“Si hubiera encontrado el elixir de la vida, no me habría sentido mejor que cuando fragüé la esperanza de que era posible dar la vuelta al mundo en menos de ochenta días”, escribió Nellie Bly en 1889, en la primera de las crónicas que hicieron de ella la periodista victoriana más influyente de Estados Unidos.
Quizá este nombre nos diga poco al otro lado del Atlántico, y eso es lo que la editorial Capitán Swing intenta remediar con la publicación de La vuelta al mundo en 72 días y otros escritos. Bly es una superestrella entre las adolescentes norteamericanas que aspiran a convertirse en periodistas y escritoras. Su viaje alrededor del globo fue solo una de sus proezas, pero ni siquiera la más impresionante.
Antes de eso, la joven nacida como Elizabeth Jane Cochran al oeste de Pensilvania se había infiltrado en el frenopático más famoso de Nueva York (dando lugar al célebre reportaje Diez días en el manicomio), trabajó en una fábrica, pasó una noche en un albergue para mujeres indigentes, visitó un fumadero de opio e incluso probó suerte con el ballet, el adiestramiento de elefantes y el boxeo.
Todos los artículos que surgían de sus trepidantes aventuras tenían una protagonista indiscutible: ella misma. Nellie Bly fue el adalid del periodismo gonzo varias décadas antes de ser bautizado como tal por Hunter S. Thompson. Ella presumió de ese estilo sensacionalista y egocéntrico hasta sus últimos días, cuando gustaba de mencionarse en primera persona incluso durante sus entrevistas a terceros.
El prólogo del libro advierte que hoy en día se obvia este hecho para ensalzar a Bly como una periodista comprometida con las causas sociales y un referente, en lugar de alguien más interesado en el autobombo. Nada de esto, sin embargo, le resta valía a su trayectoria.
Si en algo destacó esta mujer fue en hacerse hueco a codazos en un mundo manejado enteramente por hombres. “Si, por modestia, Nellie Bly hubiese ocultado su luz bajo el almud, ahí se habría quedado”, justifica Maureen Corrigan en el prólogo.
Una vez en la cima, Bly optó por exprimir su firma y su fotografía hasta convertirse en un souvenir de Nueva York en sí misma (como ocurrió tras su vuelta al mundo).
En el siglo diecinueve, las publicaciones no eran demasiado exigentes con el ideal del periodismo imparcial y objetivo. Su verdadera preocupación eran las ventas, y tener a Nellie Bly en plantilla era el mejor reclamo que podía tener entonces un rotativo de la gran manzana.
Joseph Pulitzer lo sabía, por eso le abrió las puertas del New York World. Lo hizo a partir de un mordaz artículo en el que entrevistaba a los directores de periódico más importantes de la city y les preguntaba acerca de tener a una mujer entre sus filas. Sus misóginas respuestas dieron forma a un inusual texto que se hizo eco en todas las redacciones del país, incluida la de Pulitzer, que adivinó con un sentido arácnido que ella se convertiría en su firma más preciada.
La primera periodista gonzo
La infancia difícil de Nellie Bly le ayudó a fraguarse un carácter independiente, sobre todo a nivel económico. Aunque al principio tuvo que pasar por el aro y escribir de temas reservados a mujeres -como jardinería, moda y colecciones de mariposas-, pronto supo que su lugar no estaba donde la requerían, sino donde se le antojaba. Y, a los veintipocos, se le antojó Nueva York.
No es menos cierto que sus miserables orígenes plantaron una semilla de conciencia social que chocaba de frente con su arrogancia. Sin embargo, lo primero fue lo que le consiguió su primer puesto como periodista: su carta al director de un rotativo local de Pittsburg en respuesta a una columna que aseguraba que las mujeres solo servían para parir. Tanto llamó la atención del director, que le ofreció una plaza.
La del New York World tuvo que sudarla un poco más. Como prueba de fuego, Pulitzer le encomendó la peligrosa misión de hacerse pasar por loca en el internado de mujeres de Blackwell's Island.
Bly soportó baños de agua gélida y sucia, comida rancia y la amenaza del maltrato físico y sexual. Aunque debilitada, la periodista aprovechó su tiempo dentro para alzar la voz por las enfermas más vulnerables y por algunas extranjeras que estaban allí por el simple hecho de no hablar bien en inglés.
Su facilidad camaleónica para cambiar de identidad como de muda se convirtió en su seña periodística, y como consecuencia se aficionó a ofrecer cada lunes ideas más kamikazes. Cuando no se hacía arrestar, estaba probando un nuevo invento llamado bicicleta o pidiendo a un practicante de vudú que le realizase un conjuro de amor.
Hasta el día en que, seca de temas, deseó muy fuerte aparecer al otro lado del mundo para no tener que enfrentarse a su editor con las manos vacías. Y así lo hizo, solo que en lugar de una escapatoria se convirtió en el fenómeno mediático de 1880.
Una vuelta al mundo sin final feliz
Esa fue la descorazonadora respuesta de su editor cuando le ofreció una idea basada en la mítica obra de Julio Verne. “Muy bien, que salga el hombre, yo saldré ese mismo día y llegaré antes que él”, contestó Bly ni corta ni perezosa. En menos de dos días, estaba zarpando en un barco rumbo a Londres con una diminuta maleta en la que no cabía ni su tarro de crema facial.
Consiguió volver a casa setenta y dos días después, durante los cuales el New York World había retado en público a una periodista rival (a la que venció), sorteado un viaje por Europa entre sus lectores y convertido la imagen de Nellie en una postal publicitaria.
Pero esta peripecia no tuvo un final tan dulce como el que se le auguraba. Al hacerse conocida, sus investigaciones como infiltrada, que habían sido la piedra angular de su carrera, dejaron de ser posibles. Además, sus editores no le ofrecieron aumentos ni bonificaciones tras haberles hecho ganar miles de dólares con aquellos cuatro reportajes y todo su trabajo anterior.
Se marchó del lado de Pulitzer, pero no para siempre. Gracias a su regreso publicó algunos de los reportajes más notables y comprometidos de su carrera. También se marchó a cubrir la Primera Guerra Mundial desde Austria, se hizo rica al frente de una fábrica y después perdió todo su dinero. Pero siempre regresaba a la máquina de escribir, y así murió, cinco días después de publicar su último texto.
Pero, de todas, las mejores palabras fueron las que le dedicó un director de periódico amigo suyo en su obituario: