Si fuese cualquier otra persona, no consentiríamos en definirla como artista de la década cuando hace apenas dos años que bautizó un fenómeno a escala mundial. No tiene que pedir que digamos su nombre, como clama en el tercer sencillo de El mal querer, porque actualmente todo lo que toca Rosalía se convierte en oro (por mucho que maldijese al dinero en su canción Millonária), pero también en polémica.
A sus 26 años ha recibido acusaciones de apropiacionismo cultural del colectivo gitano, ha sido repudiada en el flamenco e incluso ha despertado celos en divas de otra época, como Marta Sánchez. Mientras tanto, ella sobrevive a las inclemencias desde un limbo al que pocos artistas de este país tienen acceso. Está muy lejos del nivel terrenal, por eso esto es un perfil y no una entrevista, y a la vez es reivindicada “en las peñas” (y los Hamptons), (en el Palace) y “en el chino”.
Es la cantante española más escuchada en Spotify a nivel mundial, donde este año ha desbancado al latín lover Enrique Iglesias con más de 14 millones de oyentes al mes. También ha sido la única en colarse en el top diez de YouTube. Pero una veinteañera sin padrinos ni antecedentes en el cante, ¿cómo llega a protagonizar una de las giras pop más extraordinarias de la década?
Para algunos, el momento de inflexión de la carrera de Rosalía Vila fue el concierto en el tablao Casa Patas en 2016. Para otros, fue el aforo completo del Teatro Lara justo un año después, cuando su cara ya había aparecido junto al trapero C. Tangana en un par de temas que le alejaron del flamenco y la situaron en un mapa diferente. Para ambos, el fenómeno de Rosalía concurrió a principios de diciembre en Barna, la ciudad que le brindó su primera oportunidad, para coronar el mejor año de su vida.
En apenas tres años, la cantante ha pasado de una sala de flamenco a cortar el tráfico de Madrid, de protagonizar un panel en Times Square a desayunar con una Kardashian y de salir en Dolor y Gloria a posar con el CEO de Apple. Se puede resumir en que Rosalía protagoniza su propia versión de Ha nacido una estrella, en la que una chica de Sant Esteve Sesrovires llegó a copar las cotizadas pantallas luminiscentes de Nueva York con un disco sin canciones (en aquel momento).
Porque en eso se basaron sus primeros meses de carrera: en expectativas, lisonjas de algunos artistas internacionales, una fotografía con Almodóvar, otra con Tim Cook y tres sencillos que abrieron el apetito para todo lo demás. Lo que ahora no toleran sus críticos es que haya cumplido esas expectativas con creces, aunque algunos sigan calificándola como “producto de marketing diseñado”. Y quizá lo sea, pero basta con que entone Catalina en cada concierto para que nadie se atreva a poner en cuestión la potencia de sus cuerdas vocales.
De hecho, su incursión en el reggaeton la pasada primavera fue metralla para aquellos que la consideran indigna del género en el que echó a andar. A Rosalía no se le perdona que toque unas palmas por bulerías porque “en el flamenco no pinta nada”. Tampoco que desacralice los símbolos taurinos y gitanos, que monte a un penitente en un monopatín de espinas o que toree unas motos tuneadas, como hizo en Malamente, porque “eso es apropiación cultural”.
Pero si hay algo que esta sociedad es del todo incapaz de perdonar es que una mujer joven y con buen gusto musical según el canon académico escuche, baile y cante reggaeton. Que ella, licenciada en la cátedra de Flamenco por la Escuela Superior de Música de Catalunya, admitiese que en su adolescencia mezclaba a Don Omar con Enrique Morente fue un escándalo. ¿Cómo se atreve a traicionar todas esas mayúsculas con un género menor y, encima, machista?
Pero el tiempo, una vez más, le ha terminado dando la razón. Porque quizá haya letras repugnantes, pero no es el caso de Con Altura, con la que ha conseguido colarse entre lo más escuchado de la década. El vídeo es el más reproducido en Youtube en España y el segundo a nivel mundial, con más de mil millones de visualizaciones.
En las primeras estrofas, la artista catalana se vanagloriaba de sus escapismos. Y es que tan pronto versiona a Los Chunguitos acompañada de un coro eclesiástico como se enfunda unos pantalones de chándal de Louis Vuitton para bailar “el dembow con holgura”. Venía a decir que puede poner “rosas en el Panamera”, “palmas sobre la guantanamera”, sonar en las listas de reggaeton y seguir llevando a “Camarón en la guantera”.
Rosalía es un prototipo de artista ambiciosa al que no estamos acostumbrados, y por eso la suya es de lejos la carrera más inteligente de nuestra industria. De ahí su caché. La catalana analiza el mercado musical con la precisión de un bróker de bolsa y toma decisiones que le alejan de la irrelevancia.
Los ritmos latinos son más que una moda, la estética urbana lo impregna todo, la nostalgia es un factor que vende y ella ha sabido mezclar los tres conceptos en una carrera dispar que no pretende empañar ni sustituir a esa obra maestra que es El mal querer.
Es más, meses después de recibir todas esas críticas sacó una canción en catalán para aquellos que le increpaban sentirse más latina o gitana que de su tierra. También oyó los reclamos de quienes le pedían posicionarse políticamente, al menos en contra del auge de la extrema derecha. Y lo hizo -con la profundidad de un charco, eso sí- y fue el segundo tuit más retuiteado de 2019 en nuestro país.
Porque en eso consiste la magia de Rosalía -o de su equipo de asesores-: en escuchar, medir y actuar haciéndolo quedar como si fuese espontáneo. Es fiel al estilo urbano-pijo que ha elegido sin sacrificar a su audiencia de clase más humilde. El único reto que ahora mismo se le presenta es el de ofrecer algo al nivel de El mal querer, una obra redonda de las que cuesta trabajo desprenderse. Por eso ha decidido no arriesgarse con sencillos que funcionan como satélites de su disco estrella.
Ha llegado el momento de abandonar las expectativas y medir fuerzas con la realidad de una década nueva. La pregunta es la siguiente: cuando los neones de Times Square se apaguen, ¿Rosalía seguirá aquí?