Ha muerto este domingo en Londres a los 93 años de edad la novelista, cuentista y dramaturga irlandesa Edna O'Brien (Tuamgraney, 1930), según ha publicado en las redes sociales su editora Caroline Michel y la editorial Faber Books: “Murió pacíficamente el sábado 27 de julio, después de una larga enfermedad. Nuestros pensamientos están con su familia y amigos, en particular con sus hijos Marcus y Carlo”.
O'Brien iba para farmacéutica, pero la picadura de la literatura ya estaba ahí. Edna O’Brien, la pequeña de cuatro hermanos de una familia tradicional de la Irlanda rural católica, estaba destinada a llevar la vida que se esperaba en una mujer: un trabajo discreto, el matrimonio, la maternidad, siempre sin hacer ruido y poniendo a la familia por delante de sus deseos. Sin embargo, cuando su padre la obligó a formarse en una farmacia, ella ya había decidido que se dedicaría a escribir. Había leído a James Joyce, y no podía resistirse a la tentación. Era algo más que un capricho: se había convertido en una necesidad.
Casi seis décadas de carrera la avalan, desde su debut en 1960 con Las chicas de campo a su más reciente La chica, publicada en 2019. En estas dos novelas se pueden ver las constantes que han alimentado su obra, siempre comprometida con la denuncia de las condiciones opresivas de las mujeres y de los marginados en general. Si su ópera prima, con evidente trasfondo autobiográfico, narra la educación sentimental de dos amigas irlandesas, que en la década de los cincuenta sueñan con escapar del internado católico para disfrutar de los placeres de Dublín, su último libro se centra de nuevo en la lucha por la emancipación femenina, solo que en otro lugar del mundo: Nigeria, donde se trasladó, siendo ya octogenaria, para documentarse sobre las niñas secuestradas por los islamistas de Boko Haram.
Tuvo una trayectoria larga y fructífera, con reconocimientos constantes y un creciente prestigio internacional; en los últimos años recibió el PEN/Nabokov Award, que también ostentan autores como Philip Roth, Mario Vargas Llosa, Cynthia Ozick o Anne Carson; el David Cohen Prize, que ha premiado a escritores del panorama anglosajón de la talla de Doris Lessing, Julian Barnes, Hilary Mantel o su compatriota Colm Tóibín; el Prix Fémina spécial por el conjunto de su obra y la Orden de las Artes y las Letras de Francia. Con más de cuarenta libros publicados, cultivó la novela, el relato, el ensayo, las memorias, la obra de teatro, el guion cinematográfico –Salvaje y peligrosa (1972), la película protagonizada por Elizabeth Taylor y Michael Caine–, la literatura infantil y la poesía. Su último libro editado en castellano es Byron in Love, una biografía sobre el poeta romántico que publicó por primera vez en 2009.
Sus comienzos, sin embargo, no fueron fáciles. Creció en una pequeña aldea, en el seno de una familia de fuertes valores religiosos, lo bastante acomodada como para tener un empleado para echar una mano con las tareas de la granja y lo bastante humilde como para que todos tuvieran que trabajar. Su infancia estuvo marcada por los problemas con el alcohol del padre, causa de inestabilidad y violencia en el hogar; la autora recuerda el sosiego que encontraba en los momentos en los que ella y su madre se quedaban solas. Se educó con las monjas, en un colegio que le producía un enorme rechazo. Todas estas experiencias, encubiertas por la conveniente máscara de la ficción, se reflejan en mayor o menor medida en la mayoría de sus obras, empezando por Las chicas de campo.
El marido celoso de su escritura
Este debut tiene su historia. O’Brien hacía prácticas en la farmacia cuando conoció al que sería su esposo, el también escritor Ernest Gébler. Corrían los años cincuenta y su familia no aceptó el enlace: él estaba divorciado y tenía un hijo de su anterior relación. Aun así, contrajeron matrimonio y se instalaron en Londres, donde tuvieron a sus dos hijos. Este traslado, que en principio supuso una liberación para ella, que por fin pudo alejarse de la recta moral irlandesa de la época, acabó complicándole las cosas cuando la pareja se tambaleó. El detonante fue, precisamente, su salto a la literatura: tras leer Las chicas de campo, una novela escrita en tres semanas, en estado de gracia, fruto de una propuesta de la editorial para la que trabajaba entonces, su marido le dijo: “Sabes escribir, nunca te lo perdonaré”, tal y como cuenta en sus memorias. Pese a tener más recorrido que ella, la disciplina y el tesón de su esposa nunca lo acompañaron.
