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La tragedia de Astroworld señala los problemas de seguridad y tamaño de los macrofestivales

Nando Cruz

2 de diciembre de 2021 22:18 h

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Este viernes 3 de diciembre se cumplen 42 años de la primera gran estampida mortal en un concierto de rock. El 3 de diciembre de 1979 once personas murieron aplastadas a las puertas de un concierto que The Who iba a ofrecer en el Riverfront Coliseum de Cincinnati. De hecho, se celebró porque nadie informó al grupo de lo ocurrido.

Hace ya más de cuatro décadas de aquello, pero incluso las noticias más recientes y trágicas quedan pronto sepultadas por otras nuevas. Parece que el festival Astroworld ocurrió hace ya tiempo. Pero no hace ni un mes. Diez personas murieron aplastadas durante una actuación del rapero Travis Scott el pasado 5 de noviembre de 2021. En su día, la información ocupó portadas en medio mundo. Hoy es agua pasada. Como tantas otras masacres acaecidas en macroeventos musicales. Sin embargo, la prensa estadounidense ha reabierto el debate: ¿son inevitables estas masacres? ¿Son seguros los macrofestivales?

Un reportaje del New Yorker publicado en 2011 ya planteaba la cuestión tiempo atrás en forma de pregunta: ¿hay manera de garantizar la seguridad del público en grandes concentraciones? Y, para responder, citaban la única fuente fiable en esa fecha. Publicado por la revista Disaster Medicine and Public Health Preparedness de la Universidad de Cambridge en diciembre de 2009, el estudio Epidemiological Characteristics of Human Stampedes afirmaba que, entre 1980 y 2007, se habían reportado en el mundo 215 estampidas humanas y que estas habían causado 7.069 muertes y 14.078 heridos. El estudio precisaba que, mientras en los países en vías de desarrollo las estampidas se producían principalmente en concentraciones religiosas, en los países desarrollados era más habitual localizarlas en eventos deportivos o musicales. Y había otro dato aún más relevante: entre 2000 y 2007 la cifra de estampidas mortales en eventos masivos se había más que doblado con respecto a décadas anteriores.

Una pesadilla recurrente

Horas después del suceso del Astroworld, el Houston Chronicle se apresuraba a echar cuentas y revelaba que, desde 2006, Live Nation ha estado implicada en la organización de macroeventos en los que han fallecido 200 personas y han resultado heridas otras 750. No puede ser de otro modo si, como afirmaba Los Angeles Times hace un año, la promotora estadounidense controlaba en 2019 un 60% del mercado global. Pero cabe aclarar que la cifra de víctimas no se limitaba a muertes a causa de estampidas humanas, sino que incluía tiroteos masivos como el que causó 60 víctimas en un festival de música country en Las Vegas o el atentado suicida en un concierto de Ariana Grande en Manchester.

Acto seguido, la radio pública estadounidense NPR y el New York Times publicaron sendos repasos de tragedias musicales que se remontaban hasta el fatídico festival de Altamont de 1969: una adolescente aplastada durante un concierto de David Cassidy en 1974, tres chicos en un concierto de AC/DC en Salt Lake City, nueve más en la edición de 2000 del festival danés de Roskilde durante una actuación de Pearl Jam, hasta 21 en el desfile de música electrónica Love Parade de 2010, siete víctimas en un concierto del dúo country Sugarland en Indianapolis… Y aún olvidaron varios más: dos fans aplastados en un concierto de Guns N’Roses en el festival Monsters of Rock de 1988, otros dos en otro festival en Arad (Israel), tres en un concierto del grupo mexicano RBD en São Paulo en 2006, cinco en otro concierto del rapero Soolking en Argel hace dos años… Son casos muy puntuales, sí, pero recurrentes.

