El 'último' concierto de los Rolling Stones: la eternidad era esto
Ser inmortal es ser una piedra rodante. Seguir en el camino, dando vueltas, de gira eterna. En eso consiste: en ser movimiento permanente. Memoria activada. Hay quien piensa que puedes permanecer vivo gracias a economizar: sentado en una silla con respiración asistida. La receta del jarabe para la eternidad no era esa. Lo sabe Mick Jagger, lo sabe Keith Richards, tambien Ron Wood. Hasta Charlie Watts, que se ha marchado, pero es el primero en presentarse en la fiesta de las pantallas y el rock, lo sabía. Si te mueves —mil giras nos contemplan— no te acabas.
Así empezó el penúltimo circo rodante de sus majestades The Rolling Stones. Con agigantado homenaje digital, viviente, para el batería de jazz que hizo más grande al rock. Se ha ido Charlie para certificar que el resto de la troupe (no olvidemos a Brion Gysin y sus años tangerinos) sigue viva, coleando, y atrayendo.
El rock ambulante inicia su marcha en Madrid. ¿Dónde si no? Este es el terreno más fértil para los amantes del concierto en vivo y en masas. Entusiasmo a raudales. No hay en toda Europa plaza igual. Ni en el mundo mundial. Lo saben los Stones, tras el aguacero en el Calderón, tras los conciertos de prólogo al 92… y siempre. Ya se han recorrido —y yo con ellos— los tres estadios de Madrid. Calderón, Bernabéu y Wanda. Coliseos megaeléctricos, donde el rock se hace dueño de las almas en vilo. Si empiezas con éxito, la publicidad de la gira ya sale gratis. Madrid lo garantiza.
Recordado a Charlie Watts, puso Madrid en sus labios Mick Jagger, que se ha paseado con los suyos por el Retiro con el Ángel Caído (guiño a sus satánicas…), por el flamenco (con fusión stoneada) y ante el Guernica (tan icónico como su lengua). Atrás quedó la Barcelona pre 92, cuando en 1990 acariciaron el Cobi de Mariscal, se fotografiaron con Maragall (tambien con Felipe en Moncloa) y grabamos en el estadio Olímpico en exclusiva su gira Steel Wheels. Tuve el placer y la gran ilusión de trabajar con ellos, y acompañar a Gavin Taylor en la realización del concierto; mientras el rock atronaba, en la unidad móvil reinaba el silencio y hacía las mezclas de imagen con la suavidad de un maestro al teclado.
Un macroconcierto desde dentro
En esa producción aprendí que un tour que convoca cada noche a 50 o 60 mil fieles en 15 ciudades seguidas no se improvisa nada. Había tres sets previstos en tres localizaciones distintas. Obreros del andamio, técnicos de sonido y luces. Y maestros del diseño digital, de la puesta en escena y del vestuario (cuidaba su ropa la que posteriormente fue pareja de Jagger, L'Wren Scott, fallecida en 2014). Proyectar glamur, colores superbrillantes para los grandes sets. Forma, tono y referentes históricos. Cambios de escena y cambios de look… Nada se improvisa. Todo para los ojos de los miles de asistentes.
Mick Jagger sale a un escenario gigantesco que en lugar de aplastarlo le permite lucirse. Viste de rojo y negro. Como un torero galáctico. Su chaquetilla ya prende la atención de la masa, móvil refulgente en mano. Luego vendrá su camisa alada con motivos sicodélicos. Más tarde, un perfil todo negro, el bailarín en mallas, contoneándose hasta… ¿la extenuación? No, Mick no se cansa nunca ni a los ochenta años (¡uy, el pecado de contar la edad!). Ese puntito sobre el escenario nunca se pierde de vista. Siempre se hace notar. O eso deben conseguir los directores de escena (recuerdo al genial doctor en dramaturgia por la Universidad de Nueva York), el diseñador de luces y gráficos o del vestuario. No hay fallos visuales. El efecto siempre lo consiguen.
