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Ni ruinosos ni lúgubres: el verdadero pasado de los castillos españoles

Una de las torres del castillo de Loarre (Huesca), uno de los mejor conservados de Europa

José María Sadia

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A finales del siglo XIX surgió en Estados Unidos una profunda admiración por la Historia de España, que encontró en los castillos uno de sus máximos baluartes. La burguesía norteamericana, los nuevos empresarios de éxito —que despuntaban al calor de una poderosa revolución industrial— empezaron a soñar en convertirse algún día en los señores de un castillo español. Una visión a medio camino entre lo histórico y lo legendario había seducido al vecindario americano, mientras en nuestro país se ponían a la venta las piedras de las murallas de Ávila o, directamente, se desmantelaba el patio de honor de la fortaleza de Vélez-Blanco (Almería), hoy admirable salón renacentista fabricado en mármol de Macael, que brilla en el Metropolitan, en la Quinta Avenida de Nueva York.

“Parece que nos avergonzamos de lo que nos han dejado nuestros antepasados y que estamos deseando tirar nuestro patrimonio para hacer bloques de pisos”. La reflexión corresponde al escultor y dibujante madrileño Miguel Sobrino, que ha invertido años de estudio, esfuerzo y análisis para intentar ahora cambiar la visión tópica de las fortalezas españolas, muy alejada, a su juicio, del verdadero pasado de estas fastuosas construcciones. El “antídoto” que ha fabricado es un libro de más de ochocientas páginas, profusamente ilustrado de su mano con bocetos y acuarelas, que acaba de salir a la luz bajo el título Castillos y murallas (La Esfera).

Y la primera dificultad que se ha encontrado para escalar los muros de la imagen impostada de estos antiguos edificios es la colección de falsas creencias que se han consolidado plenamente en la sociedad contemporánea. Difícil ponerla en cuestión. No, los castillos no eran lugares tan terriblemente incómodos y fríos como nos trasladan las películas o la literatura. “El cine no ha hecho más que insistir en esa visión romántica y pedregosa del señor feudal que gobierna un sitio horriblemente frío, un lugar lóbrego con paredes de piedra vista donde destaca la llama de unas antorchas encendidas”. Afirma Miguel Sobrino que, para descubrir el verdadero pasado de estos prodigios, “es necesario acudir a la literatura escrita cuando los castillos estaban vivos”. Se remite el autor a libros de caballerías como el célebre Amadís de Gaula, donde las fortalezas aparecen como “lugares maravillosos, llenos de prodigios y de cosas asombrosas”. O enclaves “fascinantes”, como los reflejados en las miniaturas de Las muy ricas horas del Duque de Berry, manuscrito francés del siglo XV profusamente iluminado.

Chimeneas y decoración

Ese imaginario es el que provoca que el visitante experimente el frío más intenso cuando visita Loarre (Huesca) —el castillo románico mejor conservado del continente—, por más que lo haga en verano. “Eran mucho más confortables de lo que se suele decir”. El también autor de Catedrales y Monasterios justifica que la conocida fortaleza aragonesa fue la primera en incorporar un invento revolucionario del siglo XI, la chimenea. “Ni siquiera estaban presentes en las más lujosas casas romanas y son también el origen del término ”hogar“, un espacio confortable en el que reunirse y compartir historias”. Así que los salones de estos edificios no eran tan gélidos, como sus muros tampoco estaban tan desnudos, para desgracia del estereotipo de la citada antorcha. “Las paredes estaban decoradas con pinturas o con tapices, e incluso con escultura, como en el caso de Frías (Burgos), donde aparece una centaura amamantando un niño en un capitel”, ejemplifica Sobrino, quien cita igualmente la techumbre giratoria de Belmonte (Cuenca), una estructura heredada de la casa de Nerón en Roma o de la antigua ciudad omeya de Medina Azahara.

Los cada vez más frecuentes mercados medievales que se celebran en ciudades y pueblos son también una inigualable colección de esos mismos tópicos. En ninguno puede faltar un humeante cerdo girando sobre las brasas, ni tampoco las muy recurrentes referencias al castigo, a la tortura medieval. En este punto, el profesor de la Escuela de Arquitectura de Madrid niega de nuevo la mayor. “Los castillos incorporaron también las letrinas y los análisis allí realizados prueban que la dieta de sus habitantes, repleta de verduras, era mucho más sana que la imagen de esos tiparracos comiendo chuletas con las manos que ha llegado a nuestros días”.

Igual de interesante es la reflexión del autor sobre la manida tortura. En este caso, Sobrino cita el popular castillo de Bellver, en Palma de Mallorca. “Insistimos en los calabozos, cuando muchas veces se trata de aljibes o silos para almacenar el agua o el grano; y cuando encontramos una tubería, muy probablemente construida para abastecer esos depósitos, se empieza a hablar de la tortura del gota a gota”. Una imagen falseada que ha logrado colarse, incluso, en obras como el exitoso El infinito en un junco. “Cuando Irene Vallejo habla de la Edad Media, lo hace de una forma despreciativa”, critica Sobrino. “Llega a referirse a señores con mucho músculo y poco seso, topicazos otra vez, como si en la época no hubiese habido bibliotecas que sí existían, por ejemplo, en el interior de los castillos”, zanja.

