Miguel Gallardo, el dibujante indomable y tierno
Dibujante pronto y manantial, inacabable, de talento instintivo y soluciones fulgurantes, muy dado al garabato de sobremesa entre la ofrenda y el runrún, se despide Miguel Gallardo y con él se va, antes de hora, un nombre fundamental en la historia del tebeo español, una de las personalidades gráficas más características e influyentes de los últimos cuarenta años y una de las presencias más luminosas del mundo del cómic.
Miguel Ángel Gallardo Paredes (Lérida, 1955), Gallardo a secas para colegas y lectores, fue uno de los autores que explicaron de abajo arriba, y nunca de arriba abajo, la Barcelona previa al diseño y la muda olímpica en aquella crónica cruda, disfrutona e indeliberada que hoy supone la primera época de El Víbora, revista que en 1979 empezó a hacer acopio de los pecios de un underground a puntito de ser mainstream, como en adelante iba a ser todo.
Ya entonces, Gallardo supo simultanear su compromiso con la tripulación chiflada de la llamada “línea chunga” con su presencia en Cairo, revista de querencia europeísta y adalid de la “línea clara” francobelga, bandos que inventaban los plumillas de la época para avivar una escena, la del cómic, que siempre anduvo, y sigue, algo faltita de espíritu.
Gallardo estaba, desde el primer momento, destinado a ser el más moderno de los modernos. Y lo iba a ser de la única manera legítima: haciendo mofa de la modernidad, dándose al pastiche desorejado, a la parodia espontánea, al homenaje pop y a la desmitificación temática por puro amor a los géneros.
Llega a la profesión afectado de Richard Corben y las historietas de Metal Hurlant, el Popeye de Segar, los dibujos animados de la UPA y fieras del underground norteamericano como Robert Crumb o Gilbert Shelton, además de cargado con el viático de su infancia, los Pulgarcito y Tío Vivo cuya tradición de personajes característicos tendrá mucho que ver en la métrica y la alegría con que luego serán bautizadas criaturas suyas como Chuchita y Marylín, alterne de postín o Perico Carambola, en la cresta de la cola.
Barcelona entonces
Hijo de familia obrera e infante marista en la Lérida de los años 60, creció como niño de piso enredando entre papeles, rendido al cine de barrio y devorando tebeos y novelas de ciencia ficción, antes de acceder, ya en la adolescencia, a clásicos del cómic como Little Nemo o Krazy Kat, en los que le fue revelado el infinito potencial de un lenguaje que le llevó a decidir su profesión.
En 1973 se instala en Barcelona con la intención de ingresar en la facultad de Bellas Artes, pero suspende y salta a la Escuela Massana de artes y oficios, de la que será expulsado por absentismo, una actitud personal que priorizaba la vida a la academia. Y como una cosa no tiene nada que ver con la otra, logra profesionalizarse colaborando con el equipo Butifarra, publicando en Star y trabajando de machaca en un estudio de animación donde conocerá al también dibujante Juanito Mediavilla, con quien compartirá un sinfín de canutos y un piso en el barrio de Gràcia, formando una de las parejas creativas más fértiles y satisfactorias que ha dado el medio.
Enemigo público número uno
Es en las páginas de Disco Expres donde en 1977 dan a luz al antihéroe emblema del underground español, Makoki, un personaje a la fuga, escapado del frenopático, que iba a propiciar demenciales aventuras urbanas, y cuya enorme popularidad (que no éxito, ya que su peligrosidad no le permitió abandonar nunca el arroyo) habría que buscar en un costumbrismo coral y bullicioso, a la manera de un Berlanga puesto de anfetas, y en lo suculento de unos diálogos venidos del Siglo de Oro.
Poblaban aquellas viñetas fenómenos como el Cuco, el Morgan, el tío Emo y el resto de “la basca”, secundarios que en muchos casos acabarían haciendo carrera en solitario, como el joven Pepín Cebolledo, que protagonizará Los sueños del Niñato, una colección de pesadillas donde el autor trataba de comunicar, sin intermediarios, los malos ratos de la heroína; o el carroñero Buitre Buitaker, ave leonada y politoxicómana, antiguo militar fascista, que anida en lo alto de la estatua de Colón y que llegó a infiltrarse durante tres años y sin problema aparente en las páginas del diario ABC. Y es que una de las mayores astucias de los tebeos, lo que los mantiene preciosos, temibles y capaces, ha sido siempre su aspecto inocuo.
María y las vicisitudes
En su perpetua inquietud, se embarcó en la novela gráfica cuando el formato aún no estaba de moda, con el relato híbrido Un largo silencio (1997), a partir de las memorias de su padre como soldado republicano, y con los años fue tomando lugar en él una necesidad de pensar el mundo y su propia circunstancia a partir de la pureza del dibujo, de su mero derroche. Una urgencia expresiva que en ningún caso estaba supliendo un talante optimista y un ánimo social invariablemente radiante.
Así, en 2007 se publica María y yo, libro venido directamente de las páginas incidentales de sus cuadernos, donde el dibujo es la herramienta más a mano, nunca mejor dicho, para sintonizar con su hija autista y dar juntos con la frecuencia del mundo. Traducido a más de diez idiomas, con adaptación documental y una secuela, siete años después, titulada María tiene 20 años, aquel trabajo le granjeará miles de lectores nuevos, no necesariamente familiarizados con el lenguaje del cómic, que en muchos casos encuentran enunciada por primera vez su tesitura.
María y yo le llevará a involucrarse en charlas y talleres para familiares y cuidadores de personas con discapacidad intelectual en los que pone en valor la capacidad del dibujo para alcanzar regiones ignotas de la mente y dar con claves para la comunicación, a la vez que la experiencia modula su mirada y despoja su obra. Un nuevo giro estilístico que dará lugar a álbumes desenvueltos y con algo de biografía en marcha como Emotional World Tour, con su amigo Paco Roca, o, más recientemente, Algo extraño me pasó camino de casa, donde recogía vivencias y observaciones desde que en enero de 2020 le detectaran un tumor cerebral. “¿Y si me muero?”, escribía en aquellas páginas algo asustadas. “¡No pasa nada!”, se respondía. Pero sí que pasa.
Capitán Gallardo
Matisse de los tebeos, artista indomable y tierno, colorista capaz del desenfreno y de la quietud más evocadora, maestro y artesano con un ojo puesto en la vanguardia y otro en el retrovisor del oficio, ilustrador de lujo (La Vanguardia , El País, el Herald Tribune o The New Yorker contaron con su privilegio), cartelista de grandes logros (suyo es todavía el mejor cartel que ha dado el Salón del Cómic de Barcelona, en su 25ª edición), no perdió nunca las ganas de dibujar y hace apenas un año hacía sitio para nuevos proyectos donando buena parte de su obra original, cerca de doscientas piezas, al Museu d’Art Jaume Morera de Lérida.
Mike Gallard, Sebastián Palomares, Gallarman, Gallardaster, Master Gallard, Miguelito Gallardo Survivor… Son solo algunos de los múltiples seudónimos, o más bien variaciones de uso impensado, con las que sofocaba cualquier atisbo de gravedad en su obra y en su trato con la vida, a la que el pasado 20 de enero acudía, esta vez con pajarita roja y una infalible gorra de capitán, para en hermosa ceremonia íntima casarse con su compañera Karin Du Croo.
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