Muchos de los reportajes que han publicado tanto la prensa como las cadenas de televisión estadounidenses, han contado con un testimonio común, el de Paul Wertheimer. Este experto en estampidas y grandes concentraciones de público trabajó en el equipo de seguridad del concierto de The Who en Cincinnati del 79. Desde entonces, no ha dejado de estudiar el comportamiento humano en este tipo de situaciones. Y de alertar sobre la responsabilidad que tienen los organizadores de los eventos. “Por desgracia, tras 42 años, la industria no ha cambiado mucho en cuanto a seguridad y no lo hará a menos que se la obligue. Solo hay dos formas de hacerlo: que los legisladores aprueben leyes y normas para festivales de este tipo o que se pase a acusar penalmente a los organizadores y otras partes involucradas por negligencia grave”, ha declarado estos días en el digital estadounidense Business Insider. “Si no se cambian los protocolos de seguridad, habrá más desastres”, insiste Wertheimer a sus 72 años.

La industria del espectáculo podría replicar fácilmente estas palabras. La seguridad de los grandes festivales ha evolucionado muchísimo en las últimas dos décadas. Del mismo modo que tras las tragedias de Heysel (39 fallecidos en un estadio de fútbol de Bélgica en 1985) y Hillsborough (otros 97 en otro de Sheffield en 1989) se colocaron asientos en todos los estadios y se prohibió que el público estuvieran de pie, reduciendo así el aforo. La tragedia de Roskilde también supuso la implantación de nuevas medidas de control del público como las conocidas vallas antiavalancha. (La semana pasada, Eddie Vedder ha reconocido en una entrevista que tras aquel incidente Pearl Jam valoró la posibilidad de no volver a actuar nunca). Tras lo ocurrido en Astroworld, los organizadores del festival de Coachella ya han anunciado que reforzarán sus protocolos. Cómo no: Travis Scott y Live Nation se enfrentan ya a al menos 140 pleitos y casi 300 demandantes que, en conjunto, reclaman 750 millones de dólares.

Toques de atención en España

En España nunca se ha registrado una estampida con víctimas mortales en un macrofestival, aunque ha habido varios toques de atención. La tormenta de Benicàssim durante el FIB de 1997 solo causó daños materiales porque la caída del escenario se produjo a una hora en que apenas había público en el recinto. Ese mismo año, la visita de Daft Punk al Sónar provocó tremendos colapsos en los pasillos del Pabelló de la Marbella. Las aglomeraciones de público en varios puntos del Poble Espanyol el año que coincidieron PJ Harvey, Pixies y Wilco fueron determinantes para que el Primavera Sound se trasladase en 2005 al Parc del Fòrum. El incendio del escenario del festival Tomorrowland de 2017 se resolvió con la evacuación inmediata de sus 20.000 asistentes. La única víctima en un macrofestival español ha sido el acróbata Pedro Aunión durante su actuación en el festival Mad Cool de 2017. Pero no conviene olvidar lo que ocurrió en noviembre de 2012 en el recinto Madrid Arena: cinco jóvenes murieron asfixiadas durante una macrofiesta protagonizada por el discjockey Steve Aoki.

Todos estos sucesos, y los registrados en otros países, han obligado a reaccionar a las respectivas administraciones y han hecho rediseñar los protocolos a los profesionales del sector. Sin embargo, el artículo de la universidad de Cambridge lamentaba que “las estampidas humanas fuesen una tipología relativamente única de desastre que nunca se ha estudiado de forma sistemática”. Un gran error, asegura Wertheimer, cuando se trata de un fenómeno estrechamente relacionado con las grandes aglomeraciones, cada vez más habituales en nuestras sociedades. Estudiarlas permitiría descubrir unos patrones comunes de comportamiento. Por ejemplo: a menudo, las estampidas no se producen porque el público huya de algo que teme sino porque intenta acercarse a algo que le fascina. No es una cuestión de pánico, sino de interés. Y eso significa que hay que dejar de echar la culpa al público y fijarla en los organizadores.

