La portada de mañana
Acceder
Sánchez rearma la mayoría de Gobierno el día que Feijóo pide una moción de censura
Miguel esprinta para reabrir su inmobiliaria en Catarroja, Nacho cierra su panadería
Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Sílvia Pérez Cruz implica por sorpresa a 300 asistentes en un ensayo abierto al público

Barcelona —
19 de marzo de 2024 23:03 h

0

Sílvia Pérez Cruz se friega suavemente el corazón con la mano izquierda. Respira hondo y escucha cómo el aire entra y sale de los pulmones. Acto seguido, se frota las manos y con el calor generado se cubre los ojos y se los masajea con cuidado. Los dedos empiezan a descender por su cara. Primero, hacia los pómulos, luego por las orejas, la barbilla, los labios, el cuello... A ella también le gusta masajearse los riñones antes de cantar. Son ejercicios de relajación muscular en busca de una concentración que le permita recibir y dar música con los mínimos obstáculos. Suele acaba en un punto poco reivindicado del cuerpo: el ombligo. “Yo creo que este punto tan pequeño y frágil es el que lo sostiene todo”, dice. Porque la cantante catalana no está practicando estos ejercicios encerrada en su camerino, sino sobre el escenario. Y tampoco los está realizando ella sola.

Unas 300 personas repiten obedientemente la rutina que propone Pérez Cruz. Se friegan el pecho, relajan los hombros, escuchan su propia respiración, se frotan las manos, recorren su rostro y… abren los ojos. Pocas veces, tal vez nunca, se habrán preparado de forma tan concienzuda para escuchar música. En un mundo tan lleno de ruido, cada día es más necesaria una mínima tabla de ejercicios para entregarse a la escucha de un concierto. Pero lo que está a punto de empezar ni siquiera es un concierto. Es tan solo un ensayo abierto al público. Muy pronto la expresión ‘tan solo’ quedará totalmente fuera de lugar.

A Sílvia le gusta ejercitar la voz repitiendo la palabra sing. Esa ene y esa ge finales le permiten juguetear con la garganta. Y así se lo propone al coro con el que se dispone a ensayar el repertorio de los dos conciertos programados en el Teatro Circo Price de Madrid. Son una veintena de cantantes entre los que es fácil reconocer a la pianista Clara Peya, a la cantaora Cristina López, a Adriano Galante del grupo Seward, a Carme Canela, antaño profesora de la propia Sílvia… También están en el grupo Angela Furquet, Anna Ferrer, Bru Ferri, Henrio, Ferran Savall… Es un auténtico dream team de 24 quilates vocales.

El coro está situado en una pequeña tarima de doble altura detrás de Sílvia. Ella está en el centro de la sala rodeada por un público tan cercano a su ubicación que desdibuja la frontera de lo que debería ser el escenario. De hecho, ella no tiene escenario. Y tan cerca tiene al público que lo invita también a ejercitar su voz. Sinngg, nnggg… Bonita trampa. De repente, esas 300 personas se convierten en el coro adicional de la velada. Nadie venía con esta intención, pero sin saber cómo acabarán siendo partícipes activos de este ensayo.

Una superproducción multisensorial

Suena raro eso de montar un ensayo abierto y cobrar entrada, pero lo que ha pasado estas dos tardes en las instalaciones de la Casa Rius de Barcelona ha sido más que un ensayo con público. Los asistentes podían recorrer las estancias de este inmenso recinto modernista ubicado en el barrio del Eixample y conocer de cerca los distintos ingredientes que conforman el imaginario de Toda la vida, un día (2023). Si el cineasta Tim Burton promociona estos días en Barcelona la exposición Labyrinth con la frase “Es como adentrarse en mi mente”, este viaje por el último disco de la cantante ha permitido adentrarse en su proceso creativo. Ha sido una superproducción multisensorial en la que contemplar retratos de la cantante, telas y otros materiales que dieron forma visual al álbum e incluso catar vinos y aperitivos inspirados en los distintos movimientos del disco.

Y, claro, esta exposición efímera del proceso creativo tenía que incorporar también el ensayo puramente musical con el coro. “En este mundo donde todo va tan rápido, donde parece que hay que llegar cuanto antes, incluso a la fama, quería dar importancia al proceso. Porque en el proceso están los momentos de felicidad”, explica. Suena a tópico, pero pronto se verá cuán cierta es su afirmación. Aquí no hay partituras, sino conversaciones dirigidas siempre por ella; pruebas y errores que se irán superando con perseverancia. En varios pasajes, las instrucciones de la cantante serán complicadas. El coro necesitará orientación y planteará dudas. Habrá que parar y repetir fragmentos, pero cuando por fin cuadren las armonías, el aplauso del público será muchísimo más ruidoso y eufórico. Se habrá logrado algo. En ese preciso instante. Ante sus ojos.

