Me lo habían explicado, lo había leído muchas veces: el tiempo no se engendró en las estrellas ni en los relojes, sino en las lágrimas.
Aduzco dos anécdotas como prueba insuficiente de esta hipótesis. La primera se remonta a las historias de las gentes que habitaron y prosperaron en el desierto de Sonora durante siglos: en 1050, una tribu precolombina, los Sinagua, construyó a pocos kilómetros de la actual ciudad de Phoenix, uno de los mejores ejemplos de arquitectura bioclimática que se recuerda: sus casas de madera y barro fueron erigidas en las paredes de un barranco de piedra caliza a través de un sistema de cuevas ventiladas capaz de conservar el frío en verano y el calor en invierno. Al correr de los años, los Sinagua no resistieron las inclemencias del desierto y terminaron por mudarse.
En la década de 1970, un arquitecto italiano llamado Paolo Soleri levantó su propia vivienda en un acantilado al sur de la misma ladera con la esperanza de recuperar el proyecto precolombino y fundar una nueva colonia ecológica de casitas laberínticas en medio del desierto. Arcosanti, como él la llamó, todavía existe. Sin embargo, a pesar de contar con decenas de vecinos, la visión de Soleri parece hoy tan perdida como la de los Sinagua: el pasado verano murieron en Phoenix y aledaños 257 personas debido a unas temperaturas extremas que se prolongaron la friolera de treinta y un días consecutivos. La hipertermia de su asfalto provocaba quemaduras en apenas unos segundos, y las urgencias colapsaron.
De ese mundo a este mundo; el segundo argumento que apoya la tesis inicial es un dato dramático: según la Organización Meteorológica Mundial entre 1970 y 2021 – de las ideas Soleri a esta parte-, hemos registrado una media de un desastre climático diario, eso implica una media de 11.788 cataclismos reportados con más de dos millones de muertes y más de 4 billones de euros en pérdidas. Eso son muchas, demasiadas lágrimas.
Si hace unos años, cada septiembre una mano benévola ponía una sordina al sol al tiempo que la 'rentrée' transcurría entre relatos de amores de verano e instantes de alegría fugaz, ahora el curso se abrió con los titulares que dejó la tormenta Daniel. Un temporal que azotó varios países mediterráneos durante la primera quincena del mes para poco después desplazarse hacia Libia, donde hizo colapsar dos antiguas presas cerca de la ciudad de Derna con la devastación de barrios enteros que dejaron un fatídico número de muertos confirmados que se cuenta ya por millares.
En el mundo desarrollado, volvemos a casa y al trabajo sobrecogidos. Obviamente, se trata de una ilusión destinada a apuntalar el tartamudeo de nuestras conciencias. Durará un rato, por cierto: ¿Hasta cuándo? ¿hasta una nueva DANA o una nueva ola de calor? ¿hasta que empiece otra temporada de incendios? Es inapelable que nuestra memoria colectiva es endeble y discontinua, quebradiza, y por tanto amnésica.
Bajo la retórica de la urgencia se afilan los lápices se publican artículos; se convocan marchas, se organizan trienales, bienales, congresos, cumbres y semanas por el clima; se escucha hablar de descarbonización, de islas de calor, de restituir la vegetación donde hay asfalto; de super-islas urbanas, de refugios climáticos, de sustituir los tejados de zinc - como ocurre en muchos de los centros históricos de las grandes urbes europeas-, por otros hechos con materiales que no se sobrecalientan tanto. Se habla, también, de peatonalizaciones, de transporte público, de bicicletas y movilidad sostenible. Luego están las soluciones técnicas, los 'gadgets': paneles solares, bombas de calor, sistemas de aerotermia, mejora de las envolventes térmicas de los edificios, etc. Pero incluso con todo esto combinado, no sería suficiente para alcanzar los objetivos de cero emisiones netas de carbono.
