Lo primero que hizo Mariano Rajoy cuando formó Gobierno en 2011 fue eliminar el Ministerio de Cultura. Las industrias y creadores culturales quedaron en manos de los ministros de Hacienda y de Educación, Cultura y Deporte. Cristóbal Montoro y José Ignacio Wert, acompañados por el secretario de Estado de Cultura José María Lassalle, construyeron las peores condiciones económicas que se recuerdan, sobre todo para el sector cinematográfico. Acabaron con el ministerio propio y después con el canon digital. El PP perdonó a las multinacionales tecnológicas (equipos, aparatos y soportes materiales) a pagar a los autores la compensación por los dispositivos digitales que reproducen obras originales. Rajoy y los suyos castigaron a los españoles con el pago de la lesión de los beneficios autorales, pero en abril de 2022 el Tribunal Supremo condenó al Estado a abonar 57 millones de euros a varias entidades de gestión de derechos de autor por los perjuicios que les causó la decisión del secretario de Estado de Cultura de Rajoy.
A continuación anunciaron los Presupuestos Generales del Estado y a Cultura le recortaron un 27% de las inversiones para ese ejercicio. Después vino el incremento del IVA de las entradas al cine del 8% al 10% para seguir aumentando y dejarlo en un 21% hasta que en 2018, con Pedro Sánchez al frente del país y José Guirao a los mandos del Ministerio de Cultura, el IVA vuelve al 10%. El PP aclaró desde el primer momento las intenciones de sus políticas presupuestarias para el sector cultural. José Andrés Torres Mora, actual presidente de Acción Cultural Española (AC/E) y antiguo portavoz de cultura del PSOE en el Congreso de los Diputados, afirmó entonces que Cristóbal Montoro llevaba a cabo una “venganza política” contra el cine.
El divorcio entre política y cultura se hacía público con los desplantes de Wert al sector que representaba en el Consejo de Ministros, que decidió no acudir a la gala de los Premios Goya. Y con las malas palabras de Cristóbal Montoro, que en entrevista en Hoy por hoy, en La Ser, en los últimos días de 2013, aseguraba que el problema de la falta de espectadores en las películas españolas no tenía que ver con la falta de ayudas al cine, sino con “la calidad”. La cultura había sido aniquilada y dada por muerta en el Gobierno de España. Tenían malos recuerdos de la gala de los Premios Goya de 2003, en la que la compañía de teatro Animalario declaró el “No a la guerra”.
Un Gobierno sin cultura
El sadismo y el descrédito que acumulaba el Gobierno Rajoy en el ámbito cultural tuvo un capítulo importante cuando Montoro rompió su promesa de una subida histórica de las deducciones a la producción de hasta el 30%. Con esto se esperaba animar a que muchas producciones extranjeras vinieran a rodar a España. Pero cuando llegó la hora de anunciar la reforma fiscal, el ministro de Hacienda lo dejó en la cifra de siempre: el 18%. Así España no podía convertirse en el plató de Europa. También prometieron una nueva Ley del Cine para reformar las fórmulas de financiación de la industria y volvieron a naufragar.
A finales de 2013 el Gobierno anunció que en 2014 iba a recortar un 12,4% de la inversión en cinematografía. Lanzó el comunicado el mismo día que los cines Renoir de Cuatro Caminos de Madrid echaban el cierre. Por entonces el ritmo de cierres definitivos era de 200 salas al año. El PP había dejado los fondos dedicados a la protección de la cinematografía en 48 millones de euros (siete millones de euros menos que el año anterior) y en el Festival de Cine de San Sebastián de ese año, la Federación de Asociaciones de Productores de España(FAPAE) pidió al Ejecutivo medidas distintas a las que se estaban ejecutando, para poner en marcha una nueva financiación del cine. Había que reparar los estragos del IVA en la recaudación (con una caída del 15%) y la falta de ayudas en el descenso de rodajes (con una caída en más de un 28%).
En ese momento España era una anomalía cultural europea: el cine subvencionaba al Estado, aportando a las arcas públicas 110 millones de euros, gracias a uno de los gravámenes de IVA más altos de la Unión Europea. El cine no era el único que lo pasaba mal, los recortes llegaban a museos, archivos, bibliotecas y conservación y protección del patrimonio histórico. Nada se libraba del nuevo modelo cultural impuesto por la mayoría absoluta del PP.
