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Opinión - Volver a empezar. Por Rosa María Artal
RUIDO Y SILENCIO

Las resurrección de Juan Moneo, 'El Torta'

Juan Moneo, 'El Torta', durante una actuación en 2004

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Hubo un tiempo en mi vida que me sentí como un sonámbulo buscando el interruptor de la luz. Andaba perdido, dando bandazos en lo oscuro, con la brújula mareada de mis pasos siempre al borde del precipicio. Luego me enteré de que aquello tenía un nombre clínico tan manido como incurable: depresión. Si salí de allí, si encontré el interruptor a tiempo, fue gracias al flamenco y, en especial, a un cantaor de los Jereles apodado ‘El Torta’ por el que siento un afecto especial.

Cuando lo conocí en persona se lo hice saber, diciéndole que su quejío ronco había estado presente en muchos momentos en los que el flamenco me ayudó a tirar adelante, sin importarme que las mineras hablaran de derrumbes y de explosiones ciegas, ni que los fandangos cantasen a la pena de la madre muerta; el flamenco había logrado retirar de mis manos el tacto de la soga y eso era algo que le quería agradecer.

El Torta se pidió un güisqui y entonces me contó que él había visto la muerte en muchas ocasiones “Pero no me quiso llevar, se escondía de mí”, dijo, socarrón. Luego me empezó a contar que una vez sí que estuvo cerca de ella, o eso mismo creyó él. La historia tiene su guasa y su chispa, por eso merece un aparte.

Fue una noche que duró muchas noches “no sé si me explico”, me dijo El Torta, que iba con una gente y se metieron en un antro, pero él no supo cómo ni dónde y llevaba tal morao encima que se hizo a un lado, en uno de los sofases, a dormirla un poco, tumbándose a lo largo y poniéndose por encima el abrigo ese negro de solapón que lucía por los Jereles cuando empezaban los fríos. Y así se quedó dormido. Cuando despertó, no sabía dónde estaba; allí no quedaba naide. La gente se había ido pensando que el Torta también se había ido, que había pegado la espantá. Y que el bulto del sofá era un abrigo que alguien se había dejado. Algo así también debió pensar el dueño del garito que apagó las luces y echó el cierre sin preocuparse de nada más.

Pero todas estas cosas, El Torta las supo después; de momento había despertado en lo oscuro con un cebollón mu gordo y se encendió un cigarrillo, y a la luz del mechero distinguió unos féretros egipcios que servían de decoración. Entonces se sintió como si estuviera en un templo antiguo, por lo cual, pensó que ya había muerto y que andaba por el purgatorio.

Así que se puso el abrigo y, alumbrado por la luz del cigarro, llegó hasta la barra del bar y se sirvió un Marie Brizard. “Pa esperar a Dios”. Mientras se bebía el anís, pensó que lo primero que iba a decirle a Dios era que lo llevase donde estuviera Camarón, la Paquera, Terremoto, Moraíto y Luis el de la Pica, que seguro que andaban liándola por ahí. Pero Dios tardaba y El Torta, impaciente, se sirvió otro trago. En esto que se abrió la puerta y apareció la de la limpieza con la fregona y la bayeta, y El Torta le preguntó, con mucha educación, si Dios se iba a demorar mucho. A lo que la de la limpieza contestó que los festivos Dios no trabajaba. Así que como estaba la puerta abierta, el Torta salió a la calle y entonces se dio cuenta de que era domingo y que no estaba muerto.

Murió de verdad poco después, una Nochevieja en Sanlúcar; porque ya se sabe que el destino tiene esos desarreglos. A veces me lo imagino de fiesta con la Paquera, Moraíto, Camarón y toda la pandilla, y me acuerdo de aquellos días en los que yo era un muerto en vida, deambulando a oscuras por una casa desconocida sin encontrar el interruptor de la luz. Aún no sabía que para la depresión, lo más importante es elegir buena discografía.

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