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Crónicas de verano

En la piscina de un hotel, con aire escéptico

La tumba de Charles Baudelaire, cubierta de besos, en el Cementerio de Montparnasse (París)
17 de agosto de 2022 22:37 h

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El título es un gancho, una cita y un gancho, no hay piscina que valga, es la canción que ahora suena. A París le queda muy bien Radio Futura, pero es que Radio Futura le queda bien a todo el mundo.

Estoy cansado de servirme de la memoria, solo quiero mirar, que es lo contrario de hacer observaciones. Para realizarme en este preciso instante, entro en la galería Barbier y me detengo frente a ese dibujo de Christophe Blain con el que llevo obsesionado un par de años. Con las gafas en la punta de la nariz estudio el jinete en apuros, el caballo desescalando la roca, siento que desciendo con él tal y como se baja al infierno, con la extrema precaución de quien se conoce bien el camino.

La montura se funde con la piedra, negra como la dificultad, tallada a grafito para ofrecer sus diversas facetas, y parece que la caliza se buscase el volumen y la erosión exacta en el papel, que lo manipulase. El caballo, que no pierde pie, viene dado por la goma de borrar, no está delineado sino extraído: Blain recorre su silueta y cuando lo cree conveniente, traza un vacío que da la forma y el gesto exacto del cuerpo animal. Sin dejar de ser una imagen pura, plana y suficiente en sus dos dimensiones, es un trabajo próximo a la escultura, un dibujo de tebeo sostenido por alguna tracción celeste.

Además de ser el mejor dibujante de Europa, Christophe Blain es un artista guapo, un hombre atractivo, si bien lo es a la manera primorosa y un poco desabrida del francés acostumbrado, como lo puede ser Macron. En cualquier caso, esto a mí me parece un fenómeno extraordinario porque en España solo hay tres dibujantes guapos: Kano, Irkus M. Zeberio y Max echando a volar urracas. El resto son feos como demonios. Auténticos adefesios. No te lo puedes ni imaginar.

El hombre que amaba a las mujeres

En París las películas se estrenan los miércoles. El cine, así, queda imbricado en la semana de la ciudad. El mismo cine que para nosotros es cosa del finde, una opción de ocio cada vez más remota, aquí se infiltra en mitad de la vida y se convierte en un hecho incidental que se disfruta, se habla y se debate en todo momento. En algo ayuda el hecho de que, por veinte euros al mes, puedas disponer de un carné que te permite ver todas las veces que quieras las cuatrocientas pelis en cartelera.

Es ridículo escribir desde París, pero es que estoy en París, ¿qué puedo hacer? Para mitigar el bochorno, me meto en un cine de los muchos que pasan con gran éxito As bestas, película de Rodrigo Sorogoyen que, como todas las suyas, no es mala y no es buena, pero tiene trapío y carácter y expresa la tiniebla miserable en que consiste España. Lo hace manejando la idea, tan bien conocida y rentabilizada por los ricos, de que el peor enemigo del pobre va a ser siempre el pobre.

En el cine de Sorogoyen no hay mucho que hacer, el espectador no tiene demasiado lugar, pero, por si acaso, al salir no abro la boca y sonrío cuando me sostienen la puerta en lugar de dar las gracias de palabra, no vaya a ser que me perciban la nacionalidad. Recuerdo entonces que en mi país hay quien lleva una pulserita con una bandera y siento a la vez vergüenza y náuseas. En la sala de al lado, ponen La noche americana de Truffaut, tal vez la película más hermosa jamás rodada sobre el hecho alquímico y singular que es hacer una película.