Vestida de rojo, Sílvia Pérez Cruz consulta una libreta en la que ha anotado los títulos que quiere repasar. Junto a ella, el violinista Carlos Monfort y la chelista Marta Roma son sus únicos asideros instrumentales. Con eso y su ombligo, gobierna la escena. Es cantante, guionista, directora de coro y maestra de ceremonias. Alguien del público estornuda en la última fila y Sílvia responde: “¡Salud! ¡Que no nos falte!”. Sus oídos están atentos a todo. En la primera fila del flanco izquierdo está su madre, a quien atribuye todo el mérito de lo que hoy sucede en Casa Rius. Décadas después, este recinto se ha convertido en una extensión de aquella academia de pintura en la que Glòria Cruz acogía a todo tipo de personas, independientemente de sus aptitudes. Estos 300 espectadores se acaban de convertir en alumnos de una escuela improvisada de canto.

Un contagio colectivo

Cientos de personas decidieron dedicarse a la música tras ver un concierto, pero el ensayo de una actuación puede ser tan o más inspirador. Ahí se comprende que cada canción se puede trocear en distintos fragmentos. Sílvia y el coro se centran en los pasajes más exigentes y solo en contadas ocasiones interpretan la canción entera. Más que un viaje, esto es una visita guiada al navío. Pero el navío no está firmemente amarrado al muelle. Se bambolea y todo puede ocurrir. Sentadas en el suelo, varias jóvenes con los ojos fuera de las órbitas saborean cada detalle del ensayo. Esperan la más sutil invitación para incorporarse a ese coro extra y sumar sus voces a la de Pérez Cruz. Quieren sentir ese contagio.

Los conciertos suelen tener un guion. Los ensayos, también. Pero la capacidad de atención del público en un ensayo siempre será menor. Aun así, en esa planta baja de paredes desconchadas la escucha es tan o más atenta que en el auditorio más exquisito porque en cualquier momento puede saltar la sorpresa. Si, para orientar al coro, la cantante dibuja con su voz el fraseo del violín, lo que reciba el público será una enrevesada y vertiginosa viruta vocal. Un aguijonazo de esos que la de Palafrugell dispara casi sin esfuerzo. Si el coro de Ayuda (Martín) se encalla más de lo previsto, explicará que su origen es una canción del argentino Edgardo Cardozo donde melodía y letra avanzan al unísono. “Hay que cantar ‘ayuuuda’ como si pidieras ayuda”, indica. “Pero también hay que aprender a pedir ayuda”. A ella, confiesa, aprender eso le ha sido de gran… ayuda.

Decenas de personas han ayudado durante meses en los preparativos de esta efímera superproducción de espíritu hippy y acabado arty. Y aprovechando que al segundo de los ensayos se han incorporado hasta cinco voces flamencas, en la recta final se improvisan bulerías a diestro y siniestro mientras la maestra de ceremonias disfruta el momento con una copa de vino. Hora y media después de dirigir, corregir, explicar y contagiar su energía, Sílvia aún es capaz de cantar de maravilla, con esa energía inagotable. Cuando aborda Estrelas e raiz, uno tiene la sensación de estar asistiendo al making off de alguno de esos legendarios discos en vivo. Tal vez, el de alguna estrella brasileña de los años 70.

Para cerrar tan insólita velada, y después de nombrar a todas y cada una de las personas implicadas en el encuentro, Sílvia Pérez Cruz recupera Mañana, de su disco Farsa. El público la conoce de sobra y se suma una vez más a ese coro infinito cuyo volumen traspasa ya el techo acristalado de la nave y se expande hacia los balcones de los edificios vecinos. “Cuando yo muera mañana, mañana, mañana / Habrá cesado el miedo de pensar que ya siempre estaré sola / Que ya siempre estaré sola mañana... mañana”. El ensayo ha durado más de dos horas. El público aplaude a rabiar. Aplaude y se aplaude. Ha habido algunas deserciones. Algún espectador sale con visibles prisas. Algún otro aprovecha para secarse las lágrimas. Una joven comenta la jugada con su amiga: “Muy bestia”.

Todo lo ocurrido en estos dos ensayos abiertos desembocará de un modo u otro en los conciertos que los días 20 y 21 de marzo ofrecerá Sílvia Pérez Cruz en el teatro Circo Price de Madrid. Es más que recomendable, antes de que se apaguen las luces, realizarse unas leves friegas en el corazón y los hombros, frotarse las manos disimuladamente y trasladar ese calor a los ojos, reconocer pómulos, orejas y barbilla con los dedos, escuchar con atención el propio respirar y, entonces sí, dejarse llevar por la música. En el epicentro de todo lo que ocurra en el escenario, aglutinando e irradiando, estará el ombligo de Sílvia Pérez Cruz.