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Una de las mayores colecciones robadas por el franquismo decora el Instituto Ramiro de Maeztu de Madrid

Peio H. Riaño

19 de octubre de 2022 22:41 h

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“Adelante, entra”. Jesús Almaraz nos invita a pasar al cuarto que ocupa desde el año 2015, cuando llegó a la dirección del Instituto Ramiro de Maeztu, en Madrid. Lo ocupa como antes lo hicieron los directores que lo precedieron en el cargo, sin mover el escritorio de su sitio, ni un cuadro ni las butacas. Ni mucho menos ese gran tapiz cosido por la Real Fábrica de Tapices, que cuelga en la pared que puede ver si levanta la vista de la pantalla del ordenador. Es el único síntoma de siglo XXI que tiene este espacio, que claramente no ha hecho la Transición. Jesús acaba de enterarse de que el mobiliario de su despacho fue robado durante los primeros años de la posguerra, al año de fundarse el instituto en el que trabaja.

Los paisajes interiores de la cúpula del franquismo eran así, imperiales, nobles, castellanos. De madera. La conversión del país al nacional-catolicismo fue un asunto de Estado, pero también de muebles. Antes del 6 de agosto de 1941 el despacho del director Almaraz era diferente. Ese día llegó al instituto la primera camioneta procedente de la Comisaría del Servicio de Defensa del Patrimonio Artístico Nacional (SPDAN). Cargaba tres espejos de dos metros, sillones de madera con respaldos tallados con figuras de la Virgen y un santo, dos armarios de tres cuerpos estilo imperio con puertas de luna, varios arcones, cinco jarrones de Talavera y, entre los 64 bienes, dos butacas y seis sillas tapizadas. Podrían ser las que acompañan al tapiz en la estancia que el director cierra con llave cada vez que la abandona.

En aquella camioneta viajaba Luis Ortiz Muñoz (1905-1975), el protagonista de esta historia. Portaba un folio firmado por el ministro de Educación, José Ibáñez Martín, que le daba carta blanca para escoger y llevar. Ortiz era el director del Ramiro de Maeztu pero también su mano derecha en el Ministerio. Obtuvo el privilegio de elegir lo que le gustase y llevárselo sin dar explicaciones ni pagar nada.

Los bienes no eran del instituto recién bautizado, eran las posesiones requisadas a miles de particulares por la Junta del Tesoro Artístico republicana para protegerlas y evitar su destrucción. Una vez termina la guerra, las víctimas de la represión franquista pierden sus propiedades y pasan al depósito de la Comisaría general.

Decorar la educación

Durante año y medio Ortiz Muñoz perpetuó una de las mayores movilizaciones de arte robado en la posguerra: más de 300 bienes de todo tipo y 65 cuadros. La camioneta cruzó una y otra vez la ciudad de Madrid, cargada con decenas de objetos y un único destino: el instituto de enseñanza Ramiro de Maeztu y la residencia de estudiantes Generalísimo, en Madrid. La macroperación orquestada y firmada por Luis Ortiz Muñoz fue parte de la destrucción del modelo educativo republicano. El laicismo, la coeducación, el europeísmo y el aperturismo a otros idiomas fueron arrasados. Las instalaciones, inauguradas en 1931, dejaron de ser parte del proyecto del Instituto-Escuela de la República tres días después de la victoria franquista.

El centro fue bautizado en homenaje al escritor vasco, autor de Defensa de la Hispanidad (1934), que defendía un patrón basado en valores de los siglos XVI y XVII, que aspiraba a la “reconquista espiritual” de España y América, que pensó en un país armado en el hormigón católico, que instauró un movimiento de regeneración regresiva al pasado imperial como salvación. Ese ensueño colonial se remató con la reforma educativa de 1945 que lo atornilló al dogma y la moral católica.

En el antiguo instituto laico en el verano de 1941 desembarcaron santos y santas, escenas bíblicas y otros mitos cristianos. No era casual. Luis Ortiz, haciendo real la Hispanidad, en la decoración y en los planes de estudio. La educación fue una de las herramientas manipuladas por el franquismo para transmitir sus valores. Y Ortiz formaba parte de la cúpula de la reconstrucción ideológica de la nueva España, la que había aniquilado a la progresista. La enseñanza de la historia fue uno de los capítulos más eficaces en el adoctrinamiento de los jóvenes españoles gracias a un relato maniqueo y revisionista. En los libros de texto aparecieron nuevos iconos como Pelayo, el Cid, Colón, Santa Teresa de Jesús, Isabel la Católica, Carlos V o Felipe II.

