- El jurado de La Voz, que acaba de estrenar su segunda temporada, cumple la misma función que las risas enlatadas de las telecomedias: decidir nuestra opinión sin necesidad de prestar atención.
Cuando el programa La Voz se estrenó en 2012, las promociones se centraron en dos ideas principales. La primera: que era un fenómeno internacional, donde decenas de países tenían idéntico programa con idéntico decorado, en esas fiebres trasnacionales que traen, a veces en dos canales simultáneamente, ahora un concurso de habilidades y luego figurones saltando del trampolín. La segunda: que este concurso de cantantes tenía la innovación importantísima de que los jueces, mientras escuchaban, no miraban a los aspirantes.
Aquí se colocaban, en palabras de la juez Malú, “totalmente de espaldas”. Al parecer en otros programas los especialistas se dejaban condicionar por las patas de gallo, los michelines y las camisetas de mercadillo, pero con este revolucionario método “por fin ni el aspecto ni la edad serán impedimento” para la victoria, que en el vocabulario del programa siempre se denominaba 'el sueño'. “El hecho de no ver y sólo sentir”, arrancaba Malú y remataba Rosario, “nos hace más libres porque va directamente la energía más limpia donde tiene que ir”. Me estoy explayando para hacer justicia: el programa dedicaba un tercio de su extensión, veinte minutos completos, a insistir y recalcar que en las “audiciones a ciegas” los jueces iban a estar de espaldas. Con la visión tan relegada, se podría pensar que La Voz sería mejor un programa de radio. Pero luego se hacía patente por qué tanta insistencia: tal vez ellos no verían a los concursantes pero nosotros íbamos a saciarnos de ver a los jueces. No hacía falta discernir si lo que estábamos oyendo era valioso, porque teníamos sus caras para decidirlo. En La Voz podíamos quitar la voz.
El “experimento sociológico”
El “experimento sociológico”Los jueces en la televisión cumplen la función de las risas enlatadas de las telecomedias: decidir nuestra opinión sin necesidad de prestar atención. “La máquina que se ríe por ti” que denunciaba Slavoj Zizek no solo nos libra del trabajo muscular o de comprender el chiste: nos libra también de atender a la tele. Allá en el año 2000 (hace una eternidad) el director del semanario El Coaxial de la Universidad de Zaragoza se suscribió a Vía Digital para seguir de forma intensiva la primera edición de Gran Hermano. Como fiel seguidor del filósofo Gustavo Bueno, que iba a participar como analista en el “experimento sociológico”, sintonizaba cuanto podía el Canal GH y prestaba doble atención en las galas, pero semana tras semana no entendía nada. Expulsaban concursantes de una forma aparentemente aleatoria, sin relación con lo que sucedía realmente en la casa. Cuanto más observaba, menos lógica veía. Tardó meses en descubrir que estaba mirando en el sitio equivocado: a los aspirantes les echaban del concurso según lo que decía Boris Izaguirre en Crónicas Marcianas. El concurso de convivir en la casa no evolucionaba según la forma en la que se convivía en la casa.
Más revelador ha sido el reciente concurso Masterchef, donde los jueces tienen un papel aún más central que en La Voz, porque si un plato sabe a barro solo lo saben ellos. En la semifinal del programa eliminaron al último aspirante por presentar un manjar donde, en palabras del juez Rodríguez, “faltan ingredientes que nunca has utilizado: sencillez, humildad”. A su lado, clasificada, pasaba una concursante que en la prueba anterior había preparado un postre confundiendo la sal con el azúcar, un detalle gastronómico que entendíamos los profanos y que iba más allá de la finura en las papilas gustativas. Para expulsar al concursante podían haber alegado que la textura del arroz no era satisfactoria, cualquier variante de la cocción y el sazonado, pero lo que faltaba era humildad. El programa de cocina dejaba de ir sobre platos y pasaba a ser un programa sobre la moral.
Voz sin voz, casa sin casa, plato sin plato
Voz sin voz, casa sin casa, plato sin plato Los jueces son pieza central en la televisión moderna. Evitan que el espectador valore los contenidos de la pantalla: cada instante llega ya con su tasación, igual que las actrices mueren de placer cuando prueban la natilla que están anunciando. El juez puede contradecirse sin problemas. En una misma gala, la presentadora de Gran Hermano puede acusar a un concursante de ser machista y poco después burlarse de otro por “no ser lo bastante hombre”. No hay forma de saber si, en el programa Sálvame, el próximo romance que emparejará a millonario con modelo será una villanía que reúne por interés o la encarnación misma del amor.
Los jueces calibran tanto el espectáculo como la intimidad, y dan su condena o su aprobación de forma aleatoria y cambiante como el tiempo atmosférico. Lo que era un recurso para insuflar valor ha derivado en un modelo del mundo. Una moral donde no hay forma de portarse bien. Un modelo de convivencia donde la máquina de reír ríe la última.