las mañanas, después a la escuela y, por la tarde, al rosario. La iglesia está ahora toda caída, pero era muy bonita”. Milagros Jiménez rememora los durísimos años de niña en Sarnago, donde ahora permanece, como todos los años, hasta la fiesta de Todos los Santos. Paradójicamente, guarda el mejor de los recuerdos de aquella época. “Con diez añitos, ya iba de pastora, como los demás. Teníamos que acarrear con las caballerías, trillar con el trillo, segar a hoz…”, describe Milagros. Los vecinos de Sarnago vivían, en los años sesenta, lejos de cualquier perspectiva de progreso. “Aquí decíamos: ¿Qué carrera vas a coger? La del bastón, la cachava y las ovejas”. No había margen para elegir, ni para soñar.

Pero como cualquier situación difícil siempre es susceptible de empeorar, al pueblo de las Tierras Altas sorianas le ocurrió lo que al resto. “Era un pueblo majo, había bastante (llegó a tener 450 habitantes y dos entidades anejas). Vivíamos de la ganadería y sembrábamos trigo, cebada, centeno, patatas… Pero llegó un momento en el que no había para todos y la gente comenzó a emigrar”, relata con lástima Milagros. “Cada semana se iban dos o tres familias”, corrobora José María Carrascosa, presidente de la asociación cultural que lucha, desde hace más de cuatro décadas, por evitar la muerte de Sarnago. El caso es que solo se quedaron las personas mayores, los jubilados. “Los hijos se los llevaron, unos a Calahorra, otros a Tudela o a Zaragoza”, enumera la vecina. Todavía adolescente, ella acabó también partiendo con sus padres a Pamplona. “Tuvimos suerte y, aunque mi padre era ya mayor, consiguió trabajo. Yo, como el resto, entré a servir en una casa”, detalla.

El último habitante

De regreso a Sarnago, la situación no hizo sino empeorar. Hasta que en abril de 1979 falleció el último habitante de la localidad. La voluntad del ya célebre Aurelio Sáez de continuar allí hasta el final de sus días —traicionado por la pobreza y la emigración— inspirarían el relato de Llamazares. “En 1985, la iglesia comenzó a tener goteras. Fue la última vez que celebramos misa en el interior”, precisa José María Carrascosa. Aquello se convirtió también en el inicio de una lucha interminable, surrealista, por evitar, sin fortuna, la imparable destrucción del edificio, el “árbol de piedra” que refiere la novela. Los vecinos se ofrecieron a reparar la cubierta si el obispado de Osma-Soria les facilitaba los materiales. Pero la suerte del templo de San Bartolomé ya estaba echada. No hubo noticias.

Nada ocurrió hasta que los vecinos, cansados del silencio de la Iglesia, decidieron iniciar una cruzada por rescatar el templo. En 2010, la asociación cultural de Sarnago solicitó formalmente la cesión. “No hubo manera y no hay manera. Únicamente nos propuso una cesión de diez años para uso exclusivamente litúrgico, con un montón de condiciones”, afirma Carrascosa. El pueblo estaba pensando en un proyecto distinto: reconstruir la iglesia y convertirla en un centro cultural, “también para celebrar misa, por supuesto”.

De hecho, un miembro del colectivo, aparejador de profesión, había incluso calculado la inversión adecuada para conseguirlo, unos 300.000 euros. “No tenemos ni un duro, pero lo haríamos por fases, empezando por la limpieza y la consolidación”, se sincera el presidente de la asociación cultural. Difícil, pero no imposible. Y si no, que se lo pregunten a los vecinos de Fuenteodra (Burgos). El obispado aparentaba no tener mayor interés en San Bartolomé ni en su futuro. Acaso alguno. “Solo dos años después de pedir la cesión, inmatriculan la iglesia, pero ni siquiera como templo, sino como solar, porque ya estaba desacralizada”, puntualiza el responsable.

Todo un sainete

Para entonces, San Bartolomé había iniciado ya su particular proceso de autodestrucción. La espadaña que describía Llamazares en La lluvia amarilla terminó por ceder. Cayeron las campanas que Milagros recordaba tocar cuando era solo una niña. Y aquellas circunstancias se convirtieron en el guion perfecto del mejor sainete. Porque los vecinos no se quedaron de brazos cruzados. Pusieron en marcha varias hacenderas —antiguos trabajos colectivos— para recuperar la pila bautismal de entre los escombros, mantener a resguardo los restos de la espadaña con la pequeña grúa de un voluntario o trasladar las campanas al museo etnográfico que la asociación había construido en la antigua casa del maestro. “A la primavera siguiente, vinieron del obispado y nos recordaron que las campanas eran suyas. Les respondimos que debían ponerlas donde era su sitio y que nosotros no las queríamos para nada; que no pensábamos venderlas, cosa que quizá ellos…”, describe, todavía dolido, José María Carrascosa.

