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La subida “desorbitada” de cachés impide a un pequeño festival de éxito seguir adelante

Cult of Luna tocando al borde del foso en el AMFest de 2022

Nando Cruz

14 de mayo de 2023 23:21 h

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El domingo 9 de octubre del pasado año se celebró la última jornada del festival barcelonés AMFest. En el escenario, el grupo de post-rock Godspeed You! Black Emperor. Frente a los canadienses, 1.600 personas traspuestas por sus arreones instrumentales. En los pasajes más íntimos de su recital, el silencio fue sepulcral. Así describió la revista Mondo Sonoro el fin de fiesta: “El espectacular y espeluznante final con su mítico The Sad Mafioso... cerró majestuosamente esta gigantesca edición, honrando el sentido y la belleza del underground de la manera más catártica que nadie podría llegar a imaginar o desear. La sensación de realización tras todos estos días es prácticamente total. Solo queda una pregunta flotando entre un delay etéreo, uno de esos que han inundado tantos conciertos estos días: ¿cuánto más se puede llegar a excavar?”.

Algo así se han preguntado durante años los organizadores de esta muestra de músicas a veces intensas, a veces extremas y a veces oscuras, del black metal al post-rock, cuyos grupos buscan desafiar al oyente a través de las texturas y el volumen del sonido. ¿Hasta dónde podría crecer el festival manteniendo su esencia? El AMFest es un festival de nicho que en sus últimas ediciones reunía a más de mil personas por jornada, un proyecto “totalmente altruista y por amor al arte” autogestionado desde una asociación de amigos que en 2022 sacó adelante un festival que costó casi 250.000 euros. Sergio Picón, cabeza visible y programador de la muestra, explica que su objetivo siempre fue “ver hasta dónde se podía estirar estirar el do it yourself”. “Recuerdo el día de Godspeed y aún se me ponen los pelos de punta. Fue un logro conseguir que toda esa gente entendiera qué somos como festival”. La sensación de éxito fue absoluta. Todo tuvo sentido.

Sin embargo, siete meses después de aquella noche inolvidable, el festival ha anunciado que no habrá AMFest en 2023. “Hemos intentado conformar un cartel para este año, pero no nos ha sido posible”, aclaraba el comunicado. Como motivo principal aducían “la subida incontrolada de cachés y gastos por parte de agencias de todo el mundo”. Como en la más vertiginosa composición de Godspeed You! Black Emperor, tras un crescendo sostenido y un éxtasis abrumador, llegó el abismo, la caída sin red y, finalmente, un silencio aplastante, desolador. El equipo impulsor del AM ha intentado confeccionar hasta tres modelos distintos de festival. Todos han topado con el mismo muro: una inflación desbocada de cachés incluso en un nicho tan concreto y minoritario como el suyo. ¿Qué ha cambiado en tan poco tiempo para que un festival que rompió varios años su techo artístico y de público ya no pueda ni siquiera celebrarse?

Tres intentos fallidos

“Los cachés de los grupos que actuaron en 2022 eran los de antes de pandemia, los de 2020”, aclara Picón. Cult Of Luna, Deafheaven, Carpenter Brut, Lingua Ignota y Godspeed You! Black Emperor fueron algunos de los ases en la manga de la última y más multitudinaria edición del AMFest. Con artistas de ese calibre y un cartel de hasta 30 bandas, el presupuesto de contratación no rebasó los 90.000 euros. La primera sorpresa llegó al empezar a sondear cabezas de cartel para 2023. “El AM es un festival mucho más abierto que hace diez años, pero no podemos traer a Harry Styles. Si queremos un cabeza de cartel, las opciones de bandas no son ni diez. Y cuando intentamos buscar otro grupo del nivel de Godspeed vimos que todos pedían cachés prohibitivos: de 40.000, 50.000 y cien mil euros. Nosotros nunca hemos pagado más de 15.000 euros por un grupo, pero hoy cualquier banda de ese nivel ya te pide el doble y el triple”, desvela.