Pero acaban muriendo

Más allá de la cuestionable contribución de la literatura y el cine, el otro gran problema al que nos enfrentamos para conocer cómo fueron, en realidad, nuestros castillos es el lamentable estado con el que se han presentado en el siglo XXI. “Calamitoso”, resume Sobrino en una sola palabra. Parte de culpa quizá la tenga su vasto número, ingobernable. Los castillos (y restos de fortalezas) se cuentan en España por miles y ni siquiera los diversos catálogos que existen logran abarcarlos a todos. España sale aún peor parada si su legado se lo compara con el de Francia, pero aquí hay truco. “Su realidad es muy diferente; allí la nobleza los rehabilitó, pero cambiándolos mucho”, describe el autor. Por eso es tan complicado encontrar una alcazaba medieval en buen estado en el país vecino.

El problema de conservación arranca en la Edad Moderna. La nobleza comienza a abandonarlos para acudir a las ciudades, a Madrid. “Los dejan en manos de tenentes, que los descuidan o los venden, como el caso de Coca (Segovia)”, apunta el ilustrador. Ahí nace esa imagen moderna de las fortalezas: lienzos repletos de hierbas, murallas raídas, aspecto decadente… El estereotipo que se impone hasta el presente, y que supieron rentabilizar autores como el sevillano Gustavo Adolfo Bécquer en su literatura. “Cuando los burgueses se dan cuenta de que merece la pena conservarlos, se deciden a restaurarlos, pero siempre manteniendo una imagen que nada tuviera que ver con ellos”, apunta Sobrino, acentuando así el tópico del malvivir entre esos muros, nada que ver con las comodidades urbanas de la emergente burguesía.

Descartado el espejo francés, el autor de Castillos y murallas apunta a un modelo mucho más próximo a la realidad española. “Italia ha sabido conservar un montón de castillos medievales, incluso las pinturas murales, y eso da mucha envidia”, justifica. Cuenta Miguel Sobrino que el “caso italiano” responde quizá al “caos político” que siempre acompañó al país transalpino, y que sopló a favor de la conservación, al no tomar decisiones sobre los monumentos. Sin embargo, “cada vez que se han puesto patrióticos, lo han estropeado todo”. Como en el caso de Florencia, cuando se sacrificó el corazón medieval de la bella ciudad italiana a cambio de construir una plaza conmemorativa de la República.

En España, el problema del siglo XX (e incluso el XXI) ha sido una vez más el del abandono, el desinterés y, finalmente, el expolio. Sí, como en el castillo de Montiel (Ciudad Real), “un edificio que fue deshecho por los propios vecinos”, censura el autor del trabajo. Mismo ejemplo en Benavente o Alba de Tormes (Salamanca). O el “tristísimo” caso de Curiel de los Ajos (Valladolid), “un castillito del siglo XV que se conservó intacto, incluso con el forro de cuero de las puertas, hasta que un tipejo lo compró en 1915 y lo vendió al peso”, critica Sobrino.

Más allá de la defensa

Y si curiosa ha sido la evolución de la salud de las fortalezas españolas, más aún resulta comprobar como estos prodigios arquitectónicos han ido cambiando formas y alzados respondiendo a una de sus principales razones de ser: la defensiva. Porque los castillos nacieron como un hito, un “añadido” al paisaje que aprovechaba sus accidentes geográficos para convertir ríos, peñascos y acantilados en armas de protección. “A finales de la Edad Media, comienza a utilizarse la pólvora y el poderío de sus murallas se convierte en el blanco perfecto”, precisa Sobrino. Así es como los nuevos edificios comienzan a agazaparse, a cavar trincheras, a esconderse en el terreno para pasar desapercibidos, como el caso de San Cristóbal (Pamplona), una estructura tan ciclópea como invisible. Pero entonces aparecen los aviones y las fortalezas quedan, una vez más, al descubierto desde el aire. “Solo quedaba meterse bajo tierra para no ser visto”, comenta el profesor de la Escuela de Arquitectura de Madrid. Es decir, solo quedaba lugar ya para el búnker.

De cualquier modo, el volumen Castillos y murallas incide en esa otra parte de las fortalezas que está al margen de la defensa, pero que resulta igualmente importante, si no más. Desde la idea de que el castillo “humaniza el paisaje, nunca lo destruye” hasta la búsqueda permanente por sus promotores de aspectos como “la relación con los muertos, el almacenamiento de recursos para subsistir o la captación de agua”, comenta Miguel Sobrino. Incluido el interés por la belleza: “Se hacen zoológicos e incluso se llegan a traer naranjos de Valencia para plantarlos”.

Y después de años de viajes para documentar el trabajo, el hallazgo de verdaderas maravillas, todavía hoy desconocidas. Como el castillo de Sibirana (Zaragoza), un edificio “románico, una auténtica belleza con torreones sobre la roca natural en una zona boscosa”. O La Ballesta, de propiedad particular, formado por una torre envuelta siglos después por una estructura más amplia, un caso que carece de parangón en todo el continente. “Me conformo con que, una vez hojeado el libro, el lector cambie su forma de ver los castillos y que, cuando se plantee la restauración de la fortaleza de su pueblo, estén más vigilantes”, confiesa el autor. Dicho de otra forma, la aceptación de que, tras las ruinas del presente, hubo un pasado maravilloso en el interior de esas verdaderas ciudades de piedra que hoy languidecen.

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