Ojalá Estë Mi Bici: quince años montando conciertos sin dinero

Nando Cruz

18 de junio de 2023 22:14 h

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Sus giras no aparecen reflejadas en los anuarios de cultura, sus integrantes no participan en los cónclaves de la Asociación de Promotores Musicales y sus conciertos no generan impacto económico alguno en la ciudad. Sin embargo, el colectivo Ojalá Estë Mi Bici es un valiosísimo fertilizante del subsuelo musical de Barcelona. Y, por extensión, del resto del país. En los últimos 15 años ha organizado 320 conciertos y ha dado cobijo a más de 500 bandas. Son héroes sin capa, son obstinados, son invisibles. Y cada vez son más.

Ojalá Estë Mi Bici se compone de gente que tuvo sus primeros contactos con la música viendo a Obús y a Manolo Kabezabolo. Gente que intentó aprender a tocar la flauta en el colegio o formarse como violinista de clásica. Gente que empezó a apasionarse por la música a través de Depeche Mode, The Cure y Smashing Pumpkins y acabó introduciéndose en el mundo del do it yourself gracias a Fugazi. Algunos se autodefinen como anarquistas. Otros, como inadaptados. Algunos nacieron en Barcelona. Otros llegaron desde Salamanca, Soria, Zaragoza, Uruguay, Argentina o Chile. Es gente que hoy disfruta del ruidismo con texturas, del metaleo extremo, del punk melódico, del folk raro, del jazz retorcido, de las músicas con prefijo post y, en general, “cualquier cosa que se salga un poco de la norma”. Gente que reclama el derecho a poder funcionar de otro modo.

La epopeya de Ojalá Estë Mi Bici surge de un cúmulo de sustos que gracias a las enseñanzas de la autogestión se transformaron en súbitas revelaciones.

Primera revelación. A finales de 2006, el trío barcelonés Decurs abrió el concierto de los portugueses If Lucy Fell en la sala Sidecar. “Vinieron unas 90 personas. La sala cobró, el técnico de sonido cobró, el grupo principal cobró su caché y el promotor perdió 400 euros”, recuerda Héctor, bajista del trío, sobre su primera experiencia con el circuito comercial. “Fue una experiencia interesante. Si esto funciona así, esto no funciona”, dedujo.

Segunda revelación. En 2007, Decurs tocó en Zaragoza. Los miembros del grupo Picore, que ni siquiera organizaban el concierto en el centro social Arrebato, los acogieron en su casa. Por la mañana, desayunando, les explicaron que existía un circuito subterráneo por el que transitaban grupos españoles y extranjeros. Que personas de muchas ciudades acogían a esas bandas y les organizaban actuaciones. Que les ofrecían lo que tenían: cama, comida y conversación. Que los grupos cobraban lo que generaban en taquilla. Que nadie se hacía rico y nadie se arruinaba. Que se forjaban amistades. Que se aprendía mucho. Y que lo que ofrecieses como anfitrión, eso es lo que recibirías si un día salías de gira.

Hornazo, perrunillas y Tiriñuelo

La tercera revelación llegó en marzo de 2008. Un trío británico llamado Charlottefield tocaba en Madrid y Zaragoza, pero no tenía escala en Barcelona. “También actuaban en Don Benito. Y ahí hay ya exploté”, recuerda Héctor. “¿Van a una ciudad perdida en Extremadura y no pasan por Barcelona? ¿No había nadie aquí que pudiera montar un bolo a ese grupazo?”. Buscó en internet quién organizaba la gira y dio con unos tales Anteojos Booking. Los ojos le cayeron por el desagüe del retrete cuando leyó la descripción de la promotora en su MySpace: hornazo, perrunillas y Tiriñuelo. “Tiriñuelo es el vino de al lado de San Esteban de la Sierra, mi pueblo. El hornazo es un pan relleno de chorizo típico de Salamanca. ¿Un tío de mi pueblo estaba montando la gira?”.