La culminación de esta fórmula educativa fue la instalación de la primera estatua ecuestre de Francisco Franco a la entrada del instituto y residencia infantil que llevaba el nombre de “Generalísimo”. La instalación en 1942 —un curso después de haber abierto el centro— de la figura de bronce fue a propuesta del ministro Ibáñez Martín, a buen seguro, alentado por Luis Ortiz, que se encargó de levantar el monumento ahí y posiblemente de la epigrafía en latín incrustada en el pedestal: “Fortalecido por la áspera milicia, el Vencedor avanza en su caballo, devolviendo la paz a los españoles, con la cual haga tornar las artes más humanas y los jóvenes, con fiel obediencia, aprendan a sufrir tantos trabajos por la Patria”. El 12 de octubre de 1946 Franco visitó el Ramiro de Maeztu y “los chicos despidieron al Caudillo con vítores y aclamaciones y agitaron sus pañuelos blancos, acompañado del subsecretario de Educación Popular, señor Ortiz Muñoz, artífice del resurgimiento del instituto”, revela una de las crónicas de entonces. Franco, el “ejemplo supremo”, fue descabalgado de la vista de los alumnos en 1987.

La camioneta hasta arriba

La orden del ministro que Ortiz Muñoz entregó al comisario le hizo saber que tenía el deber de entregar al director del Instituto Nacional de Enseñanza Media Ramiro de Maeztu “el material que necesite en mobiliario, enseres y otros objetos”. El titular de Educación otorgaba a Ortiz Muñoz la potestad de 'escoger' del depósito lo que le apeteciera. A pesar de que nada era de su propiedad. La complicidad entre ministro y secretario permitió a Ortiz Muñoz actuar sin que nadie en Comisaría le reclamara demostrar la propiedad de todo lo que se apropiaba. La relación entre ambos no fue una casualidad, les unían sus profundas convicciones cristianas. El mismo mes en que fue nombrado ministro, a Ibáñez le faltó tiempo para designar secretario técnico del Ministerio de Educación a Luis Ortiz.

Así que no hubo reparo a los caprichos. Según las órdenes, los bienes robados debían servir para decorar al gusto el instituto y la residencia. El siete de agosto de 1941 volvió a llenar la camioneta, pero en el Museo Nacional del Prado. En la pinacoteca seguían, dos años después del final de la guerra, miles de bienes que las víctimas del franquismo se habían visto forzadas a olvidar. Otros 13.000 ya habían sido entregadas a los propietarios que pudieron quedarse en el país, tras la victoria del ejército sublevado.

Ese día Ortiz recorrió los pasillos donde se apilaban los cuadros y fue eligiendo. Cargó la camioneta con un guerrero a caballo, un crucificado, una inmaculada, un paisaje con diligencia, el martirio de un santo, una escena del Nuevo Testamento, varios paisajes, la adoración de los reyes, otra de los pastores, un descendimiento, un san Bernardino y san Ramón, un san Carlos Borromeo, una purísima y la cabeza de un perro, entre las 31 pinturas que los operarios metieron en el vehículo con dirección al Ramiro de Maeztu. Los inventarios franquistas son así de limitados: apenas una descripción literal y las medidas. Curiosamente ninguno de los bienes indican la procedencia original. De esta manera, la restitución a sus dueños es prácticamente imposible.

Un instituto-museo

En una vitrina que Jesús Almaraz tiene hoy en su despacho asoma un Cristo de marfil que podría ser el del siglo XVII que se llevó Ortiz en su primera incursión en el mundo de los almacenes. El edificio fue declarado Bien de Interés Cultural en 1978 y esa protección también la han aplicado a los bienes heredados del expolio. En las zonas comunes de alumnos no hay rastro de estas piezas, pero en cuanto se cruza el umbral de las estancias dedicadas a los profesores aparece la reliquia decorada por el franquismo con la madera, los muebles, los butacones, los sillones y las pinturas. Entre los cuadros expoliados aparecen de vez en cuando copias de cuadros importantes como la vista de santa Justa y Rufina, de Murillo, o el retrato de Isabel Clara Eugenia, de Sánchez Coello... Son las copias que usaron las Misiones Pedagógicas por el interior de España.

