Las obras de arte también son feas, vulgares o aburridas

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Estoy pintando las paredes de casa. Distraída, dejo el bote de pintura abierto en mitad del salón. Retrocedo dos pasos sin mirar hacia atrás y, por supuesto, tropiezo con el chisme y el líquido espeso se desparrama por el suelo, salpicando alrededor. Afortunadamente, he colocado papel cubriendo la tarima. Me detengo un momento para admirar el desperdicio y, después de maldecir mi torpeza, pienso que hay algo interesante en la mancha de pintura.

He dicho “interesante” pero luego me digo que es algo más que eso, que es estético, que es bello, que es apasionante, que tiene intensidad, que es una obra de arte, que es una obra maestra, que Jackson Pollock no lo habría hecho mejor.

Observo una foto de Pollock trabajando en su estudio de Long Island en 1949. Sostiene una brocha gorda de la que se desprende un chorrete de pintura sobre un papel colocado en el suelo. Está en cuclillas y viste un mono de trabajo sucio. Con la otra mano, agarra un bote grande, muy parecido al mío.

¿Qué diferencia hay entre mi pollock y un verdadero pollock? Henchida de este repentino espíritu artístico e inflamada de una súbita y voluptuosa vanidad, me digo: “Poca”. Mientras intento, con torpeza, recortar la obra de arte para convertir el papel protector de tarimas en el lienzo de mi primer cuadro de mi primera exposición, se disipan los aires de grandeza y admito que detrás de la mancha no hay nada: no hay emoción, no hay tensión, no hay expresión, no hay significado, no hay, ni siquiera, un título que ponerle. Y, al parecer, hay jueces que estarían de acuerdo conmigo.

Hace unos días supimos de una sentencia que falló a favor de un restaurante que había utilizado en redes sociales las imágenes que un fotógrafo hizo de su local para una guía de viajes. La guía cedió las imágenes al negocio, para que este las utilizara en su actividad promocional, sin pedir permiso al profesional. Cuando este recurrió a la justicia, el juez no le dio la razón, pues consideró que lo que él había realizado eran “meras fotografías” y por tanto carecían “de la originalidad exigida para tener la consideración de obra fotográfica”.

¿Cómo sabía el juez que las imágenes estaban carentes de originalidad? ¿Además de Derecho, habría estudiado Historia del arte? ¿Criticaría el juez mi pollock tan duramente como el talento artístico de nuestro fotógrafo de restaurantes dignos de ser visitados? Mientras lentamente renuncio a mi carrera como pintora abstracta, voy haciéndome a la idea de seguir con el periodismo unos años más.

Según investigo sobre este tema, aprendo que la protección jurídica de las obras dependía, tiempo atrás, de la belleza. Ese era el principal criterio para medir la originalidad, pues si había belleza, se elevaba el espíritu del alma humana en la contemplación, y por tanto había arte. Por contraposición, lo camp, lo kitsch, lo feo, lo degenerado, lo siniestro, lo monstruoso, lo horrible, lo espantoso ni podía definirse como obra ni merecía protección de ningún tipo. Fue Karl Rosenkranz, un pensador del siglo XIX, el primero que habló de “la estética de lo feo”, como hegeliana respuesta a lo bello, y la cual, como romántico que era, merecía toda su desaprobación.

Al establecer Rosenkranz la categoría estética de la fealdad, cayó en su propia trampa y ya no pudo excluirse más lo que él acababa de categorizar. Por tanto, posteriormente, dejó de ser la belleza el criterio jurídico para discernir las salpicaduras accidentales de pintura de las obras que hacen sentir vértigo a Stendhal, y se comenzó a manejar el binomio creatividad contra originalidad.

Para la perspectiva jurídica que da paso a la propiedad intelectual, las obras surgidas de la creatividad no son necesariamente originales. Por ejemplo, la creatividad laboral puede estar muy bien desempeñada, pero no será considerada obra. Esos memorandos escritos con tanto esmero, excelente sintaxis y finura en el léxico jamás podrán disponer de la protección intelectual de una novela, por mala que esta nos parezca. De igual manera, las llamadas “noticias del día” que redactamos los periodistas tampoco gozan de esta consideración, aunque sí la tienen otros géneros más interpretativos como los reportajes o las columnas de opinión, y las fotografías que publicamos en los periódicos. La línea es fina, es subjetiva y es, por tanto, controvertida.

Hay algo mecánico, automático o funcional en ese tipo de trabajo que nos impide denominarlo obra. En gran medida tiene que ver con la sencillez. Si el producto de una creatividad es muy simple, el juez tampoco lo considerará arte. Por ejemplo: el dibujo de un cubo. En cambio, transformar el dibujo del cubo en un juguete compuesto de piezas que rotan, marcadas con pegatinas de diferentes colores, que colocadas de determinada manera pueden conseguir que cada lado del cubo tenga pegatinas del mismo color, sí es original. Se llama cubo de Rubik y ya está inventado. Hacerlo de nuevo se consideraría copia y seguramente nos caería alguna demanda.

La jurisprudencia europea nos ha proporcionado más información para entender, según los jueces, qué es arte y qué no. Por ejemplo, nos explica que una creación intelectual se atribuye a su autor cuando refleja su personalidad. También nos advierte de que el autor, para ser considerado tal cosa, ha tenido que expresarse tomando decisiones libres y creativas. Con todos estos argumentos en la mano, el fotógrafo de aquel negocio hostelero decidió recurrir la sentencia, a ver si en una instancia superior encontraba un juez con menos sensibilidad artística que el primero.

Y así sucedió. En el recurso de apelación que llegó a manos de una jueza catalana, esta consideró que el fotógrafo no hacía “captación automática de la realidad”, en este caso una merluza bien emplatada, un camarero sonriente, la luz que penetra sobre los ventanales e ilumina los cubiertos. Más bien al contrario, el fotógrafo elige “el encuadre, la luz, la disposición de los objetos y de las personas”, unas decisiones “personales e individuales” del autor “que trasciende a la mera realidad”. Es decir, la fotografía no la hizo una máquina (aunque de las implicaciones de la autoría en las obras de Inteligencia Artificial ya hablaremos otro día), ni un sistema automático (digamos, una webcam que toma una imagen cada cinco minutos del tráfico de una carretera) ni fue puro azar, como mi torpeza con los cacharros de la pintura.

Me aventuro a pensar, sin prueba alguna, que al primer juez no le gustaron las fotos, no le parecieron bonitas y, sin reflexionarlo mucho cayó en aquel caduco criterio jurídico, y también social, de la belleza como determinante del arte. “Son meras fotografías”, dijo aquel juez, con una expresión que denota cierto desdén y produce algo de tristeza cuando uno piensa en los creadores y artistas que ponen su intencionalidad, les salga mejor o peor, nos guste más o menos, nos parezca bello o repugnante, en crear obra. El arte es también eso.

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