Nosotros nunca hemos pagado más de 15.000 euros por un grupo, pero hoy cualquier banda de ese nivel ya te pide el doble y el triple

Sergio Picón Director de AMFest

La solución era obvia: rebajar sus ambiciones y buscar grupos más económicos. “Nos planteamos hacer un festival sin cabezas de cartel programando muchas más bandas del nivel de nuestro festival, nombres que en un macrofestival serían de la fila cuatro o cinco del cartel”, precisa Picón. Y ahí llegó la segunda sorpresa: “Grupos que en España llenarían una sala para 250 personas ya están pidiendo 13.000, 15.000 y 17.000 euros”. En muchos casos, se trata de bandas que no solo conocen las dimensiones y la filosofía del AMFest, sino que han actuado en él tiempo atrás. Un grupo de metal de vanguardia que tocó en la edición de 2019 por 5.000 euros, ahora no acepta menos de 20.000. Artistas que actuaron cuatro o cinco años atrás piden ahora más del doble y del triple cuando su capacidad de convocatoria no ha crecido ni por asomo en esa proporción.

Visto el panorama, cuando el plan a y el plan b no funcionan, hay que optar por el plan c: rebajar aún más las ambiciones y diseñar un festival rebuscando entre los grupos en la zona de abajo. “Y ahí es donde me pego la megahostia”, suelta Picón. “Bandas apenas conocidas que acaban de sacar su primer disco y que si vinieran a tocar a una sala de España meterían treinta personas, les ofreces 2.500 euros y te piden que subas a 10.000”. Una vez más, inflación desbocada. Incluso en la parte más baja de la tabla de un sector tan de nicho como el suyo. “Ahí decidimos que en 2023 no habría AMFest”, explica. La única alternativa, una vez acorralados por las nuevas dinámicas del mercado, era huir hacia adelante y pagar lo que se pedía por esas bandas, pero esa opción nunca estuvo sobre la mesa. El motivo es evidente: “No queremos pagar 10.000 euros por un grupo que sabemos que vale 2.000”. Así es como funcionan decenas de festivales en España. “No queremos ser uno más de esos”, zanja.

Disparar los presupuestos de contratación hubiese puesto en riesgo la economía personal del equipo motor. “Cuando tu cartel no puede atraer tanto público, puedes palmar 80.000 euros”, calcula Picón. Un segundo motivo, más ético, desaconsejaba sumarse a esa espiral: “Aquí hay una red de gente trabajando de forma altruista para generar una bomba cultural potente que haga que el público entienda que se pueden hacer las cosas de otra manera. Si no pago 40.000 euros a un grupo que merece 20.000, esos 20.000 euros de más los podría usar para pagar a ese equipo”, dice. Y aún hay un tercer aspecto a considerar: la única forma de recuperar una inversión exagerada es subir los precios de abonos y sumarse al engranaje inflacionista del sector. “Pagar esos cachés hubiese disparado nuestro presupuesto a unos niveles que un festival que quiere mantener las entradas a precios dignos no puede soportar. Y la cultura tiene que ser accesible a todo el mundo”, opina Picón. “Nosotros hacemos un festival en el que los menores de 23 años nunca han pagado entrada. No quiero poner entradas a 50 euros el día. Me parece superloco que se estén aceptando estos precios. Pero esta guerra sí está perdida. Ahí el sistema capitalista nos ha ganado”, asume.

Una plaga en expansión

Picón expone su caso con la máxima claridad porque sabe que no solo le afecta a él. “Todos los festivales europeos de nuestra calaña tienen el mismo problema. Los festivales de nicho son los que están en peligro. Y no solo los de nuestro nicho, sino los de cualquier otro nicho”, advierte. Los agentes internacionales están disparando los precios de sus artistas de forma desorbitada y no todos los promotores pueden pagarlos. Obvio: un festival para mil personas no tiene la misma liquidez que uno para 50.000 y aunque los macrofestivales no tendrían por qué interesarse en artistas de nichos tan concretos, cada vez los desean más. “El nuevo hardcore norteamericano es una de las cosas más espectaculares que están pasando. Bandas como Scowl están volviendo a generar esa esencia de salas llenas. Y, de repente, las ves actuando en Coachella”, pone de ejemplo.