En las zonas comunes de alumnos no hay rastro de estas piezas, pero en cuanto se cruza el umbral aparece la reliquia decorada por el franquismo con la madera, los muebles, los butacones, los sillones y las pinturas

Este centro es un instituto-museo. Aparecen en las salas de reuniones, en los cuartos reservados para secretaría, asoman en los pasillos que menos esperas. El actual director del instituto público ya nos había advertido por teléfono que el colegio conservaba una colección de pintura. También asegura que conservan a la perfección todas las obras de arte. “Ahora, no me hables de temperatura y humedad ni esas cosas”, dice. Al salir del colegio volvemos a los inventarios para intentar reconocer alguno de los objetos. Ahí está, el gran tapiz que cuelga en su despacho. Es de la remesa del 13 de mayo de 1942, en la que se registra la marcha de tres tapices. Uno de ellos es “horizontal con floresta y animales”.

En nombre de la fe

Ochenta años en el colegio y nadie ha reclamado la devolución de las obras. Son la piel de un centro que pareciera haberse quedado a un paso de hacer la Transición. Como si el espíritu de Luis Ortiz siguiera ahí, en cuerpo y mueble. Como si el centro no se hubiera apeado de la salsa preferida de Ortiz, que en 1940 escribió y publicó Glorias imperiales. El imperio de la Hispanidad, un panfleto distribuido gratuitamente en todos los colegios. Con una portada que era todo un poema imperial: un caballero con armadura montando un caballo ante la mirada de unos indios americanos, con el águila de san Juan al fondo, como símbolo del imperio. Y hasta el monasterio de San Lorenzo de El Escorial presente para defender la idea de la monarquía tradicional.

“Esa nación que ves en el mapa fue un día un gran Imperio. El mayor de los imperios que han existido en la historia. Y lo fue para hacer cristianos a muchos pueblos, para llevarlos a Dios. Cuando oyes ahora decir que España quiere ser un Imperio, es esto. Conducir otra vez a Dios al mundo, alejado de Él; unir a todos los hombres en la fe cristiana, apartándolos de los vicios y de los errores; vencer como ha vencido en la guerra el Caudillo Franco a los rojos, a todos los que pretenden destruir la Religión Católica, que hizo a España el mayor de los imperios”. Esto es un extracto de la obra escrita por Ortiz. Aseguraba a sus alumnos que España no fue al Nuevo Mundo a enriquecerse, como hicieron otras naciones. España fue “a ganar para Dios las almas de los indios”.

Un ímpetu insaciable

Un día más tarde, el 8 de agosto de 1941, Ortiz vuelve con el camión al depósito del Prado y se lleva un taquímetro marca Gabrüder Winter Gungingen Bohnz, una mesa de centro, un ánfora ibérica, un espejo ovalado, una vitrina de concha con aplicaciones de bronce, otro arcón tallado y un proyector de diapositivas, entre los 17 bienes.

Deja pasar una semana y repite la jugada. Se lleva otros 19 bienes. Entre ellos un biombo de terciopelo rojo, una carabela de madera antigua, dos sillones de madera tallada y un diván. Al día siguiente vuelve a por más. Esta vez, 43 objetos: un tintero con un caballo de metal blanco, una mesa de roble grande, tres jarrones japoneses, 18 piezas de cerámica y, entre otros, 12 cajones de positivas para proyectar. Da la casualidad de que los alumnos de Ortiz en el Ramiro de Maeztu —enseñaba griego— le recuerdan como coleccionista de diapositivas.

Estos inventarios, estampados con el sello del instituto, descubren un ímpetu insaciable para consumar la decoración institucional, con enseres demasiado frágiles como para formar parte del ajuar de un colegio. Lo que más sorprende de este expediente es la impunidad con la que sucedió una apropiación de estas dimensiones.

