Pólvora de la mañana
Luis Eduardo Aute escribió en su día la más bella canción de amor y derrota que ha dado la protesta musical en nuestro país; una canción doliente dedicada a los últimos asesinados oficialmente por el franquismo. Sus nombres no han de olvidarse: José Humberto Baena, José Luis Sánchez-Bravo, Ramón García Sanz, Jon Paredes Txiki, y Ángel Otaegui.
La memoria española, siempre tan caprichosa, ha dejado pasar de largo aquel crimen de Franco, un viejo chocheante al que no le tembló el pulso para firmar la última sentencia de muerte. Un par de meses después, Franco moriría físicamente, aunque la herencia de sangre siguió llenando nuestro día a día, desde aquel lejano día -27 de septiembre de 1975- hasta el día de hoy.
Con las últimas detonaciones resonando en su pecho, Luis Eduardo Aute escribiría una historia de amor terminal, a pocos metros del paredón, un himno contra la pena de muerte: “Al alba”. La otra tarde la volvimos a cantar, todas las gargantas juntas en una sola, desde los balcones. Entonar “Al alba” fue un homenaje de la memoria para que nuestra derrota no cayese en el olvido.
Pero hay otras historias, de las que poco o nada se sabe y que se cuentan en voz baja, tejiendo con su hilo de sutura los pedazos de nuestra maltrecha memoria. Una de esas historias también tiene a Aute como protagonista y a la pena capital como ejemplo de fracaso de otro dictador: Fidel Castro. Fue Javier Menéndez Flores el que la sacó a la luz en su jugoso libro de conversaciones con Joaquín Sabina -titulado “Sabina en carne viva”- y la cuenta mejor que yo. Con todo, a continuación la voy a interpretar a mi manera.
Porque el 13 de julio de 1989, en La Habana, fue fusilado Arnaldo Ochoa por delito de alta traición. Acusado de actividades de narcotráfico, el general Ochoa fue llevado al paredón tras un juicio vergonzoso donde Fidel Castro se limpió las pulgas de su mala praxis. Porque Ochoa no cometió más delito que el ordenado por Fidel y su cúpula dictatorial. La revolución Cubana se financió con ayuda del narcotráfico, con el contrabando de diamantes y marfil. No hay que negar lo que se sabe.
En los días previos al fusilamiento, Silvio Rodríguez, trovador cubano, visitó Madrid para arrancar su gira por España. Cada vez que visitaba España, Silvio paraba en la casa de Luis Eduardo Aute, pero esta vez no fue así, esta vez Silvio tiró hacia el centro, a la casa de Joaquín Sabina. Allí recibiría el agasajo, no sólo de su anfitrión, sino de sus muchos amigos madrileños entre los que se encontraban algunos periodistas. Faltaba Aute.
Lo más curioso de todo es que ninguno de los periodistas allí presentes preguntó a Silvio Rodríguez por la condena de Arnaldo Ochoa, ni por la pena de muerte, ni por el paredón que le esperaba al general que se había batido por la revolución, no sólo en Angola, sino en la Nicaragua de la Contra, alianza reaccionaria pagada por los yanquis cuando Ronald Reagan era presidente.
Con esto no quiero establecer paralelismos entre una revolución legítima, que partió de abajo, como fue la revolución cubana y la masacre que organizaron los militares españoles que, de manera ilegítima, se levantaron en un golpe de Estado para ensangrentar al pueblo. El único paralelismo entre Franco y Fidel es que ambos, como dictadores, quisieron mantenerse en el poder a costa de lo que fuese, incluida la sangre ajena. Por eso ambos fusilaron al alba. Por eso Franco y Fidel merecen el mismo respeto que los periodistas que callan. Sí. Aquellos periodistas que no se atreven a hacer preguntas que incomoden al poder.
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