Pese a todo, hubo un momento en que las posiciones quizá estuvieron cerca de confluir. El problema de fondo, según los vecinos, es que el obispado “no confiaba” en ellos. La iglesia dudaba en ceder el edificio a la asociación cultural que había rescatado a Sarnago de una muerte segura, cuyo empeño a lo largo de más de tres décadas ha logrado llamar la atención de la asociación Hispania Nostra —que incluyó San Bartolomé en su Lista Roja de monumentos en peligro, más por la actividad vecinal que por el valor histórico de las ruinas— o de Icomos, órgano asesor de la Unesco, que recientemente ha reconocido el incansable trabajo del colectivo.

La Iglesia no terminaba de fiarse de qué ocurriría si, eventualmente, la asociación acababa por disolverse. “Les ofrecimos acudir a la notaría para firmar un acuerdo por el que el templo volvería a manos del obispado”, aseguran desde la asociación. La institución religiosa desconfiaba, igualmente, del futuro uso que podría tener el inmueble. Una duda que no deja de ofender los vecinos. Finalmente, “nos dijeron que se fiaban más de un ayuntamiento”. Así que los vecinos de Sarnago acudieron a San Pedro Manrique, municipio del que pasaron a depender tras la disolución administrativa. “En aquel momento, el equipo de Gobierno estaba por la labor, pero mientras preparaban los papeles de la notaría, cambió el alcalde y ya no han querido volver a saber nada”, describe Carrascosa.

La historia no acaba aquí. Con la iglesia de San Bartolomé prácticamente en el suelo —solo permanecen en pie tres muros— los vecinos de Sarnago decidieron apuntalar los restos para evitar futuros desprendimientos y el consiguiente peligro para los viandantes. La labor trascendió a los medios de comunicación, circunstancia que añadió un amargo epílogo. “Recibimos una reprimenda impresionante, el obispado nos recriminó que quiénes éramos nosotros para meternos en un sitio que no era nuestro”, rememoran con amargura. “Fue algo surrealista”, valora Carrascosa. Así que solo quedaba acudir al papa Francisco para ponerle al corriente de sus pretensiones. Eso fue hace dos años. El nuncio vaticano les prometió ponerse sobre ello. Aún no hay noticias. “Al menos, esta vez nos han contestado”, se consuelan en Sarnago.

'Coworking' y mirada al futuro

A pesar de las energías gastadas en balde con el frustrado proyecto de la iglesia, Sarnago no ha perdido el tiempo en estos años. Actualmente, más de veinte viviendas están “arregladas” y son habitadas en el buen tiempo. “Mantenemos las casicas de los padres, venimos, nos reunimos y estamos a gusto”, valora Milagros Jiménez. Por el camino, un enorme esfuerzo para traer el agua y la electricidad… incluso internet. De hecho, actualmente están esperanzados en poder recibir fondos europeos para habilitar una vivienda desde la que se pueda teletrabajar de manera temporal, un proyecto de “coworking” con el que Sarnago aspira a tomar el testigo del último habitante permanente del pueblo, Aurelio Sáez. Porque el problema es que “los jóvenes también vienen, pero se tienen que volver por trabajo”.

Por el camino, el pueblo soriano —cuya asociación es de las más activas de la provincia castellano-leonesa, con más de 200 miembros— ha dado vida a su museo etnográfico, publica anualmente una revista de contenido cultural y ha recuperado la tradicional fiesta de Las Móndidas. Recientemente, invitaron al escritor Llamazares para ofrecerle un cálido reconocimiento. ¿Les ha beneficiado la publicación de La lluvia amarilla? “Nos ha venido bien, porque a pesar de la dureza de la vida que describe, siempre hay que extraer algo positivo”. El colectivo soriano cree que la novela ha contribuido a rescatar el municipio de un olvido definitivo. No deja de llamar la atención que Sarnago sea la excepción en la comarca de Tierras Altas, el pueblo de la zona que se ha negado a desaparecer, como sí lo ha hecho una larga nómina de despoblados, desde Fuentebella a Buimanco, Villarijo o Valdemoro. Ese sí es hoy el verdadero escenario fantasmal que Llamazares inmortalizó con maestría en su novela.