Hasta hace nada, se tachaba de populista a lo que se llamó ‘la nueva izquierda latinoamericana’ que, por su lado, defendía su ‘populismo’ sin que el término fuera peyorativo. Hasta ayer, una nueva izquierda española intentaba importar la tesis de aquel populismo de centro izquierda del austro de América.
El populismo de izquierdas logró llegar al poder en varios países de aquel continente aunque hoy, parece, está de capa caída. Y aquí, al otro lado del charco, esa nueva izquierda es parte del Gobierno de coalición y ya no es nueva y, según indican las últimas elecciones, va perdiendo terreno. Mientras tanto, las formas del populismo que la caracterizaron aparecen hoy como parte de la irrupción en nuestras democracias de la ultraderecha más reaccionaria. ¿Qué pasó? ¿Cuándo y cómo el populismo cambió de bando? Si es que lo tuvo alguna vez, claro.
Lo popular y el populismo
Hay un chiste famoso de Tono, uno de los grandes humoristas de la Codorniz, que dice así:
Va un hombre caminando por la calle y, al cruzarse con otro viandante, le suelta:
-¡Pero, Don Gutiérrez, qué cambiado que lo veo!
-Es que yo no soy Don Gutiérrez, le responde el viandante.
A lo que el primero le contesta:
-¡Pues más a mi favor!
Lo popular, ya sea un chiste o un ‘influencer’ se basa en la palabra ‘pueblo’ y aquí viene el quilombo: no hay consenso sobre qué o quienes son ‘el pueblo’, si todos los habitantes de una determinada región, la mayoría de ellos o sólo los más desfavorecidos. Con la palabra ‘populismo’ pasa algo similar, se la utiliza para denominar a líderes políticos tan distintos como Perón, Chávez, López Obrador, Donald Trump o Javier Milei. Personajes cuyas ideas y políticas son contrarias y que lo único que tienen en común es haber sido tachados de populistas.
Para sumergirnos en este apasionante tema tenemos, primero, que ponernos de acuerdo en a qué le llamamos ‘populismo’. Vamos al lío.
Una breve definición
Tomamos aquí la definición de ‘populismo’ que el filósofo postmarxista argentino Ernesto Laclau trazó en su influyente libro ‘La razón populista’ publicado en el 2005. No hace falta firmar la totalidad de su tesis para reconocer la validez de su definición. Sintetizando a lo loco, digamos que el populismo se basa en la capacidad de un líder carismático de convertirse en el símbolo de un buen número de demandas insatisfechas por el poder institucionalizado y que lo único que tienen en común es eso, que no han sido satisfechas. El líder encarna una retórica que opera casi en un plano místico, por lo que él mismo se convierte en símbolo de todas esas demandas.
Según Laclau, el populismo no es una ideología concreta sino una dinámica que permite alinear sectores diferentes para crear una fuerza capaz de disputar el poder al institucionalismo. Es, por tanto, representativa pero no es ideológica sino identitaria, y no es una idea política específica sino una forma de construir lo político. Y esto hace que no esté basado en la razón sino en el deseo que no está mediado por ideas sino por palabras que el propio líder resignifica y que su producto es nada menos que la ilusión. Tranquilos, nos quedaremos con esta breve definición para ir explicando el asunto en tierras gauchas y trazar, luego, algunos puntos de conexión con nuestro entorno. Empecemos por describir los contextos en los que surge a través de un clásico: Juan Domingo Perón.
El contexto populista
Perón no fue el único ni el primer populista latinoamericano, antes que él estuvo Carranza en México y Getulio Vargas en Brasil y, casi al mismo tiempo, Gualberto Villarroel en Bolivia o Luis Battle en Uruguay. En la primera mitad del siglo XX se dio en América del Sur un hecho curioso: la aparición de personajes, militares o caudillos, que se volcaron a la política con un gran apoyo popular y que lideraron movimientos de masas que no encajaban con la lógica de lucha de clases de aquella Europa que se industrializaba a velocidad de vértigo y que, incluso, fueron tachados de filofascistas por la izquierda y de filocomunistas por la derecha. Eran populistas y podían ser una cosa, la otra o ambas al mismo tiempo. Pero veamos en qué coincidían sus respectivos contextos.
