Era rubia, como sucede con la mayoría de las morenas. Se llamaba Nadia o eso decía, y hablaba con la voz ronca, igual que si en su garganta ladrase un perro afónico. Se sentó a mi lado, en la hierba que crecía como un herpes sobre el asfalto de la Castellana. Eran esas horas en las que la noche aún no tiene precio y yo me estaba fumando un canuto.
Me pidió una calada y por trabar conversación me preguntó que qué hacía allí. Le contesté lo mismo que le decía a todas, que estaba rindiendo homenaje —mi humilde tributo— a un artista del pueblo al que, en ese mismo sitio, le metieron una paliza los señoritos de Falange; por rojo y por maricón. Sucedió hace la tira de años, se llamaba Miguel de Molina y David Bowie le copió en todo menos en la voz. Eso era imposible.
La tal Nadia escuchaba atenta la historia y cuando terminé de contársela, soltó el humo como si soltase una carga desde muy dentro. Me pasó las últimas caladas y me dijo que esas cosas seguían sucediendo ahora. Sin ir más lejos, a una compañera suya, una tal Raquel que se hacía la calle por detrás de Gran Vía, una noche se la llevaron presa. En comisaría la metieron en un cuarto donde se divirtieron con ella a golpes.
Un grupo había hecho una canción que era muy famosa, me siguió contando Nadia. Aunque yo no escuchaba la radio y apenas veía la tele, conocía la canción. La había escuchado de pasada sin pararme mucho en ella. A partir de ese momento, la historia me interesó tanto como para seguir la pista al relato y llegar a la tienda de discos que había en el mercado de Cuatro Caminos. Una vez dentro, le pregunté al dependiente por la canción Manuel Raquel y en seguida me sacó el disco, un sencillo en cuya portada aparecían los retratos a color de cuatro tipos con pintas ochenteras: coletas, hombreras, camisas de cuello blando y jetas serias.
Cuando llegué a casa y lo pinché, me di cuenta de la calidad de aquel grupo cuya fuerza no tenía nada que envidiar a los grupos de pop extranjeros. Es más, la otra canción del single se la hacían en inglés y eso, sumado al nombre, Tam Tam Go!, lo convertía en el grupo más internacional que había escuchado hasta entonces. Pero la sorpresa vino cuando leí los créditos del disco. La letra de Manuel Raquel venía firmada por Ricardo Franco, el director de cine que era sobrino del tío Jess.
Para quien no la haya escuchado aún, decir que la canción con la que arranca esta peripecia cuenta la historia doliente de un travestí que acabó saltando al vacío, huyendo de la incomprensión y de la brutalidad, de la soledad y del abandono; huyendo de los mismos perros que ladraron a Miguel de Molina pero con distinto collar.
Y estos recuerdos me asaltaron el otro día cuando me enteré de la muerte de Rafa Callejo, uno de los músicos que salían en la portada del sencillo, aquel cuya canción se quedó grabada para siempre en mi memoria, junto a la voz ronca de una morena que iba de rubia.