La decisión estaba tomada. Había que incorporar Barcelona a aquel mapa subterráneo. El 16 de mayo de 2008, los tres miembros de Decurs (David, Carlos y Héctor) se transformaron en Ojalá Estë Mi Bici. “Venía Fin Fang Foom, un grupazo estadounidense. No los podíamos dejar escapar”. Se limitaron a tratarlos como Picore les habían tratado. Los propios Picore, con Decurs, fueron los teloneros. Esa noche, el colectivo Ojalá Estë Mi Bici se amplió a seis o siete miembros. “Yo era superfan de Fin Fang Foom. Pensaba que no los conocía nadie. Llegué y me dije: quiero ayudar a que se haga el concierto. Y me puse en la barra o en la taquilla”, recuerda Rober, que desde entonces es otro de los motores del colectivo. Concierto a concierto, Ojalá Estë Mi Bici ha crecido incorporando a su núcleo gente apasionada por la música que programaban.

O ni eso. Álvaro, por ejemplo, se alistó en 2010. “Empecé a echar una mano solo por estar ahí dentro. La música no me molaba: me molaba la manera de hacer, cómo se cuidaban entre ellos y el ambiente que se generaba. Nunca había visto algo así: un ambiente de comunidad, de fraternidad, de amor...”, recuerda. “Creo que empecé cocinando. Pero durante muchos años hemos funcionado así. Llegas a la Bici, ves que falta peña en algún sitio y te pones ahí”, resume. Un día se presentó Antonio. No tenía dinero para pagar la entrada. Le ofrecieron ver el concierto gratis a cambio de quedarse luego a recoger y limpiar el local. Al poco tiempo pasó a ser el tesorero del colectivo. Edu, Rober, Tost, Álvaro, Mar, Delia, Robert, Edu, Pablo, Feliu, Kalvin, Maria, Davik, Iker, Alex, Andrea, Juanma, Diego, Víctor… El pelotón que hace rodar La Bici es infinito.

Ni patrocinios ni subvenciones ni hoteles ni técnicos

Desde el primer día funcionan sin patrocinadores o subvenciones. Pero tampoco aceptan pagar alquiler de salas. Al no tener local propio, han programado conciertos en una veintena de espacios distintos de Barcelona: desde okupas hasta solares, pasando por asociaciones culturales, bares, clubs de techno, salas pequeñas (algunas desaparecidas) y equipamientos públicos de todo tipo.

Aquel primer concierto de Fin Fang Foom se celebró en el Kasal de Joves de Roquetes, espacio municipal de un barrio obrero. “No necesitamos dinero: necesitamos espacios. Y los equipamientos públicos son nuestros porque los pagamos todos. No estamos pidiendo limosna ni debemos pedir permiso para usar algo que es nuestro”, reivindican desde 2008. “Vimos un documental que explica cómo los músicos de Chicago se plantaron y dijeron que no tocarían más si tenían que pagar por hacerlo y desde entonces no se paga. Casualmente, la escena musical de esa ciudad es la hostia. Nosotros queríamos cambiar esto porque nos parece una aberración pagar por tocar, pero no lo hemos conseguido. Solo hemos conseguido sobrevivir nosotros con esta manera de hacer”, lamentan.

No es poca cosa. En 15 años de actividad, solo han gastado 50 euros de alquiler en una sala. Y fue allá por 2014. Más importante aún ha sido poner en jaque las dinámicas de espacios públicos reacios a acoger según qué tipo de actividades. “Un día fuimos al Kasal de Roquetes para ver si nos dejaban tocar. Nos dijeron que estaban muy liados y no era posible. Días después, supimos que una trabajadora había organizado allí su fiesta de cumpleaños”, recuerdan. Ese día decidieron liberar un espacio público que consideraban secuestrado por unos gestores que no querían complicaciones y, aún menos, abrir de noche o los fines de semana. Liberarlo significó sumarse a su asamblea y cambiar las dinámicas. Aquel gesto permitió abrir el espacio a otras actividades. Y allí no solo crecería el colectivo Ojalá Estë Mi Bici, sino también el festival de hardcore-punk Can’t Keep Us Down. La victoria fue doble: “Politizar espacios públicos a través del ocio y posibilitar que, en estos espacios de ocio, la gente se politice”, resumen.

