Martín Chirino (Las Palmas 1925) ingresó esta tarde en la Academia de Bellas Artes como “herrero, artesano y señor del fuego”, forjador de la nueva escultura del siglo XX y creador de una obra “recorrida por un hambre de belleza, una persistencia estoica y una fuerte identidad”.
El escultor de la Espiral, de 89 años, leyó un emocionante discurso de ingreso, titulado “La Fábula del Herrero”, un relato de su vida y su obra, marcada de principio a fin por las raíces de sus orígenes.
Fue contestado por el escultor Juan Bordes, quien señaló que la escultura de Chirino, a fuerza de ser moderna, es ya clásica. Este también escultor canario, le propuso como académico honorario el pasado mes de febrero junto con Francisco Calvo Serraller y Venancio Blanco, académicos que le acompañaron al estrado desde la entrada.
“Quise ser -dijo Chirino- continuador de la tradición de la escultura más antigua, escultor herrero, heredero de Hefestos, forjador del escudo de Aquiles”. Y continuó empleando un certero termino de Mircea Eliade: “Me convertí en herrero, artesano y señor del fuego” y “Martillo en mano, en constante reflexión sobre este material duro y hermoso, el hierro, que lleva consigo el alma de todos los herreros del mundo y el peso de la tradición de toda una mitología”.
A la Espiral, descubierta de niño en la playa de Las Canteras, en los remolinos de arena que el viento levantaba, y que más tarde encontró grabada en las rocas basálticas de la isla por los primeros pobladores de las islas, los guanches, dedicó parte de su discurso.
“La Espiral -afirmó- apareció un día y se implantó con fuerza en toda mi obra (...) La magia de la Espiral del Viento, hallazgo de mis ancestros, surge inscrita en la dureza de la roca basáltica del Julán, Teneguía o la Zarcita como herencia viva para la complicada y difícil interpretación de una patria”.
Su discurso lo había comenzado con una cita de Ortega y Gasset, a partir de la cual, afirmó, llegó a entender el significado de la perseverancia, credo y norma de su trabajo: “Haz que me apoye en algo, le dice la obra al autor, haz que viva fuera de mi profundamente, haz que sea (...) una cosa, un árbol, un edificio, una montaña, un universo. Estas son en realidad las obras geniales: partes del mundo”.
Mas adelante leyó un texto suyo publicado en 1959 en la revista Papeles de Son Armadans. “...aquí es donde arranca mi obra. En la tierra inestable que piso, ella es para mí una referencia sólida (...) la sitúo en el paisaje infinito, como el árbol o la piedra. En esta similitud, mi obra no es un gesto sino una presencia”.
La fábula de Martín Chirino tiene como protagonista a un soñador, perseverante y errante, que desde muy joven sintió la necesidad de marcharse de las islas, primero a Londres y luego a París y más tarde a Nueva York, poseedor de “un principio estoico que le ata a la tierra de la que procede, tierra de naturaleza fuerte, resistente y un tanto precaria”.
Su obra, en palabras de su profesor el escultor Ángel Ferrant, nace de una herencia de culturas históricas y del sentimiento de una identidad geográfica.
“Desde lo particular, hacia el universo, este ha sido el leitmotiv de mi quehacer como escultor”, dijo.
“Hoy me doy cuenta de que la interpretación de toda mi obra tiene huellas reconocibles en la historia del hombre que soñó de niño que el horizonte podía desplazarse y que todavía aún cree en el hermoso delirio de su sueño”.
Desde la atalaya del tiempo, rememoró su fascinación de niño por los cascos de hierro de los barcos varados en los astilleros del Puerto de la Luz, donde trabajaba su padre, sus primeras visitas al Museo Antropológico de Las Palmas, que le hicieron reflexionar sobre Canarias y la actitud del isleño, de donde deviene su vocación entre el amor y el rechazo a su tierra.
No dejó sin citar los días en que “el orden establecido, haciendo uso de la fuerza, imponía criterios que la mayoría aceptaba mansamente ante el terror de la bayoneta”, recuerdos vivos, dijo, “que me atormentaban y que aun hoy siguen latentes en mi manera de ver e interpretar el mundo”.
En París, a principios de los cincuenta, vivió uno de los momentos claves de su vida de escultor, cuando la obra de Julio González le impactó violentamente y le enfrentó a la tradición española del hierro forjado .
Años después le llevó a conseguir dibujar en el espacio con el duro material ligeras formas aladas, momento en el que la espiral se abrió para flotar en los Aeróvoros, como el horizonte distorsionado de la metáfora del sueño.
Influencias importantes, “padres sagrados”, dijo, fueron Julio González, pero también Malevitch, Mondrián, El Lissitzky y los constructivistas. Y la experiencia de El Paso, grupo al que se incorporó en 1958, en el que el diálogo y la confrontación les llevó por los complicados derroteros del arte nuevo.
La llegada de la democracia le liberó de la preocupación y de la presión de los grupos y surgieron las Atlánticas, los Homenajes, las Alfaguaras, los Árboles, las Cabezas de una crónica del siglo XX, en una reflexión sobre el arte moderno y la obra de artistas como Julio González, Gargallo, Juan Gris o Brancusi.
“Menos es más sigue siendo mi máxima. Este concepto me impulsa a desear que la materia adquiera una mayor levedad”, dijo y terminó su discurso volviendo al principio, como si fuera una espiral:“ Vuelve a mi mente, de nuevo, la cita del maestro para situar mi escultura en el paisaje infinito, como el árbol o la piedra. En esta similitud mi obra no es un gesto, sino una presencia”.