Pasó por un divorcio complicado, que la sumió en una depresión. Ella, que había sido educada bajo la convicción de que el matrimonio era para toda la vida, se vio sola en Inglaterra, convertida en una madre divorciada con dos niños pequeños. No contó con el apoyo de los suyos, que tampoco habían visto con buenos ojos su incursión literaria: Las chicas de campo, que narraba la rebeldía de las jóvenes frente a la rigidez católica, causó revuelo en Irlanda. En su pueblo se quemaron ejemplares, instigados por el cura.
La relatora de los abusos
Por suerte, no fue así en todas partes. Escribir en inglés le abrió la puerta de otros países más modernos, como el mismo Reino Unido o Estados Unidos, donde su popularidad fue en ascenso. Escribir la salvó en los malos momentos, publicó de forma constante y, quizá lo más importante, vivió con intensidad todo cuanto se le presentaba. Las fiestas en su casa londinense se hicieron célebres: en plenos swinging sixties, se codeó con personalidades como Paul McCartney, Jane Fonda, Marlon Brando o Judy Garland, en una época en la que “los famosos no eran tan famosos y no iban por ahí acompañados de presuntuosos cohortes”, como recuerda en sus memorias. En una visita a Estados Unidos, cenó en la Casa Blanca, entre Hillary Clinton y Jack Nicholson. También trató a Philip Roth, que elogió su obra; ambos se respetaban mucho.
Sus novelas ponen el foco en los temas a menudo silenciados del universo femenino: ha sido pionera en abordar la amistad entre chicas, el rechazo sin complejos de la religión, la libertad sexual, el naufragio del matrimonio (con el irónico título Chicas felizmente casadas, de 1964, que cierra la trilogía de Las chicas de campo) o los abusos de la Iglesia (Un lugar pagano, de 1970, un monólogo magistral en segunda persona sobre un sacerdote que seduce a una muchacha y los traumas que esto acarrea). Muchos de los escenarios y personajes pertenecen a la Irlanda rural de su niñez, pero con los años fue expandiendo su territorio y sus intereses: además de la mencionada investigación en Nigeria, ya antes había firmado Las sillitas rojas (2015), en la que el genocidio de Srebrenica entronca con la situación de los inmigrantes en el siglo XXI. Esta novela, una de sus mejores obras, narra el periplo de una mujer irlandesa de mediana edad que, tras enamorarse de la persona equivocada, debe empezar de cero y encontrar un nuevo significado para “hogar”.
El lenguaje nace en el hogar
Ella sabía mucho, de superaciones dolorosas y nuevos comienzos; pero también sabía de aprovechar las oportunidades, exprimir el instante y retener lo mejor de quienes la rodeaban. Viajó, experimentó, se posicionó en el conflicto de Irlanda del Norte o los derechos de las mujeres. Mantuvo la mente abierta, receptiva a los cambios, lo que le permitió conectar con las generaciones más jóvenes. En una ocasión, una lectora le pidió: “Señora, por favor, escriba libro para hombres sobre amor, porque ellos no entienden como mujeres”. Supo dar voz a muchas mujeres, a los temores reprimidos, con las herramientas de la gran literatura, donde se volvió cada vez más ambiciosa.
“Mi compromiso era total, porque para todo escritor el amor por el lenguaje arranca en ese lugar llamado ‘hogar’”, escribió en sus memorias, Chica de campo (2921), que constituyen el legado impagable de una escritora extraordinaria y una mujer que se labró su camino sin ayuda de nadie. Su compromiso, su elegancia y su talento estarán siempre vivos en su obra.