LIBRO PRIMERO
Mostro
1. OtonÌo de 1933
Giuseppe Mariposa esperaba junto a la ventana con las ma- nos en las caderas y los ojos clavados en el Empire State Buil- ding. Para ver la parte superior del edificio y la antena que per- foraba el paÌlido cielo azul como una aguja se apoyoÌ en el marco de la ventana, y apretoÌ la cara contra el cristal. HabiÌa visto alzarse el edificio desde el suelo, y le gustaba decirles a los chicos que eÌl fue uno de los uÌltimos hombres que pudo cenar en el antiguo Waldorf-Astoria, el magniÌfico hotel que habiÌa donde ahora se alzaba el edificio maÌs alto del mundo. RetrocedioÌ des- de la ventana y se limpioÌ el polvo de la chaqueta del traje.
Por debajo de eÌl, en la calle, un hombre gordo con ropa de trabajo estaba sentado encima de un carro de basura que se desplazaba perezosamente hacia la esquina. Llevaba un sombrero hongo negro en la rodilla y haciÌa resonar unas riendas de cuero muy gastadas en el flanco de un caballo con el lomo curvado. Giuseppe vio pasar el carro. Cuando dobloÌ la esquina, cogioÌ su sombrero del alfeÌizar de la ventana, se lo llevoÌ al corazoÌn y miroÌ su reflejo en el cristal. TeniÌa el pelo ya blanco, aunque todaviÌa espeso y abundante, y se lo echoÌ atraÌs con la palma de la mano. Se arregloÌ el nudo y enderezoÌ la corbata, que se habiÌa ahuecado ligeramente al desaparecer bajo el chaleco. En un rincoÌn sombreado del apartamento vaciÌo Jake LaConti intentoÌ hablar, pero lo uÌnico que oyoÌ Giuseppe fue un murmullo gutural. Cuando se volvioÌ, Tomasino atravesoÌ la puerta del piso y entroÌ pesadamente en la habitacioÌn con una bolsa de papel marroÌn. Llevaba el pelo tan descuidado como siempre, aunque Giuseppe le habiÌa dicho cien veces que se lo peinara... y tambieÌn necesitaba un afeitado. Todo en Tomasino era desordenado. Giuseppe lo miroÌ con un desdeÌn que Tomasino, como de costumbre, no notoÌ. Llevaba la corbata floja, el cuello de la camisa sin abrochar y la sangre salpicaba su chaqueta arrugada. Mechones de pelo negro y rizado sobresaliÌan de su cuello abierto.
—¿Ha dicho algo? —Tomasino sacoÌ una botella de whisky escoceÌs de la bolsa de papel, desenroscoÌ el tapoÌn y dio un trago. Giuseppe se miroÌ el reloj de pulsera: eran las ocho y media de la manÌana.
—¿Te parece que ha podido decir algo, Tommy?
La cara de Jake estaba tumefacta. La mandiÌbula le colgaba hacia el pecho.
—No queriÌa romperle la mandiÌbula —dijo Tomasino. —Dale un poco de beber —respondioÌ Giuseppe—. A ver si le ayuda.
Jake estaba despatarrado, con el torso apoyado contra la pared y las piernas debajo del cuerpo. Tommy lo habiÌa sacado de la habitacioÌn de su hotel a las seis de la manÌana, y todaviÌa llevaba el pijama de seda de rayas blancas y negras con el que habiÌa dormido la noche anterior, solo que ahora los dos botones superiores estaban arrancados y se veiÌa el pecho musculoso de un hombre de unos treinta anÌos, maÌs o menos la mitad de la edad de Giuseppe. Cuando Tommy se arrodilloÌ hacia Jake y lo levantoÌ un poco, colocaÌndole bien la cabeza para poderle echar un poco de whisky en la garganta, Giuseppe lo miroÌ con intereÌs, esperando que el licor le aliviase. HabiÌa enviado a Tommy abajo al coche a por whisky cuando Jake se desmayoÌ. El chico tosioÌ, salpicando sangre en su pecho. Lo miroÌ con sus ojos hin- chados y dijo algo que habriÌa sido imposible de entender, de no haber repetido las mismas palabras una y otra vez mientras le pegaban.
—Es mi padre —dijo, aunque sonoÌ maÌs bien como “eh mi pade”.
—SiÌ, ya lo sabemos. —Tommy miroÌ a Giuseppe—. Hay que reconocerlo, el chico es leal.
Giuseppe se arrodilloÌ junto a Tomasino.
—Jake. Giacomo. Le encontrareÌ de todos modos. —SacoÌ un panÌuelo de su bolsillo y lo usoÌ para evitar que se le mancharan las manos de sangre al volver la cara del chico para que le mirase—. A tu viejo, a Rosario, le ha llegado el momento. No puedes hacer nada. A Rosario le ha llegado la hora. ¿Me entiendes, Jake?
—Si —dijo Giuseppe, y esa uÌnica siÌlaba salioÌ con claridad.
—Bien —replicoÌ Giuseppe—. ¿DoÌnde estaÌ? ¿DoÌnde se esconde ese hijo de puta?
Giacomo intentoÌ mover el brazo derecho, que teniÌa roto, y gimioÌ por el dolor.
Tommy chilloÌ:
—¡Dinos doÌnde estaÌ, Jake! ¿QueÌ conÌo te pasa?
Giacomo intentoÌ abrir los ojos, como para ver quieÌn le chillaba.
—Eh mi pade —dijo.
“Che cazzo!” Giuseppe apartoÌ las manos. MiroÌ a Jake y escuchoÌ su aliento trabajoso. Los gritos de los ninÌos que jugaban llegaron con fuerza desde la calle y luego se desvanecieron. MiroÌ a Tomasino antes de salir del apartamento. En el vestiÌbulo esperoÌ en la puerta hasta oiÌr el ahogado sonido del silenciador, un ruido como el de un martillo golpeando la madera. Cuando Tommy se reunioÌ con eÌl, Giuseppe dijo:
—¿EstaÌs seguro de que has terminado con eÌl? —Se puso el sombrero y le dio forma como a eÌl le gustaba, con el ala hacia abajo.
—¿A ti queÌ te parece, Joe? —preguntoÌ Tommy—. ¿Crees que no seÌ lo que hago? —Como Giuseppe no contestoÌ, levantoÌ las cejas—. Le he reventado la cabeza. Sus sesos estaÌn repartidos por el suelo.
En la escalera, antes de bajar el uÌnico tramo de escalones que conduciÌan a la calle, Giuseppe se detuvo y dijo:
—No ha traicionado a su padre. Debes respetarlo por eso.
—Era duro —apuntoÌ Tommy—. Pero creo que tendriÌas que haber dejado que me metiera con sus dientes. No hay nadie que no hable despueÌs de un poquito de eso.
Giuseppe se encogioÌ de hombros, accediendo. QuizaÌ Tommy tuviese razoÌn.
—LlaÌmalo —dijo Giuseppe, y le dio unos golpecitos a Tommy en el pecho—. Me encargareÌ yo mismo, de mi propio bolsillo. La familia no tiene que saberlo. Dile que les ofrezca sus servicios gratis porque era amigo de Jake o algo asiÌ. Podemos conseguirlo, ¿verdad?
—Claro —asintioÌ Tommy—. Es un detalle por tu parte, Joe. —Y dio unas palmaditas a Giuseppe en el brazo.
—Bien —dijo Giuseppe—. Ya estaÌ, pues.
Y bajoÌ los escalones de dos en dos, como un ninÌo.