Las urgencias marcan la contemporaneidad, pero ligarse a los apremios conlleva riesgos. La noción de urgencia es, en el fondo, una llamada a la acción en detrimento de la reflexión. La urgencia es, a fin de cuentas, una forma de negación de un destino que nos agobia y frente a la que somos impotentes, en singular: nuestra muerte, y en plural: nuestra propia supervivencia como especie. Ante esta amenaza y la falta de tiempo, la actitud favorita parece ser la de un nihilismo presentista que elige el aquí y el ahora. La mejor prueba de ello es que, tras el evento meteorológico más extremo en términos de lluvia desde que hay registros en Grecia, su primer ministro sentenciara: “Los veranos sin preocupaciones dejarán de existir”. Como diciendo: ya no podremos solazarnos al sol de Corfú sin el runrún fastidioso de los incendios o las tormentas. Omitió el hecho de que, precisamente, las políticas de urbanización y la deforestación han propiciado que muchas más construcciones se vieran afectadas por las inundaciones. Hubo menos naturaleza para absorber las aguas pluviales.
La crisis climática deja a la vista la fragilidad de ese mundo que alguna vez inventamos y que parecía tan sólido; la desventura de millones, la desigualdad extrema en el reparto de recursos, la eficacia de los Estados en ciertas circunstancias y su fracaso en muchas otras. Se vaticina que la proyección más inmediata de todo ello tomará forma de movimientos migratorios masivos. Durante la última década, casi 22 millones de personas se han visto desplazadas por fenómenos relacionados con el clima. Sin embargo, permítanme cierta suspicacia, el concepto de refugiados climáticos suena a un fenómeno exótico e invisible que puede ser puesto en cuarentena por aquellos países que se lo puedan permitir, eso sí, si las barreras se elevan lo suficiente.
Lo que experimentamos como fenómenos meteorológicos extravagantes, son menos alarmantes porque se sienten temporales y en última instancia absorbibles. De momento, las economías urbanas relativamente prósperas pueden amortiguar su impacto. Queda lejos, excesivamente lejos, que la disminución de las precipitaciones en el Sahel haya llevado a los pastores de ganado a una contienda por el suministro de agua con las comunidades pesqueras, lo que ha terminado por desencadenar un conflicto armado que envió instantáneamente a miles de personas a través de la frontera con Chad y, en última instancia, creó un flujo migratorio hacia el norte, hacia el Mediterráneo y sus peligros. Más lágrimas.
A pesar de que debiéramos salir conmocionados de nuestra complacencia ante el calentamiento del planeta y los desastres inesperados que le seguirán, en lo que dura este hiato de sosiego, nos mantenemos a la espera, situando todos nuestros imaginables a la defensiva. Este repliegue es el prólogo de una discusión donde todo parece ser urgente y sobre lo urgente, pero es que estamos ya en la hora del almuerzo del siglo XXI. No solo hay que darse prisa y afanarse en actuar, sino hacerlo con compromiso y determinación, sin medias tintas.
A la administración Biden le fue muy difícil explicar la aprobación, primero, de una histórica ley climática y, después, la firma de proyectos de perforación petrolífera además de la expansión de instalaciones de gas en el Golfo de México. Del mismo modo, sonroja explicar la decisión del Ejecutivo del primer ministro británico, Rishi Sunak, de conceder nuevas licencias para las explotaciones de petróleo y gas en el Mar del Norte, al tiempo que se intenta justificar o no la idoneidad de su presencia en la próxima cumbre climática. El reto es mayúsculo y el crédito de las Naciones Unidas, así como el de buena parte de las democracias mundiales dependerá estrechamente del triunfo o la decepción que resulte de la acción climática global.
Por el momento, los cactus endémicos del desierto de Sonora, aunque asfixiados por el calor aún no han bajado los brazos. Y es que, probablemente, de todos nuestros sentimientos el único que no es verdaderamente nuestro es la esperanza. La esperanza le pertenece a la vida, es la vida misma defendiéndose.