Laclau afirma que las condiciones para el surgimiento del populismo se dan en la base productiva de una sociedad en momentos de transición entre un modelo y otro. Y menciona ciertas condiciones derivadas que son el caldo de cultivo para su emergencia: la desconexión de grandes sectores de la sociedad con la representación política institucionalizada, la fragmentación social debido a grandes diferencias socio-económicas y un momento de caos.
Siguiendo con Laclau, todos surgieron en un momento de transición entre el modelo agrícola y el industrial. Todos surgieron en un momento de crisis económica aguda. Entre otros factores, de la repercusión en las economías locales de la Gran Crisis de 1929, cuando aún ni siquiera se habían repuesto de la crisis económica de la Primera Guerra Mundial y de la pandemia de la ‘gripe española’.
La representatividad
Estos gobiernos populistas con líderes carismáticos lograron reformas fundamentales y fueron los primeros en regular las relaciones entre capital y trabajo en una región -Sudamérica- cuyas mayorías sociales vivían en régimen de semiesclavitud desde la formación misma de aquellos países. Había, además, una crisis de representatividad: hasta la irrupción del peronismo, el poder era ostentado por un concordato entre conservadores y liberales, representantes de la oligarquía y la burguesía criollas, que se turnaban en el poder. Y la corrupción era tal que a la década anterior se la conoce como ‘la década infame’.
Las masas argentinas estaban fragmentadas: había una nueva migración desde el campo a la ciudad, desde el agro a la nueva industria, a la que se le sumó la llegada de la migración europea de distintas culturas. El mestizaje abundaba en las clases populares mientras que en la burguesía y las élites eran blancos y europeístas. Los sectores estratégicos estaban en manos de empresas extranjeras, mayoritariamente británicas, lo que ponía contra las cuerdas a las izquierdas locales: en el contexto de la Segunda Guerra Mundial que antecedió al peronismo, el país producía materias primas para Gran Bretaña, por lo que, a pesar de que el nuevo proletariado exigía derechos básicos, la orden desde Moscú era no parar la industria para no perjudicar el esfuerzo de guerra de los aliados. Sin representación en los partidos institucionales ni en las izquierdas clasistas, el proletariado se identificó con aquel general que montó un amplio Estado de bienestar y le otorgó a las mayorías sociales derechos que nadie hasta entonces les había concedido. Y la sociedad se polarizó. Y la polarización, dice Laclau, es otra característica del populismo.
Perón no fue el único ni el primer populista latinoamericano, antes que él estuvo Carranza en México y Getulio Vargas en Brasil y, casi al mismo tiempo, Gualberto Villarroel en Bolivia o Luis Battle en Uruguay.
La polarización
Perón buscaba un pacto entre clases, dijo ante los representantes de la patronal que “o repartimos mejor el pastel o las masas hambrientas reclamarán con violencia el pastel entero”. Pero el pacto fracasó, las élites criollas se negaron incluso a lo más básico: la regulación del sueldo mínimo y la jornada laboral. Y Perón se quedó sin pacto pero con el apoyo de las masas desfavorecidas, los sindicatos, el nacionalismo -el conservador y el antiimperialista-, así como de algunos socialistas, comunistas y trotskistas disidentes. La patronal, los conservadores y los liberales se unieron a las izquierdas y, financiados por el embajador de Estados Unidos, conformaron el bloque autodefinido como ‘antiperonista’ que dio, por contraposición, nombre al peronismo.
Dos bloques heterogéneos enfrentados donde la clave ideológica se difumina para pasar a un enfrentamiento de campos identitarios. Perón pasó a representar a las masas desfavorecidas y al proletariado a los que identificó como ‘el pueblo peronista’ nombrando a los antiperonistas como ‘gorila’, ‘cipayo’ o ‘antipatria’. La palabra ‘pueblo’ pasa aquí a ser un concepto resignificado para identificar a una parte de la sociedad como si fuera el todo. Perón fue derrocado por un golpe militar que caracterizó al peronismo como ‘aluvión zoológico’, deshumanizando a sus seguidores que sufrieron la persecución, la tortura y la cárcel.
El estatismo caracterizó a Perón y a los demás populistas de América latina de su tiempo. Faltarían muchos años para que otro peronista utilizara el populismo para desmontar el Estado: Carlos Menem.