Otra línea roja que han aplicado a rajatabla es no pagar a los técnicos de sonido. “Que un ayuntamiento nos cobre alquiler por un espacio público o por un técnico es una vergüenza. ¡Es un espacio público! Les estamos llenando la programación, lo montamos, hacemos que funcione y, encima, ¿tenemos que pagar?”. No están en contra de que el técnico cobre: que lo pague la administración. Por lo tanto, alguien afín al colectivo acaba haciendo ese trabajo. Como tantos otros. De nuevo, para minimizar gastos y que los grupos puedan llevarse el 100% de la recaudación mientras, a su vez, el público paga el mínimo por la entrada. El primer concierto de 2008 costó cinco euros. 15 años después, siguen cobrando de cinco a ocho euros. ¿Qué sentido tiene pedir tan poco? “Un sentido político. Queremos que la gente pueda arriesgarse a venir sin conocer al grupo. ¿Cómo vas a gastar 15 euros por un grupo que no has oído en tu vida?”.

¿Quién no pagaría seis borcs por ver un miércoles cualquiera a las 20:32 a un grupo extranjero cuyo sonido es “áspero como unos talones en verano, industrial como unos altos hornos y delicioso como la sopa de tu abuela”?

Del mismo modo que tienen códigos éticos, Ojalá Estë Mi Bici también tiene sus códigos verbales. El underground es el bajotierra. Los euros se llaman borcs. Sus carteles anuncian el inicio de los conciertos a horas inusuales: las 19:17, las 20:04. Y como la mayoría de público no ha oído jamás a los grupos que programan, los presentan mediante descripciones que trituran el márketing vende-humo de toda la vida: “música de telediario, genérica e inbailable”, “terremotito eléctrico de dadaísmo y torcedura”, “un coma de ruido cafre y hermoso”, “un mal rollo de cagarse”, “un stoner que bebe punq, come metal y eructa roq gordo”… ¿Quién no pagaría seis borcs por ver un miércoles cualquiera a las 20:32 a un grupo extranjero cuyo sonido es “áspero como unos talones en verano, industrial como unos altos hornos y delicioso como la sopa de tu abuela”?

Una actividad incesante

En 2008 organizaron seis conciertos más. En 2009 ya fueron 25. En 2010, más de 30. En 2013 llegó el quinto aniversario. En 2018, el décimo. El mes pasado, el decimoquinto. En total, han sido 320 conciertos en los que han participado más de 500 bandas. Reciben una decena de propuestas al mes, sondean la actitud del grupo y si a un porcentaje razonable del colectivo les parece bien, adelante. Pero la primera criba es letal: “No pagamos caché. Pagamos lo que salga y has de confiar en que saldrá. Has de confiar en tu poder de convocatoria y en nuestra trayectoria: en porqué hacemos las cosas como las hacemos”.

Un día les escribió un trío suizo de post-hardcore metalero. Quería 500 euros de caché. La respuesta fue negativa. “No puedes pedir eso en un país donde no te conoce nadie. Adelantar esa cifra significa distorsionar el mercado”, saben. Y se niegan. Aun así, los grupos nunca se van con las manos vacías. Los miembros del colectivo se encargan de garantizarlo. Si hiciera falta, aportando dinero de su bolsillo. Solo han tenido que hacerlo una vez. Fue en 2011 y porque el concierto se celebró en pleno 15-M y apenas aparecieron diez personas.

“Reclamamos el derecho a que el sistema capitalista no sea la única forma de existir. Queremos poder crear un espacio de no negocio”, insisten. Y tras años de exprimir el do it yourself, han redondeado un decálogo inflexible: “No pagamos caché, no pagamos alquiler de sala, dormiréis en nuestra casa, os daremos de cenar, tocaréis en una sala con buenas condiciones técnicas y os trataremos bien”, sueltan a modo de resumen. En 15 años, no han gastado un euro en hoteles ni restaurantes. Para un proyecto autogestionado que quiera sobrevivir en una ciudad tan cara como Barcelona, la austeridad es una norma sagrada.