François Truffaut, cuya remembranza aquí es perpetua (este verano tiene su filmografía repartida por la ciudad), decía que la Nouvelle Vague suprimió los personajes secundarios para llevar más verdad a la pantalla, pero que con ello dio lugar a unas películas narcisistas. En La noche americana aparece también como actor y lo hace llevando un pinganillo, lo cual me sugiere que se está escuchando a sí mismo, que se da instrucciones y se recuerda que el cine puede ser una cuestión física o una cuestión sentimental. Al ser esta una película muy poblada, siempre que la veo me encuentro buscando en los planos corales a Nathalie Baye, tan nueva y tan guapa entonces, hace cincuenta años, para desearla sinceramente entre la multitud.

Truffaut, que intentó suicidarse un par de veces por amor, no era solo un gran director: tengo la convicción de que fue también buena persona, un humanista, lo cual no sé si hace de él un artista moral o si eso no será más que una cuestión de óptica, una impresión mía. Su primera película, por ejemplo, Los 400 golpes, remite en el título a las sacudidas vitales, los golpes que da la vida, pero es una traducción literal que no contempla la expresión francesa. En su versión original, los cuatrocientos golpes son las mil y una, el hacer trastadas una detrás de otra, algo mucho más alegre. El cine francés no es tan grave, es algo que tengo dicho, y va casi todo de lo que va.

'One More Time'

En la pequeña casa museo de Gustave Moreau hay un cuadro de un mono con una linterna mágica que siempre me pilla por sorpresa. Antes, en una vitrina en la que se han dispuesto un puñado de pinceles despeinados y una caja de acuarelas, he visto unas valvas de mejillón sucias de oro si es que el oro tuviera la propiedad de ensuciar. Mi amigo Eduardo Infante, hombre sabio y también pintor cósmico, me explica que, después de comérselos al vapor, Moreau debía de usar los moluscos como espátulas para dorar.

En lugar de celadores, este, que es el mejor museo de París, cuenta con tres grandes perros negro azabache, alanos españoles perfectamente adiestrados que se ocupan de mostrar los dientes cuando sienten amenazada una pintura. Dos de ellos, sentados sobre los cuartos traseros, hacen guardia en las salas superiores, las que se corresponden con el taller del artista. Un tercero, instalado en la parte de vivienda (la casa del brujo), permanece alerta tumbado junto a la que fuera la cama del pintor, un lecho diminuto a ojos contemporáneos. En un recodo más allá se encuentra un retrete de uso público en el que imagino a Moreau haciendo caca mientras repiensa sus mitologías.

Sentado en la misma taza, minúscula a ojos de hoy, termino de leer Daft, un libro de Pauline Guéna y Anne-Sophie Jahn que es la crónica espectral de una desaparición progresiva, la que cursa paralela al éxito de Daft Punk, cuya ascensión se basó en la propia ausencia, en la reserva y en lo impenetrable. El libro se funda en los testimonios y recuerdos de más de cuarenta personas, habla del french touch, de la libertad, de lo elemental de sus letras, de la conversión robótica (“dos niños reingresando en el universo mágico de sus ocho años”) y de la ingeniería de los sentimientos. Sin embargo, es una lectura corriente y justita, quizás porque el recorrido de Thomas Bangalter y Guy-Manuel de Homem-Christo tampoco presenta mucha peripecia. Daft Punk siempre se definieron por ser un poco la trastienda de sí mismos, por cierto menos es más. Pero, ah, cuando la electrónica fue rocanrol…

En nuestras vidas solo hay una constante: el cambio. Nunca he sabido si Daft Punk fueron el inicio o el fin de algo, pero siempre entendí que sus cascos cromados (que en un principio iban a tener cabello) operaban como peceras de luz cautiva y tenían una función ligeramente distinta a la de una máscara, que al fin y al cabo solo sirve para ser uno mismo y ejercer la propia identidad. ¡Ya estamos, el simbolismo otra vez, el fulgor y las sombras! Los referentes de Daft Punk en ese aspecto eran Kiss, Space, los Residents, los diseños de Metal Hurlant… Su peli favorita es también la mía, El fantasma del paraíso. En Random Access Memories, un disco en el que plou i fa sol, hay un temazo que empieza así: “Hay tantas cosas que no comprendo”.

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