Amanece a orillas del Rin. Una sucesión de hombres encorbatados forma una corriente despreocupada, lanzando desperdicios por donde pasan. Botellas de plástico, restos de comida y todo tipo de inmundicias se acumulan entre la bruma a un ritmo cada vez más vertiginoso. Luego solo queda la basura. El río se ha convertido en un muladar en el que tres ninfas con estética Mad Max tienen como misión proteger un tesoro que subyace bajo neumáticos y restos de tecnología obsoleta.
Con este profético SOS ecológico arranca El oro del Rin, primera parte de la megatetralogía de Richard Wagner (1813-1883) El anillo del Nibelungo que se verá en el Teatro Real de Madrid en cuatro temporadas sucesivas. El compositor alemán tardó un cuarto de siglo en acabar esta gigantesca y magistral partitura de casi 16 horas que narra en cuatro partes el camino hacia el apocalipsis.
El anillo del Nibelungo es hijo de la precariedad. Wagner quedó despojado de todo cuando se convirtió en un exiliado político. Tuvo que huir de Dresde (Alemania) tras fracasar el alzamiento revolucionario contra el rey en 1849, en el que estuvo al lado del pueblo junto a su camarada Bakunin. Una de las lecturas más frecuentes de esta obra es que el compositor alemán plasmó las desigualdades de un mundo que caminaba hacia la industrialización salvaje. Así lo interpretaría el irlandés George Bernard Shaw en El perfecto wagneriano (1898), ensayo en el que sostiene que El anillo es una clara alegoría del colapso del mundo capitalista.
La interpretación que Robert Carsen hace en escena de esta primera entrega es un distópico retrato de cómo la ambición engulle todo cuanto se pone por delante. En esta espiral de corrupción se entrecruzan todo tipo de miserias humanas a diferentes niveles.
Alberich, el nibelungo interpretado por Samuel Youn, humillado e incapaz de gestionar el rechazo femenino, renuncia al amor y profana la naturaleza a cambio del oro que le permitirá forjar un anillo todopoderoso. Todos, de arriba a abajo, ambicionarán ese anillo sobre el que pesa una maldición.
En lo más alto de la pirámide de poder wagneriana se encuentra Wotan (Greer Grimsley), un dios dictatorial en obra y apariencia con una megalomanía que recuerda a la que Trump padece en nuestros días: vive obsesionado por construir una fortaleza cuyos muros le aíslen de las miserias que amenazan su dorado paraíso.
Para ello engaña a los gigantes, sus empleados. Falsot y Fafner (Ain Anger y Alexander Tsymbalyuk) son representantes aquí de una clase obrera lerda, explotada por su patrón, inconscientes de su grandeza para emplearla en otra cosa que no sea al servicio del dictador. Los gigantes acabarán corrompidos como el enano, pagando el precio de su simplista ambición por más y más oro.
La mujer, Freia (Sophie Bevan), se ve reducida a simple moneda de cambio para satisfacer los delirios de ellos. Y bajo el estrato social más bajo están los nibelungos, enanos oscuros que se arrastran en un inframundo de miseria. En una mina tenebrosa, viven como obreros esclavizados por su semejante Alberich: el anillo lo ha convertido en un patrón sin escrúpulos que busca enriquecerse explotando al máximo a los suyos y los recursos de la tierra.
A todos ellos los coloca Carsen en un montaje carente de grandes artificios, pero eficaz y lleno de simbología. Si bien Wagner imaginaría una puesta en escena titánica para la época, aquí grandes bloques de hormigón y grúas suplen al Valhalla. Un palo de golf sustituye al martillo mágico. Una maleta, al jardín de los frutos de la eternidad. Rampas que se abren al subsuelo sirven para escenificar los diferentes estratos sociales.
Escribía Bernard Shaw en uno de sus prólogos para El perfecto wagneriano que su forma favorita de “disfrutar de la representación de El anillo” era sentarse “al fondo de un palco cómodamente sobre dos sillas, con los pies en alto y escuchar sin mirar”. Queda entonces la música.
El granadino Pablo Heras-Casado dirige en el Real una colosal orquesta de 117 miembros para desarrollar “la obra de arte jamás concebida por el ser humano”, como calificó en la presentación de la ópera a la tetralogía de Wagner. Su objetivo al enfrentarse a esta “dificilísima” partitura era plasmar toda su “sonoridad, grandeza, colores, texturas y contrastes” con los que el compositor la concibió. Heras-Casado logra que la música fluya durante dos horas y media, plasmando esos contrastes y texturas, lo que le ha valido las ovaciones en el Real de un público consciente de lo arduo de su misión.
De la mano de gigantes, enanos, dioses y ninfas, El oro del Rin invita a reflexionar sobre las consecuencias de la ambición desmedida y nos sumerge en las cloacas de un poder podrido entre las élites y fratricida en los escalones inferiores que corrompe todo lo que toca, naturaleza incluida. La maldición del anillo es más contemporánea que nunca.