Para un proyecto autogestionado que quiera sobrevivir en una ciudad tan cara como Barcelona, la austeridad es una norma sagrada

Ojalá Estë Mi Bici ofrece algo que muchas salas y festivales de este país no pueden garantizar: “Un público que sabe dónde está”. Sin dar más consignas que el clásico ‘no se toleran actitudes de mierda’, La Bici ha forjado a su alrededor un público respetuoso y afable. Un lugar de reunión donde 300 personas pueden permanecer en silencio absoluto ante un concierto sigiloso y estallar en pogos fraternales media hora después. Un público muy metido en conciertos de grupos que está viendo por primera vez. Un público dispuesto a darlo todo. Y ese todo puede significar hasta pagar más de lo que marca el precio de taquilla.

Todo eso y más sucedió días atrás en la celebración del 15 aniversario. El colectivo ha crecido tanto que en el cartel convivieron recitales de contrabajo y tormentas hardcore, paisajismo con sintetizadores y aquelarres de blues anguloso, grupos de post-punk, de metal… “Uno de los grupos que invitamos al aniversario, Sota Terra, nos preguntó por qué habiendo grupos de metal buenísimos en Barcelona los habíamos llamado a ellos, que eran de Reus. Pensamos en ellos porque montan conciertos en su ciudad. Eso es un valor añadido”, argumentan. De hecho, un motivo para acoger a ciegas la gira de un grupo es saber que en su país ejercen ese papel dinamizadores de la vida musical.

Benicarló, Pontevedra, Guadalajara, Don Benito...

A estas alturas, habrá quien lamente que en su ciudad no haya un colectivo así. Pero, ¿y si lo hay? “El underground es underground y eso significa que no vendrá a buscarte. Has de investigar: presentarte en el lugar y ver qué hay”, advierten. Gente con el espíritu de Ojalá Estë Mi Bici existe en muchos lugares. En La Faena (Madrid), Plug In The Gear (Benicarló), La Residencia (Valencia), El Rincón Pío Sound (Don Benito), Arrebato (Zaragoza), Liceo Mutante (Pontevedra), L’Argilaga (Mazaleón), M.O.M. (Salamanca), Llimac Elèctric (Lleida)… Y en Guadalajara, Donosti, Granada, Córdoba, Sevilla, Vinarós, Ulldecona...

A menudo se defiende el ideal de la independencia, pero Ojalá Estë Mi Bici aboga por otro más interesante: la interdependencia. Cualquiera de esos espacios depende del resto. Ninguno subsistiría por sí solo. El incendio de El Rincón Pío Sound o el cierre del Liceo Mutante fueron severos mazazos para el circuito. “Es mutilar un poco la escena, eliminar una parada en el camino”, dicen. Todos, en su conjunto, son piedras que permiten cruzar el río. Si desaparece una, tendrás que saltar. Si desaparecen tres, llegarás a la orilla empapado. Si desaparecen cinco, ya no podrás cruzar el río. Cuando se incendió el Rincón Pío Sound, Ojalá Estë Mi Bici organizó un concierto benéfico para recoger fondos y enviarlos a más de 900 kilómetros. También han hecho donaciones para que La Residencia, Plug In The Gear y Liceo Mutante resistan embates críticos.

Son gestos inusuales en un contexto tan competitivo como la industria musical, pero ni siquiera hay que haber seguido a Fugazi para aplicarlos: “Mis padres me cuentan que cuando a alguien se le moría una vaca, el resto del pueblo iba a comprarle la carne a esa persona para que no se le echase a perder, para ayudarla. El capitalismo te vende que tienes que luchar por tu bienestar como si todo lo que te rodea no te afectase. Los humanos tenemos esa ceguera que nos hace vernos como unidades individuales que no formamos parte del mundo. Nos dicen que hemos llegado hasta aquí como especie compitiendo, pero a lo largo de la historia la colaboración ha sido mucho más importante que la competición. Para nosotros, competir no tiene ningún sentido. Hay cosas que no puedes aplicar a tu vida diaria y funcional, pero sí las puedes aplicar a esta otra faceta más artística e ideológica”. Esa es su apuesta. Y en estas siguen.