¿Cuál era exactamente? Explicaban que la política de subvenciones había generado “una dependencia insostenible”, que tenía “una ineficiente planificación” y que carecía de “visión estratégica”. El dinero privado debía sustituir al dinero público y para conseguirlo había que reformar la Ley de Mecenazgo. Lassalle prometió tener escrito en el verano de 2012. Para disgustos de sus creyentes más poderosos, el PP nunca acometió esta reforma aunque la habían convertido en su bandera. Las fundaciones culturales de las grandes empresas se quedaron descompuestas y con la promesa incumplida.
Para rematar el vía crucis, en 2014 se puso en marcha la reforma de la Ley de Propiedad Intelectual que logró algo que había desaparecido como posibilidad: los trabajadores de la cultura salieron unidos a la calle en contra de las políticas del Gobierno. Los tres primeros años del PP fueron tal martirio para la cultura que acabaron con su miedo a la precariedad. El desencuentro era total entre las políticas culturales de los gestores públicos y los trabajadores y empresarios de la cultura. Cristóbal Montoro había hecho todo lo que estaba en su mano para convertirse en el enemigo público de la cultura y movía los tipos fiscales a su antojo para no coincidir con las necesidades del cine. Pero el problema del cine español, según el ministro de Hacienda, era un asunto de “calidad”. Montoro sabía cómo asfixiar y montar una coartada (cultural) perfecta.
El fenómeno inesperado
Y entonces, con la industria metida en la UCI, sucedió un fenómeno cultural, político y económico inesperado y quizá inexplicable: Ocho apellidos vascos. El 14 de marzo de 2014 se estrenó la película dirigida por Emilio Martínez-Lázaro, protagonizada por Clara Lago, Dani Rovira, Carmen Machi y Karra Elejalde sobre un señorito andaluz que nunca ha salido de Sevilla y decide dejarlo todo para conquistar a Amaia, una chica vasca. Producida por Telecinco Cinema, tenía un presupuesto de tres millones de euros.
La película fue vista en su primer fin de semana por más de 400.000 espectadores y recaudó 2,8 millones de euros. Superaba en cifras a El lobo de Wall Street (2,6 millones de euros) y 300: el origen de un imperio (2,7 millones de euros), entre otras. En ese momento se pronosticó para el filme una recaudación final cercana a los 12 millones de euros. Cuando terminó el año habían ido a verla 9,5 millones de espectadores y recaudó 56 millones de euros. Es la película más taquillera de la historia del cine español, por delante de Lo imposible (2012), de Juan Antonio Bayona, con 42,4 millones de euros. Desde 2017 ninguna película española recauda más de 21,3 millones de euros. En 2021, la más taquillera fue A todo tren. Destino Asturias, que hizo 8,5 millones de euros.
¿Era ese el cine que unos meses antes pedía Cristóbal Montoro? En 2013 el 14% del total de espectadores acudió a ver una película española. Una cifra habitual. Pero un año después, con el fenómeno de Ocho apellidos vascos, creció hasta el 25,5%. Un porcentaje que nunca antes se había visto y nunca más se ha vuelto a ver: en 2019 volvió a marcar la media del 15%. Lo normal también es que el 70% de las entradas sean para películas producidas en EEUU, pero en 2014 las producciones norteamericanas no pasaron del 56%... El cine español sumó en 2014, 123 millones de euros con un total de 21 millones de espectadores (en 2019, se quedó en los 92 millones de euros). Y con la entrada gravada al 21% de IVA (Hacienda recaudó con la película más de 10 millones de euros).
El odio al cine español
Ocho apellidos vascos acabó con las críticas de Montoro, que había llevado al borde de la muerte a las industrias culturales. Había desarmado su discurso de odio y reconcilió al cine con el público que no estaba interesado en las producciones nacionales. El cine había recuperado autoestima y algo de valentía. Y dos años después el protagonista de la película presentó la gala de los Premios Goya de 2016, que aprovechó para patalear contra las medidas del ministro de Hacienda: “Si a mí me dicen que van a subir el IVA a los yates, no pasa nada, porque no tengo yate. Pues lo mismo le pasa a Montoro con la cultura”, dijo Dani Rovira.