Una figura capital

Luis Ortiz Muñoz había estudiado Filología en la Universidad de Granada y trabajado como periodista en El Correo de Andalucía. Con la dictadura, y como miembro de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, se hizo profesor e inmediatamente se incorporó como director al Instituto Ramiro de Maeztu, entre 1940 y 1975. También militó en la Confederación Católica Nacional de Padres de Familia y Padres de Alumnos (CONCAPA), fundó la revista Hogar y fue nombrado en 1941 consejero nacional de Cultura; secretario técnico del Ministerio de Educación Nacional; en 1942, director General de Enseñanza Media del Ministerio de Educación Nacional; secretario de Servicio Español de Profesorado de Enseñanza Media; y secretario General del Consejo Nacional de Educación.

El franquismo le condecoró con una decena de grandes cruces, entre ellas la del Mérito civil, la de Isabel la Católica, la de Alfonso X el Sabio o la Orden imperial del yugo y las flechas –la misma condecoración de la dictadura que recibieron Hitler o Mussolini y que el PP pidió mantener durante la tramitación de la nueva Ley de Memoria Democrática–. En 1946, con el desplazamiento definitivo de los falangistas del seno del Gobierno franquista, el control de la prensa y la propaganda del régimen pasó a manos de los miembros de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, donde Ortiz era una pieza capital.

Debió conciliar su cara política con la cara docente sin mucha dificultad. Sus antiguos alumnos de griego lo recuerdan como un “humanista en toda la extensión de la palabra”. “Persona extraordinariamente culta y de una capacidad memorística extraordinaria y fuera de lo común”. Era capaz de recitar de corrido el Evangelio de san Juan... en latín. “Pienso que una de las primeras cosas a destacar en el carácter de Luis Ortiz es su extremada rectitud y los profundos valores morales que la sustentaban; era incorruptible. ¡Qué rara suena hoy en día esa palabra, sobre todo en un político!”, puede leerse en la página de alumnos del Ramiro de Maeztu de 1964.

Vuelta al negocio

Ortiz deja pasar el verano y el otoño de 1941 y el 3 de febrero de 1942 vuelve a la Comisaría general a por más: diez abanicos, un reloj de metal con una urna de cristal, un florero de porcelana (con las asas rotas), seis platos de porcelana calada (con fondo de escenas de niños), un elefante estilo oriental, tres piezas de porcelana para entremeses con dibujos de flores y mariposas, 33 copas para vino y 70 copas para champán entre los 180 objetos que hace desaparecer ese día con autorización del Comisario general.

Entonces llega mayo y decide regresar al Museo del Prado. Esta vez no espera siquiera una orden para llevarse lo que necesita. Se apropia de ocho cuadros de paisajes, bodegones y una vista de La Giralda. Los inventarios señalan que entre ellos hay una arquitectura sobre mármol del siglo XVII. Pero no debió quedar satisfecho y el 13 de mayo manda a por más cuadros, 14 en total. Ese día la camioneta hace varios viajes. Carga el vehículo con casi 80 objetos. Hay un par de candelabros de plata, cinco jarras de cristal tallado, un león y leona de bronce sobre pedestal de terciopelo rojo, un reloj de chimenea de bronce, un plato de Manises de reflejos metálicos roto, un plato de cerámica con el escudo de España, cuatro bandejas grandes, un tintero antiguo de Talavera, tres paneras de metal plateado, un florero de plata, una tetera, dos figuras meninas de cerámica de Talavera y dos tapices, entre otras cosas.

El viaje final

A finales de 1942 ejecuta la tercera oleada de apropiaciones de obra “huérfana”. En dos meses se lleva 12 cuadros y 240 enseres. Este último movimiento se hace posible gracias a las nuevas órdenes que recibe la Comisaría General. La primera vuelve a ser del ministro de Educación, que indica que “este Ministerio ha resuelto que de los objetos existentes en ese Servicio de Recuperación del Patrimonio Artístico Nacional, se entreguen, en calidad de depósito, al Instituto Ramiro de Maeztu los que se reseñan en actas”. Un depósito perpetuo.

Unos días más tarde llega otra orden. Esta vez es el director General de Bellas Artes: “Se autoriza al ilustrísimo señor don Luis Ortiz Muñoz, director General de Enseñanza Media, para que traslade con la camioneta del Instituto Ramiro de Maeztu los cuadros y objetos procedentes de la Comisaría de Recuperación, con destino al citado instituto sin perjuicio de que sea firmada mañana la orden ministerial”. Ortiz dispone de todas las facilidades administrativas en su empeño.

