Ruido y Silencio

Quien no corre, vuela

Montero Glez

17 de julio de 2020 20:58 h

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Con intuición gitana, Ray Heredia se refería a Alejandro Sanz como “ese chavalín de Algeciras que va a pegar fuerte en esto de la música”. Ray se había hecho con la maqueta de su primer disco, y la llevaba siempre en el bolsillo de la chupa.

No había coche, ni bar, en el que no entrase Ray Heredia y pidiera que, por favor, le pusiesen aquella cinta. Con todo, a pesar del entusiasmo que mostraba Ray Heredia, nadie daba un duro por aquel chavalín de Algeciras que, armado con su guitarra acústica, batallaba por abrirse camino en el ingrato camino del show business. Nadie.

Pero la fortuna muy pronto le vino de frente a Alejandro Sanz, y el año 1991 lo cerró con un concierto en el Pabellón de Deportes, abarrotado de niñas que coreaban sus temas con la explosión hormonal de la adolescencia. Alejandro Sanz había llegado a esto de la música para quedarse, y Ray Heredia no pudo ver cómo su intuición quedaba convertida en certeza, pues falleció meses antes, o mejor, días después de ver en la calle su primer disco en solitario “Quien no corre vuela”. La fortuna le dio la espalda a Ray de una manera trágica.

El otro día, Alejandro Sanz volvió a Madrid –vive en Miami o por ahí cerca– y lo hizo para dar un concierto de tres canciones. Venía contratado por el Ayuntamiento de la capital que pagó 39.920 euros más IVA por una actuación que se desarrolló encima de un puente sobre la M-30.

No vamos a entrar aquí a valorar si es mucho o es poco dinero el cobrado por Alejandro Sanz. Faltaría más. Nadie es quién para poner precio al trabajo de alguien. Con todo, cuando el trabajo de alguien se paga con dinero público surgen las dudas, los interrogantes acerca de la necesidad de pagar a un artista como Alejandro Sanz que, aunque no cobrase –el dinero se empleó para pagar a los músicos y alquilar el equipo de sonido– no deja de ser un despilfarro en nombre de una “operación de promoción turística” que convierte a Madrid y a sus ciudadanos en mercancía. Lo de “fetichizar” la ciudad ha sido -y es- la dinámica de los distintos gobiernos municipales que han sufrido los madrileños a lo largo de su reciente historia.   

Pero tales desajustes son propios de los gobiernos representativos de nuestra mal llamada democracia; un sistema político donde la ciudadanía no puede ejercer control alguno sobre los presupuestos que las autoridades manejan. Sin ir más lejos, no existen mecanismos que regulen el toma y daca del circuito de privilegios de la política madrileña.

Almeida, con tono ponderado, ha conseguido salir impune de toda crítica posible. Su falso discurso, envuelto en aroma de cera Pascual, ha atraído a muchos fieles; gente inocente que se piensa que es un buen alcalde por hacerse fotos en traje de faena; personas que no ven más allá de la superficie, más allá del disfraz conciliador que oculta al lobo neoliberal.   

Tan sólo ha sido más listo que otros por haber aprovechado la crisis del coronavirus para sacar rédito político, para crearse una fama y echarse a dormir sobre el colchón de los favores y beneficios, determinaciones que en política traen como resultado la tasa de ganancia.

Hay que recordar que Almeida debe su triunfo –todo hay que decirlo– a Manuela Carmena y al neocapitalismo representado por Errejón y sus secuaces. Al alcalde Almeida se lo pusieron en bandeja, junto a las empanadillas y los cebreados con poemas ñoños.

Al igual que en música, Ray Heredia fue un revolucionario que transformó por completo el nuevo flamenco, Alejandro Sanz no es más que un reformador de la música ligera. Por seguir con los paralelismos, Manuela Carmena, lejos de la revolución municipal, lo único que trajo a Madrid fueron reformas cosméticas, apariencias que abrieron el camino a un alcalde que ha llegado para quedarse por largo tiempo. Mientras tanto, los buenos artistas, los revolucionarios, los que vienen a transformar el mundo, pasan la gorra debajo de los puentes.