La réplica la dieron desde el Ministerio de Hacienda en El Confidencial Digital, medio al que aseguraron que ni Antonio Resines [presidente de la Academia del Cine] ni Dani Rovira hicieron referencia al fraude en las taquillas de los cines para alterar los espectadores y cobrar más subvenciones de Cultura. El escándalo devolvía esos días al cine español el odio que parecía haber amainado la película de Martínez-Lázaro. Algunos distribuidores falseaban el número de espectadores para obtener más ayudas. El fraude se filtró en noviembre de 2015, momento en el que las ayudas a la amortización estaban a punto de desaparecer. De los 271 largometrajes investigados, once acabaron un proceso judicial. Dos distribuidores han sido condenados por el “taquillazo”.
En 2014, aquellas ayudas a la amortización fueron de 53,4 millones de euros y se beneficiaron 78 largometrajes. Telecinco Cinema fue la productora más subvencionada con 2,6 millones de euros, por detrás de Antena 3 Films, con 4 millones de euros. Los mecanismos de publicidad de las dos cadenas de televisión permiten convertir en éxito la mayoría de sus productos cinematográficos. Eso pasó con Ocho apellidos vascos, tal y como reconoce Borja Cobeaga, guionista del filme junto con Diego San José. Para Cobeaga Telecinco jugó muy bien sus cartas, sabían lo que querían y cómo podían lograrlo. “Machacaron a publicidad”, resume. Esta campaña también fue importante para alterar el estado de opinión en la población más reacia al cine español, que es atacado por su significación poco conservadora.
La derecha tiene un problema
“El rechazo contra el cine español no es por significarse políticamente, sino por no significarse con los que lo rechazan, con la derecha. Se habla del posicionamiento del ”No a la guerra“, en la gala de los Goya de 2003 como el inicio de ese odio, pero toda esa visión ya estaba escrita en el teatro de Fernando Fernán Gómez, en los años cincuenta. Achacarlo al ”No a la guerra“ es tratar de demostrar que callados estamos mejor”, analiza Borja Cobeaga al otro lado del teléfono, mientras termina la producción de su próxima serie, No me gusta conducir, que se estrenará en el canal TNT.
Esa tendencia podría haber muerto con la película que le cambió el humor al público del cine español, pero las declaraciones del nuevo consejero andaluz de Turismo, Cultura y Deporte, Arturo Bernal, muestran que fue una paz pasajera. En 2018 Bernal calificó al cine español de “cuadrilla de ingratos” y a la gala de los Goya de “infumable e impresentable pantomima”. En 2023 tendrá que acudir como representante de la cultura andaluza a los Goya, que se celebran en Sevilla.
El éxito de Ocho apellidos vascos le aguó la fiesta a Montoro y acabó de un golpe con el mito del cine español politizado, subvencionado y guerracivilista. “Es curioso porque se critica al cine español por eso, por su politización y esta película tenía un componente político local que no tenía Bienvenidos al norte [comedia francesa que incidía en el choque rural y urbano]. El mensaje de Ocho apellidos vascos es que, en el fondo, todos somos iguales y eso un poco carca. Pero luego colábamos otras cuestiones atrevidas que habíamos estado desarrollando años atrás con Vaya semanita. Es una película con mensaje político por los cuatro costados y fue a verla gente que no iba al cine desde E.T.”, reconoce Cobeaga. También explica que el éxito del largometraje se debe a la proyección en salas y al efecto contagioso de la comedia. “La comedia funciona mejor en una sala de cine llena. Mejora la película. Si hubiésemos estrenado en una plataforma, no habría funcionado igual”, cuenta.
La risa mitigaba los ataques al cine español. “Se hablaba de la nueva comedia española, pero eso ha quedado en nada. Parecía un movimiento de directores, pero sólo era una etiqueta. Ahora las cadenas no quieren arriesgarse y sólo hacen versiones de éxitos internacionales”, dice Borja Cobeaga. El guionista y director llama la atención sobre cómo el humor sobre el conflicto vasco se ha agotado antes que el drama. Ocho apellidos vascos creó una nueva tendencia en el gusto y el humor se colaba hasta en el tono de la parrilla de las radios. “Pero este de ahora es un humor corporativo, que se hace como rosquillas y sin identidad”, remata Cobeaga. No es el humor que un día alteró los planes que pretendían dejar al cine español tirado en la cuneta.