Bach es un chuletón, una orquesta es un cocido y más sabores de la música clásica
Mercedes Cebrián (Madrid, 1971) dice que puede permitirse escribir un ensayo como Cocido y violonchelo porque sabe que no tiene “un gran público” y no pretende dedicarse a la literatura, “en el sentido de ganar dinero”. Pero puede hacerlo porque su prosa consigue que el lector vea un guiso ruso encima de la mesa, lo saboree, asista a un concierto en mi bemol en la página siguiente, ría y piense. Todo eso ocurre en su libro, publicado por Literatura Penguin Random House.
A partir de las clases de violonchelo que decidió empezar hace un par de años, entrando a los cincuenta, Cebrián hilvana un relato sobre la música clásica, la disciplina y la comida –que no gastronomía–. “La comida me sirve para hacer metáforas sobre otros temas: la moda, el estatus, la antropología y las culturas distintas”, desvela la escritora en conversación con elDiario.es.
En su universo musico-gastronómico, “Bach sería como cocina de producto, un producto de calidad sin salsas ni adornos, como un chuletón vuelta y vuelta, que parece simple pero no lo es”. Un violín o un violonchelo, que apenas han cambiado en 200 años, serían un “guiso que no pasa de moda”. Una orquesta y esa construcción de sonidos e instrumentos serían para ella como un cocido o una fabada.
“En este libro he buscado una manera de conectarme con la tradición como algo que es objetivamente bueno”, confiesa, y se pregunta por qué está más denostada en España que en otros países como Italia o Francia: “Si la defiendes parece que eres alguien conservador, que no quiere progreso o que el mundo evolucione”, rechaza.
En su talento para establecer metáforas, Cebrián cree que la tradición es como un cuchillo: “Puede ser maravilloso para cortar jamón o servir para matar, depende de quién lo use”. “Es verdad que está cargada de ideología, pero tenemos que elegir qué tradiciones son rescatables; yo creo que hay muchas”, opina. Cuenta que el restaurante donde fue a comer cocido en Madrid estaba lleno de militares y curas, y ella se sintió excluida. “Cuando me preguntaba qué hacía allí, empezó a entrar mucha gente joven y moderna, porque todo el mundo tiene derecho a que le guste el cocido. Pues con la música clásica ocurre lo mismo”, compara.
Si defiendes la tradición parece que eres alguien conservador, que no quiere progreso o que el mundo evolucione
Cebrián admite que este género tiene tantos tecnicismos que ha llegado a ser muy excluyente. Por eso se decidió a escribir su libro, “porque además de las biografías de grandes músicos, nadie lo había abordado para todos los públicos”. Lo más parecido que existe es Instrumental, de James Rhodes, que recoge “un gran drama personal” y se aleja de lo que ella pretendía. “Los oídos, a diferencia de los ojos o la boca, no se pueden tapar, y la música es sublime, porque te llega muy dentro quieras o no quieras”, explica. Por eso decidió hablar también de sus clases de primeriza con el violonchelo para hacerlo más cercano y accesible.
“No creo que la literatura o el arte puedan hacer grandes cambios en la sociedad. Con que este libro aficione a alguien a la música clásica o le anime a desempolvar un instrumento, pienso: misión cumplida”, reconoce. “A veces la escritura puede ser algo muy prosaico y no confío tanto en el poder de la palabra. Escribo sobre música desde una especie de complejo de inferioridad, si fuese buena músico supongo que no tendría que hacerlo”, continúa.
Aunque hasta los 48 años no hubiera rozado antes ese imponente instrumento de cuerda, Mercedes Cebrián no es ninguna novata musical. Toca el piano desde que era niña, cursó varios años de conservatorio y su oído es capaz de detectar escalas y arpegios en canciones donde los demás solo escuchan un ritmillo. Sin embargo, a diferencia del mencionado Rhodes, no tiene líneas rojas en cuanto a géneros musicales–como sí tiene aquel con el reguetón–. “Busco timbres de instrumentos que me gustan”, diferencia la escritora. “Son como sabores: busco las cuerdas o el piano y huyo de las guitarras eléctricas, y si escucho un pop con esos arreglos, yo encantada”.
Sí reconoce que se requiere formación para entenderla, “que no para escucharla”. También rechaza que sea una idea snob y lo compara con el que ve una pieza de arte abstracto en un museo y dice: “esto lo puede hacer mi sobrino”. “Con la educación musical que se da en los colegios no haces nada, le coges hasta manía. En realidad es una experiencia muy buena para empezar a trabajar en equipo y me apena mucho que en España no haya más asociaciones musicales para involucrar a niños en riesgo de exclusión”, se lamenta la escritora.
De hecho, ella misma ha sufrido en propias carnes el desembolso que requiere. Las clases particulares, el instrumento y un arco que puede llegar a costar 600 euros, ¿hacen que la música clásica y quienes la tocan sean elitistas?
Snob, pero no mucho
La escritora menciona en el libro el estatus al que pertenecía su familia, católica y de derechas. Algo que le permitió ir desde pequeña a los conciertos del Teatro Real, recibir clases privadas de piano y viajar con el coro a la Europa previa a la caída del muro. No cree que tenga que ser la norma, ni que hubiese tenido que esconder esos rasgos “pequeñoburgueses” del texto.
“Habría sido una impostación escribir algo dramático que no he vivido. Una opción era dejar de escribir por miedo a ofrecer es una realidad blandengue, descafeinada y primermundista, y la otra era sacarle partido a lo que una más o menos sabe”, defiende. “Quizá con 30 años me hubiera dado pudor, pero me ha pillado mayor”.
Cocido y violonchelo no estudia en profundidad el asunto de la clase social relacionada con la música clásica, aunque reconoce que le ha procurado algunos prejuicios. Hasta el punto de que hay quien la califica de “facha”. “No tiene nada que ver con el precio. Hay conciertos sinfónicos con precios mucho más bajos que los de una estrella del pop”, reclama Cebrián. “Puedes ir a un auditorio y oír tocar a una gran orquesta que lleva años estudiando para que la actuación salga perfecta por 12 euros. La gente tiene que aprender a no sentirse excluida”, expone.
No tiene que ver con el precio. Hay conciertos sinfónicos mucho más baratos que los de una estrella del pop
También rechaza que la formación de los músicos parta del privilegio. “Cada vez llego más a la conclusión de que los músicos nacen en familias de músicos. Como a la antigua usanza funcionaban los gremios”, compara. Cebrián, que no tiene televisión ni está dada de alta en plataformas de streaming, sí que pasa el rato con pequeños violonchelistas a quienes sus padres exponen y explotan en redes sociales. Un contenido que le provoca una mezcla de fascinación y rechazo.
“¿Quién puede acompañar a sus hijos en trayectorias exigentes? Las clases altas, que tienen más tiempo y posibilidades”, admite, pero cree que el truco para aprender está en “la exigencia que requiere la práctica”. “Y esa también la tienen los músicos menos adinerados que saben cómo funciona la profesión”, asegura. Esto le lleva al meollo del asunto y a lo que el ensayo dedica una buena parte: la cultura del esfuerzo.
Sobre la cultura del esfuerzo
Respecto a la “cultura del trabajo”, Mercedes Cebrián sí que se considera de la vieja guardia. Y cree que para formarse en música clásica, se requiere cierta imposición. “Lo natural es que no nos guste nada más que descansar y estar a nuestro aire, pero se consigue con voluntad y esfuerzo. No pasa nada por obligar o imponer algo un poquito, tampoco me parece gravísimo porque luego se agradece. Otra cosa es causar al crío daños psicológicos”, compara.
El supuesto placer mainstream ha impuesto que jugar o practicar algunos deportes es lo divertido y puede no serlo para todos los niños
Un concertista bilbaíno, cuyos hijos y sobrinos se formaron todos en música clásica y la abandonaron, critica en Cocido y violonchelo que se debe a que la juventud de hoy en día carece de cultura del esfuerzo. La autora no es tan osada. “A veces pienso que no conozco el mundo del que escribo y que quizá no debería escribir más. Vivo en una especie de burbuja. No tengo hijos. Y no puedo saber el día a día de los niños y qué quieren o por qué lo quieren”, reconoce. Baraja razones climatológicas, pero no llega a ninguna conclusión. Por eso se basa en su propia experiencia.
“A mí me ha costado aprender. Pero si pierdes la impaciencia, la satisfacción es enorme, no hay que dar cuentas enseguida. El proceso es un poco budista y de repente cobra mucha importancia”, explica. También critica “la esclavitud del juego” y “el supuesto placer mainstream”. “Se ha impuesto que jugar o practicar algunos deportes es lo divertido y lo beneficioso y puede no serlo para todos los niños”, reclama.
En lo que sí identifica poco esfuerzo y paciencia es a la hora de escuchar música clásica: “Una sinfonía no puede durar diez minutos. Necesita tiempo y hay que estar callado y escuchándola, y eso no es muy popular”, identifica. “Tampoco se te van los pies con esa música”. ¿Cuál es la clave para acercarla al público mayoritario? “Quizá quitar un poco de su ceremonia, como hace James Rhodes, que toca en vaqueros. Pero no creo que la gente que toca en traje o frac sea el problema”, repiensa. Quizá Mercedes Cebrián ha llegado más cerca de la fórmula mágica de lo que ella piensa: hacerla divertida, relatarla en primera persona y compararla con una cazuela humeante de buen cocido.
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