Si generas un deseo irrefrenable por algo, debes ser capaz de proteger la integridad de las personas que quieran conseguir lo que les prometiste

El público de aquel concierto de The Who de 1979 no escapaba de nada: solo intentaba entrar en el recinto. Los fans que han muerto aplastados en los conciertos de AC/DC, Guns N’Roses, Pearl Jam y Travis Scott se vieron empujados y finalmente aplastados por una masa de gente que en absoluto estaba enloquecida; solo intentaba acercarse más al artista admirado. El argumento de Wertheimer es simple: si generas un deseo irrefrenable por algo, debes ser capaz de proteger la integridad de las personas que quieran conseguir lo que les prometiste. Y cuando algo falle, los responsables no serán las personas que han acudido a esa llamada, sino quienes hayan generado la llamada: los organizadores del evento, los dueños del recinto, los diseñadores de las campañas de publicidad, todas las empresas de seguridad implicadas en el evento y, por supuesto, los gobiernos que legislan las normativas para este tipo de actos.

En 1979, el impacto de la tragedia del concierto de The Who impulsó al ayuntamiento de Cincinnati a promulgar una ley que prohibía los grandes conciertos sin asientos asignados. La ley se mantuvo en vigor hasta 2004. Fue derogada justo cuando el negocio de los macrofestivales estadounidenses iniciaba su auge, inspirado por el éxito contrastado del formato en Europa. Y aunque es cierto que las medidas de seguridad han mejorado, no es menos verdad que el tamaño de los macrofestivales ha crecido sin ningún freno. Una propuesta obvia para evitar riesgos es reducir la densidad de las concentraciones de público. Es algo que ya trabajan los macrofestivales, pero con una lógica cuando menos perversa: los organizadores buscan atraer al máximo número de espectadores contratando el mayor número de estrellas de la temporada, pero luego planifican los horarios para que los espectadores se dispersen en distintos escenarios. El público compra el abono bajo el reclamo de un lote de artistas que no podrá disfrutar en su totalidad porque se programarán a la misma hora para así evitar aglomeraciones que pongan en riesgo la seguridad del propio público.

¿Quién necesita festivales masificados?

“Por poco que sepas sobre desastres en conciertos y festivales, es obvio lo que pasó porque es un asunto recurrente en este tipo de tragedias: oleada de multitudes, aplastamiento de multitudes, colapso de multitudes, muerte. Así de simple. Pregunta a los supervivientes y te lo contarán”, resume Wertheimer. La solución parece obvia: evitar el primer punto, la oleada de multitudes. Pero la multitud es la materia prima de un macrofestival, el único combustible que lo hace viable económicamente. Su popularidad y su rentabilidad, su mera existencia, depende de la cantidad de gente que esté dispuesta a pagar por agolparse frente a sus escenarios. La pregunta es cada vez más urgente: ¿quién quiere ver a su grupo favorito rodeado de 80.000 personas? Mejor dicho: ¿quién necesita que veas a tus grupos favoritos en estos entornos tan masificados?

Las dudas sobre la seguridad en los macrofestivales seguirán apareciendo de forma intermitente cada vez que se repitan situaciones dramáticas como la de Astroworld, pero lo que cabe cuestionar cuanto antes es el modelo mismo de macrofestival. Que durante tres días se concentren en un único recinto los mejores grupos del momento. Que los grupos más deseados del planeta solo actúen dos noches al año. Que tres o cinco empresas manejen las agendas de los artistas más codiciados. Que el público tenga que recorrer cientos de kilómetros porque los grupos solo tocan en tres ciudades del continente. Que el circuito musical se concentre en cada vez menos lugares y menos fechas. Que el calendario mundial esté manejado por cada vez menos empresas. Y que para que el negocio sea rentable, haya que reunir ingentes cantidades de público en estos eventos que ya únicamente pueden ser concebidos a una escala macro.

Es el capitalismo de concentración aplicado al mundo del espectáculo. Con las incomodidades, las ansiedades y los riesgos que todo ello implica. Y más aún, en un contexto mundial totalmente trastocado por la pandemia.