El 8 de abril de 1994, el electricista Gary Smith instalaba un sistema de seguridad en una casa de Seattle. Subido a su escalera, Smith pelaba cables y probaba interruptores.
La cosa se complicaría para Gary cuando, a través de una de las ventanas de arriba, pudo ver el cuerpo de un hombre tendido en el suelo. En un principio, Gary pensó que se trataba de un muñeco, pero cuando se dio cuenta de que tenía sangre en la oreja y un rifle sobre el pecho, el electricista decidió dar la voz de alarma. Según la autopsia, el cadáver llevaba tres días en la misma posición. Había quedado así tras haberse autoinfligido un disparo a cañón tocante en la propia cabeza con un rifle marca Remington. El suicidado era el líder de una de las bandas del momento: Kurt Cobain, cantante de Nirvana.
Había fallecido a los 27 años, cumpliendo la consigna de un club cuyos miembros morían jóvenes para dejar un bonito cadáver. Como si de un aviso se tratara, un mes antes de que las bombillas del show business le fundieran para siempre, Kurt Cobain se debatía entre la vida y la muerte en un hospital de Roma. Tras conocer la noticia de su ingreso, el magnate discográfico David Geffen dijo: “Bueno, hay gente a la que, hagas lo que hagas, no se le puede ayudar”.
Dos años antes, Kurt Cobain le había escrito a David Geffen una carta en la que se presentaba de forma directa “Hola, me llamo Kurt Cobain y soy el cantante principal, guitarrista y compositor de la banda Nirvana. Supuestamente he hecho que tu compañía gane mucho dinero”. El asunto de la carta no era otro que el anuncio del fin de la banda. Cobain quería romper el grupo y acabar con todo.
La culpa la tenía un artículo aparecido en Vanity Fair donde se le difamaba como consumidor de heroína. Sí; la sensibilidad de Kurt Cobain llegaba a esos extremos de autodestrucción. Por una noticia dañina estaba totalmente decidido a hacer desaparecer a uno de los grupos del momento. Porque quería seguir siendo un yonqui al igual que lo era William Burroughs, es decir, sin que se le notase. Asunto difícil para un chaval con la fibra abrasada por las luces de la fama.
Porque el grunge, penúltima corriente musical antes de fin de siglo, tenía en Cobain a su divinidad. Demasiado peso para un chaval que, en el fondo, buscaba pasar desapercibido con sus gafotes de sol y su gorra de orejeras. Uno más para la lista de juguetes rotos donde todos los nombres son sinónimo de perdición: Janis Joplin, Jim Morrison, Jimi Hendrix, Gram Parsons, Sid Vicious, Amy Winehouse, Whitney Houston y suma y sigue. Cadáveres de una industria –la del espectáculo– dirigida por gente enferma que convierte en divinidades a hombres y mujeres, absorbiendo sus cerebros en una espiral huracanada de autodestrucción que se lleva por delante cualquier gesto de rebeldía.
Acaba de salir la biografía de Kurt Cobain escrita por el que fuera su manager, Danny Goldberg. La publica Alianza y en ella Goldberg nos cuenta, entre otras tantas cosas, que la mujer de Cobain, la cantante Courtney Love, contrató un detective para que siguiera la pista a su marido. Fue cuando a Cobain le dieron el alta en el hospital de Roma. Tras una bronca doméstica con Courtney, el cantante de Nirvana se largó de casa y tomó el camino de la muerte. Se encontró con su amigo Dylan Carson y le pidió que le hiciese el favor y que le comprase un rifle. A Kurt no se lo iban a vender, se lo denegarían. Eran famosas sus peleas con Courtney, tanto como su adición a la heroína. Al final su amigo le hizo el favor.
Con todo, en un ataque de lucidez, y para evitar que la tendencia suicida le superase, Cobain decidió ingresar en un centro de desintoxicación –Exodus de Los Ángeles– del que escapó a los dos días trepando un muro. Era primero de abril de 1994, cuatro días antes de que estrenase su nuevo rifle.