Hay menos artificio en este último —por ahora— escenario de gran volumen y triple pantalla. Se ha ganado tanto en la definición de la imagen digital proyectada que, con su aderezo de diseño gráfico, se ha convertido en la receta triunfante. Cada canción en vivo debe ser alimentada por un videoclip en paralelo. Varían los motivos: un Nueva York en blanco y negro, las calles de Chelsea, la chica con morritos rosados, textos, líneas de color… fantasías de la era digital al servicio del rock. Hay menos fuegos artificiales —que en tiempos incluso abrían el show como gran sorpresa—, menos elementos hinchables o telas móviles en el escenario. Sigue, eso sí, la gran pasarela. Por la que, en un momento mágico, Mick y los dos Stones del momento se pasean elevados entre el público, para mostrar que son tan de carne y hueso como inmortales. Verlos, palparlos, soñarlos… otra vez.
Abuelos en las gradas
Los Stones siempre ofrecen lo mismo y hasta se versionan. Ahora con una cadencia más melódica, un poco más suave... ¿para que Jagger aguante? Sigue contoneándose como nadie, y su voz aguanta y muy bien el show de dos horas. Consiguen sus canciones poner a tope el motor de los bailables sin hacer pop facilón ni reguetón. Rock de verdad para desequilibrar cualquier cadera.
Te sacan su larga lengua ellos, y tú lo saboreas. A pesar de la edad. Hay una legión de abuelos en las gradas. Algunos meros voyeurs de la nostalgia, aguantando el sillón y las ganas de ir al baño. Otros dispuestos a darlo todo bajo las canas. Hay abuelos y nietos. Este circo de los Sones es transversal, intemporal y galáctico. Tema a tema el público se calienta, y se produce la comunión, la entrega esperada. La legión de zombis ha entrado en trance, y ya no lo deja. Hasta el final, hasta los bises, hasta el metro de vuelta.
Contagiados de la fiebre roquera por los grandes sacerdotes del invento, ya han probado que la eternidad era esto. Un estado de felicidad musical vestido de colores brillantes, bailando bajo el anillo galáctico que abre el Wanda a la noche cálida de Madrid. Lo mismo de siempre y siempre diferente. Como la vida misma que se repite y nunca acaba. Hemos venido a comprobar (¡gente de poca fe! ) que los Sones estaban vivos. Vaya si lo están. Y además imparables. Mick, incapaz de estarse quieto. Keith puntea como nadie. Ronnie sigue con su cara espectral pegado a una guitarra. Cumplió en la noche los 75 y se llevó un cumpleaños feliz a la madrileña, ejecutado por un coro de cuarenta y cinco mil voces, mientras subía hasta el cielo una tarta de confeti más alta que el estadio. Más la gran troupe de saxos, teclados, coros y todo lo necesario para elevar la música al estado de gran felicidad.
Lo mismo y más
Cuando trabajé para la banda en el 90, el show se abría con el Start me up (“I´ll never stop if you start me up…”, dice la canción), y desde el primer minuto las masas entraban en proceso de aceleración. Ahora el ritmo va in crescendo hasta llegar a los clásicos del grupo. El Honky Tonk Woman, Jumpin' Jack Flash (“I was born in a cross-fire hurricane…”) y el resto de sus míticos temas. La noche se va tiñendo de rojo, entrando por fin en el infierno prometido, aromas de plantas calientan el aire del Metropolitano, las piernas ya no se están quietas, todo gira. Metidos en el lío infernal del mejor rock, el más clásico y el más ardiente. El médium ha logrado su propósito. La receta está servida. Lo mismo de siempre, y algo más. La masa de fieles entra en trance. Y quiere más y más. Quiere compartir la eternidad y Mick les concede el anhelado sueño.
Si un día mueren los Rolling Stones —lo que no deja de ser un mero argumento retórico—, no temáis: Mick Jagger (78 años) seguirá bailando sobre su tumba. Y los convidados del rock volveremos para verlo. No hay final.
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