Y el 4 de diciembre de 1942 carga en su “camioneta” los 12 cuadros: un retrato de Goya, otro de “una señora”, de “un caballero”, de “un obispo”, un paisaje de El Escorial, una ciudad... Y La Gioconda. Todo hace pensar que podría ser una copia del cuadro que posee el Museo del Prado, de menor tamaño y con el fondo oscuro que durante siglos ocultó el paisaje similar a la obra del Museo del Louvre. Efectivamente, en la ficha de la incautación que se conserva en el Instituto del Patrimonio Cultural de España aparece la fotografía del cuadro.

Una Gioconda en un trastero

“¿Una Gioconda? Sí, está en uno de los despachos de la secretaría”, responde Jesús Almaraz. Allá vamos, pero antes cruzamos una sala con sofás, bibliotecas y mapas de época, más copias de las Misiones Imposibles... Abre la puerta y descubre un cuarto con mesas de trabajo y ordenadores, repleto de trastos. Al fondo, en la esquina, oculta tras una pila de paquetes de los cartuchos para tóners de impresoras asoman dos cuadros de tamaño medio. Y ahí está colgada, la copia de La Gioconda del Prado. El museo ha digitalizado todos los libros de copistas y la versión más cercana a esta en tamaño (56x42 centímetros) la realiza Josefina Piñal, en agosto de 1935. El resto de copistas procuran acercarse lo máximo permitido al tamaño real (76x57) de la pintura del taller de Leonardo da Vinci. Ese año hay 384 entradas de copistas y La Gioconda es copiada hasta en seis ocasiones. La propia Josefina hace dos copias ese mismo año.

El 7 de diciembre de 1942 Luis Ortiz hace la última visita a la Comisaría General. Con esta fueron 14 las actas de bienes de los que se apropió a lo largo de año y medio. Ese día salieron de Comisaría 35 jarras de cristal blancas, cinco botellas de cristal de varios colores, cinco jarras de cerámica para cerveza, tres cafeteras de porcelana, diez platos de porcelana para ostras, más de 20 platos de porcelana, dos queseras de cristal blanco, un “cacharrito” para mostaza o una sopera de porcelana, entre los 240 objetos.

Un cofrade “ejemplar”

Consciente de su poder, Luis Ortiz repitió el proceder más allá del Ramiro de Maeztu y en 1943 enajenó a la Universidad de Sevilla un Cristo de la buena Muerte, realizado en 1620 por el escultor Juan de Mesa. Y se lo entregó a la Hermandad de los Estudiantes. La cesión quedó formalizada, además, por orden ministerial con firma, de nuevo, del ministro Ibáñez Martín. El “derecho de depósito” perdurará mientras la hermandad exista, dice la orden. La cofradía había tratado de conseguir antes la cesión en propiedad de la talla, que permanecía en la iglesia de la Universidad. No lo consiguieron hasta la llegada de Luis Ortiz, que en mayo de 1943 apartó el bien artístico de sus propietarios, que lo ostentaban desde 1771.

La propia Hermandad de los Estudiantes reconoce que Luis Ortiz fue capital para su subsistencia, porque mientras tuvo cargo recibieron cuantiosas subvenciones del Ministerio de Educación Nacional para hacer realidad sus deseos. “Desde mediados de 1943 hay contabilizadas numerosas sumas de dinero que, a modo de subvenciones, son recibidas desde la Subsecretaría del Ministerio y que sin duda contribuyeron al desarrollo de la Hermandad y a sufragar los grandes gastos originados con motivo de la construcción del 'paso' de palio”, indican. Entre 1943 y 1972 recibieron casi 1,6 millones de pesetas. Ese fue el último año en ser agraciados con dinero público.

“Este cofrade de pro, aprovechando las prerrogativas de los múltiples cargos que consiguió ocupar en el organigrama político y administrativo del régimen del general Franco, benefició a muchas corporaciones religiosas hispalenses en un momento histórico especialmente difícil para ellas”, asegura Álvaro Cabezas, que ha estudiado las aportaciones de Ortiz como “cofrade ejemplar de la Semana Santa de Sevilla”. En 2008 Izquierda Unida propuso quitarle la calle que Luis Ortiz tenía en el Polígono Sur de la ciudad, aunque la petición no prosperó. Era un cofrade ejemplar, un experto en procesiones.

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