El neoliberalismo populista
Con las banderas de la justicia social y el antiimperialismo del peronismo se presentó Menem a las elecciones generales de 1989 en medio de una gran crisis económica hiperinflacionaria que le dio el triunfo en las urnas y aceleró la caída del presidente saliente, Raúl Alfonsín. Y, una vez en el poder, hizo todo lo contrario: implementar las políticas neoliberales del conocido como ‘Pacto de Washington’. Privatizaciones de empresas públicas a tutiplén y la convertibilidad por decreto de un peso en un dólar como medidas estrella. Menem logró lo impensable: que en el Jockey Club de Buenos Aires, epicentro de las élites criollas furiosamente antiperonistas, cantaran el himno peronista. Pero, a su vez, dividió al movimiento popular: la izquierda peronista se pasó a la oposición.
Las políticas del menemismo acrecentaron las diferencias sociales y sus gobiernos acabaron con un aumento de la pobreza, el desempleo y la inseguridad y con varios escándalos por corrupción que incluían al mismo presidente Menem. El gobierno del candidato radical que lo sucedió, Fernando de la Rúa, mantuvo al ministro de Economía de Menem y su política monetaria hasta que, al finalizar la convertibilidad, explotó la gran crisis económica del 2001, el corralito, la renuncia del presidente y una sucesión de nombramientos y dimisiones de cinco presidentes en medio de un gran movilización popular de indignación bajo el lema ‘que se vayan todos’. Estaban las condiciones dadas para el surgimiento de un nuevo populismo.
El populismo progresista
El Kirchnerismo vino, una vez más, a imponer el estatismo. Ahora, de la mano de Néstor Kirchner, el peronismo recuperó sus banderas de justicia social e independencia económica. Para diferenciarse de los gobiernos de Menem y De la Rúa, priorizó la producción, la educación, la salud y el reparto de la riquezas. Nacionalizó empresas que habían sido privatizadas. La economía se recuperó y Argentina saldó su deuda con el FMI contraída por los gobiernos anteriores. En materia de derechos humanos, impulsó la reapertura de las causas por crímenes de lesa humanidad de la última dictadura así como leyes de género y de despenalización del aborto. Si bien no llegó al poder con un liderazgo consolidado, su popularidad se disparó gracias a su perfil socialdemócrata convirtiéndose en un auténtico líder de masas.
Lo sucedió en el cargo su esposa, Cristina Fernández de Kirchner, que continuó con las políticas estatistas, las nacionalizaciones y la ampliación de derechos para las mujeres y los colectivos desfavorecidos como el LGTBI.
A pesar de los progresos económicos y sociales, una oposición bronca con apoyo de los grandes medios de comunicación, el fuerte personalismo y la retórica de ‘amigo o enemigo’ impulsada desde el poder político, agudizaron aún más la polarización social típica de los procesos populistas, al extremo de que el país se dividió en dos: ‘K’ y ‘Anti K’. Es lo que se llamó ‘La grieta’. Una grieta que se coló hasta el ámbito privado de las familias.
La desilusión de la derecha 'mainstream'
Cristina Fernández de Kirchner finalizó su mandato presidencial en medio de escándalos de corrupción. Corrupción que era vista por el bloque opositor como la confirmación de la utilización espuria del Estado por parte del Kirchnerismo, y, por el bloque oficialista, como 'lawfare' impulsado por una oposición torticera con llegada a sectores del poder judicial.
Macri, líder de la oposición, también jugó la carta populista acentuando la polarización pero no logró una identificación popular con su figura y fue de una gran pobreza performática. Sin embargo, logró concentrar la oposición al kirchnerismo con el apoyo de las élites económicas anti-K a las que él mismo pertenecía. El triunfo de la alianza de centro derecha liderada por Macri recuperó la agenda neoliberal impulsando la gestión privada en detrimento del estatismo kirchnerista y firmó el mayor préstamo en la historia del Fondo Monetario Internacional. Pero el préstamo fue a parar a manos privadas asumiendo la deuda el propio Estado. La crisis económica le explotó en mitad de su mandato, que no estuvo exento de escándalos de corrupción, incluyendo la aparición del propio presidente en los ‘Papeles de Panamá’. La vuelta al modelo neoliberal empezó a hacer aguas a mitad de su mandato que, si bien acabó, dejó a parte de su electorado huérfano de representación. Se avecinaba la vuelta del peronismo.