“El problema es que los agentes internacionales deberían diferenciar entre macrofestivales y festivales de nicho. Que me traten igual que al Primavera Sound, al Mad Cool o al BBK, no tiene sentido”, resume Picón. Pero cuando los macrofestivales más ambiciosos quieren en su cartel tanto a las superestrellas del momento como a bandas emergentes de todos los estilos imaginables, los agentes ofertan grupos que empiezan a despuntar a esos grandes festivales sabiendo que ellos sí pueden pagar más dinero. Una vez en esa gran liga, el caché de esos grupos de nicho crecerá más por el prestigio que eso significa. Y la espiral alcista irá dejando fuera de juego a cada vez más festivales medianos y pequeños. “Los macrofestivales sobrepagan, pero es su negocio y pueden hacer lo que quieran”, reconoce Picón, “pero si el macrofestival de turno mete el hocico en un nicho, que es lo que nos está pasando, ya no puedes competir”, denuncia.

Crecer despacio significa morir

El AMFest nació en 2013 como una triple jornada de conciertos en salas barcelonesas como Sidecar y Apolo. Por 35 euros podías ver a una decena de bandas, la mayoría estatales. Una década después, y tras un crecimiento controlado, celebró su mayor edición con abonos a 65 euros que permitían disfrutar de 30 de bandas (26 de ellas extranjeras) distribuidas en cuatro jornadas dentro de un recinto con tres escenarios. Tres escenarios, huelga decirlo, donde la música nunca sonaba a la vez. “¡Eso nunca! Tienes que poder ver todos los grupos por los que has pagado la entrada. Es una norma básica de mi concepto de festival”, insiste Picón. “Además, siempre dejamos 15 o 20 minutos de descanso entre actuaciones. No es saludable ver un concierto tras otro sin pausa. Necesitas unos minutos para charlar sobre lo que ha pasado, salir fuera, hacer un reset... Pensándolo ahora, creo que no tiene sentido montar tres escenarios”, reflexiona.

“Hemos crecido paso a paso, yendo de cara y haciendo que la gente sienta el festival como suyo. Y lo hemos hecho a la contra, en un momento en el que estamos justo en el extremo opuesto: la gente no se siente identificada con proyectos culturales sin personalidad y pensados a lo macro. Pero mi forma de entender la cultura es esa: implicar a la gente, que se haga suyo el festival”, defiende. Sin embargo, los últimos seísmos del mercado ya no afectan solo a los macrofestivales sino también a los medianos y pequeños. Los cachés crecen en una proporción que pone en peligro esas propuestas que cultivan a su público con paciencia. La paciencia está prohibida. O te subes al tren del progreso o te arrolla. O saltas en marcha. Nadie está a salvo de la onda expansiva de las altas esferas de este negocio. Ni un festival de músicas extremas y experimentales que se celebra en otoño puede vivir ajeno a las dinámicas turbocapitalistas de los macrofestivales de verano. El tablero de juego acaba siendo el mismo.

“Que los macrofestivales se devoren entre ellos me parece estupendo, pero deberían dejar que los medianos y pequeños pudiéramos existir”, suspira Picón. Sin embargo, esta posibilidad es cada vez más remota en un mercado que tiende a la concentración en cada vez menos manos. Su sospecha es que otros festivales de su perfil llegarán pronto a la misma conclusión y tal vez al mismo callejón sin salida. “Nosotros hemos tenido el olfato de saltar del barco. Otros igual ya están metidos hasta el cuello. Veremos como salen de esta”, apunta.

No hay vuelta atrás: el AMFest no se celebrará en 2023. En su lugar habrá un ciclo de conciertos en pequeñas salas: una vuelta a los orígenes bautizada como AMFest Encubierto. El jueves se anunció el primero de los conciertos y se agotaron los cien primeros abonos en menos de una hora. Cifras modestas para un festival que creció todo lo que pudo hasta que la onda expansiva generada por la voracidad del sector acabó estallándole en la cara.

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