La desilusión del estatismo
Las elecciones las ganó el peronista Alberto Fernández con Cristina Fernández de Kirchner como vicepresidenta. Fernández era visto por la oposición como un mero títere de Cristina por lo que no tardó en imponerse para dejar claro quién mandaba, lo que creó tensiones internas en el propio gobierno. Heredó la crisis económica y la monumental deuda con el FMI del macrismo a lo que se le sumó la caída en los mercados internacionales de la soja, cultivo que había logrado impulsar la economía en el período K.
Y pasó lo que pasó: una pandemia global que cambió nuestro mundo para siempre.
En Argentina, el confinamiento duró casi ocho meses y estuvo rodeado de escándalos, como la violación del confinamiento por parte del mismo presidente Fernández, presuntas irregularidades en las contrataciones de seguros y acusaciones de enchufismo en el plan de vacunación.
Una inflación galopante, un déficit público y una deuda con el FMI inasumible, una gestión de la pandemia cuestionada a diestra y siniestra y los niveles de pobreza y hambre en niveles estratosféricos, hacían que el país entrara, una vez más, en un contexto caótico y de descrédito tanto de las instituciones como de los dos bloques consolidados por la polarización. El terreno quedaba abonado para la aparición de un nuevo líder carismático que fuera capaz de capitalizarlo: Javier Milei.
Conclusiones: el 'influencer' como nuevo líder carismático
El sorpresivo triunfo de Milei en la segunda vuelta de las últimas elecciones presidenciales en Argentina tiene puntos en común con el resurgir del populismo en las derechas y ultraderechas de las democracias liberales de nuestro entorno.
Laclau afirma que los populismos se dan en momentos de transición entre un modelo y otro. Conviene aquí ver en qué transición estamos en la pospandemia tras la irrupción de las nuevas tecnologías y la IA. La desconexión de grandes sectores de la sociedad con la representación política institucionalizada y la fragmentación social promovida por la sociedad de consumo, los algoritmos y las redes sociales.
Tras la atomización del electorado y el derrumbe del bipartidismo, las opciones de gobernabilidad han derivado en alianzas que tienden a conformar dos bloques heterogéneos pero altamente polarizados, lo que promueve los liderazgos a través de un vínculo emocional con sus seguidores y la búsqueda de la identificación a través de la resignificación de palabras como ‘casta’, ‘libertad’, ‘dictadura’, ‘facha’, ‘zurdo’, etc.
La deriva caótica del capitalismo global y el fracaso de la democracia liberal a la hora de solucionar la creciente desigualdad tras décadas de modelo neoliberal, sumado a la falta de un proyecto ambicioso por parte de las izquierdas en su encaje en el liberalismo tras la caída de la Unión Soviética, y la sensación de hartazgo ante la corrupción y el 'lawfare', alientan la desconfianza en los partidos y las instituciones. Ya no se trata de una lucha por las ideas sino de una lucha de relatos. Y la pluralidad de la democracia muta en polarización, el debate en enfrentamiento y la expresión en movilización.
La constatación de que en nuestras sociedades hay identidades distintas a la de la clase social -género, raza, etc- y la institucionalización de los derechos de estos sectores vulnerables o postergados agrupados en estas identidades, ha derivado en que un sector de los jóvenes -sobre todo hombres y blancos- perciban como rebeldía al conservadurismo más reaccionario. Y, a su vez, las redes sociales han propiciado un nuevo tipo de liderazgos, los ‘influencers’, capaces de aglutinar una variedad de demandas no satisfechas por fuera de los canales políticos tradicionales.
Claro que a Milei, como la mayoría de estos nuevos líderes populistas de ultraderecha, tienen el apoyo de empresarios que ven en ellos una gran oportunidad para desactivar, con la legitimidad del voto democrático, las limitaciones al paradigma neoliberal que impone la crisis climática, el mayor reto de nuestra especie, y que requiere de una revisión urgente de nuestras relaciones socioeconómicas, un reparto de las riquezas y una gestión racional de los recursos del planeta, lo que atenta directamente contra sus ganancias.
El populismo, como hemos visto, nunca tuvo bando porque es un mecanismo y no una ideología. Si el populismo servía ayer para ilusionar a las mayorías sociales en defensa del Estado como defensor de sus intereses, hoy los mismos recursos son utilizados para desmontar un Estado de bienestar que ya no es necesario porque ya no existe el riesgo de una revolución social.
Lo que se presenta hoy como rebeldía ante el caos beneficia a los mismos que nos han llevado hasta aquí. Como en el chiste de Tono, pensarán:
-Pues más a mi favor.
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