Este blog se ocupará de las series más influyentes del momento, recomendará otras que pasan más desapercibidas y rastreará esas curiosidades que solo ocurren detrás de las cámaras.
'Instinto': las limitaciones del deseo
“Claro que te quiero, Bill, pero hay una cosa muy importante que debemos hacer cuanto antes: follar”, le decía Nicole Kidman a un confundido Tom Cruise al final de Eyes Wide Shut. Con su última película, Stanley Kubrick se marcaba una monumental reflexión sobre el ser humano y su conflictiva relación con el deseo, y clausuraba una década cinematográfica, la de los 90, que había conseguido convertir el erotismo en un reclamo para la taquilla.
De Instinto básico a La última seducción, pasando por Acoso, el sexo se vinculó con tramas siniestras, rodeadas de violencia, que acentuaban la perdición para el hombre (generalmente interpretado por un Michael Douglas en constante empalme) al tiempo que refrendaba su incombustible capacidad de atracción. En este último film de Barry Levinson, más que en cualquier otro, acababa relacionándose también con el poder y las dinámicas empresariales, e incluso con una peculiar psicosis tecnológica.
Si sorprenden los primeros minutos de Instinto es porque, probablemente, no se tenga constancia de la tremenda locura paranoico-erótica que supusieron los años 90. Su protagonista, Marco Mur (Mario Casas), es el joven líder de ALVA, una todopoderosa empresa tecnológica a punto de terminar de desarrollar un coche que utilice el viento como energía. Algunos de los planos dedicados a retratar el interior de la compañía, por tanto, parecen ciencia ficción. Pero solo son una máscara.
Al igual que Christian Grey conseguía disimular sus traumas y heridas amparándose en su enorme fortuna familiar, Marco lo hace recluyéndose en su propio cerebro, y utilizándolo de forma displicente para dar a luz a las más prodigiosas invenciones. Su socio Diego (Jon Arias), por su parte, se encarga de las relaciones públicas y de exprimir el talento de su amigo, aprovechándose de unas habilidades sociales que a Marco le parecen extrañas y amenazadoras.
No obstante, la introversión de Marco no se aplica al sexo. Si los personajes de Michael Douglas, Tom Cruise y tantos otros atractivos actores de mirada tormentosa ansiaban refugiarse en él como forma de esquivar su confusión vital, el que encarna un Mario Casas en plena madurez interpretativa no es una excepción. Y, de esta forma, un club donde la gente se pasea con máscaras de origen inequívocamente kubrickiano para dar rienda suelta a sus pulsiones es el escondite perfecto.
Pero claro, no habría thriller sin un elemento perturbador que sacara al protagonista de esa tórrida zona de confort. En Instinto, este papel se divide entre Eva (Silvia Alonso), una recién llegada a la empresa que romperá el frágil equilibrio de la relación de Marco y Diego, y Carol (Ingrid García-Jonsson), la psicopedagoga de su hermano con autismo, que posee la llave para salvarle… pero nada de esto funcionará, claro, si Marco no quiere antes salvarse a sí mismo.
Encontrar el equilibrio
Ya desde una fase temprana de la producción de Instinto, parte de la prensa ha convenido en apodarla “las Cincuenta sombras de Grey de Mario Casas”. Dado el carácter de sex symbol que el actor ha abanderado desde el principio de su carrera (combinándolo de forma intermitente con papeles de mayor complejidad) es comprensible esta tentación, pero a la larga se ofrece como un enfoque superficial.
Al fin y al cabo, la saga literaria que escribió E.L. James y luego dio el salto al cine no era más que, en sus esencias, una convencional historia de amor. Culpa de ello tenía que Cincuenta sombras de Grey fuera originalmente concebida como un fanfiction de Crepúsculo, pero también del escaso compromiso invertido en definir a sus protagonistas, limitando su relación a una mujer salvando a un hombre de sí mismo y pilotando un avión extremadamente caro en sus ratos libres.
Instinto no va de eso. La serie creada por Teresa Fernández-Valdés, Ramón Campos y Gema R. Neira, en cambio, se sumerge desde el principio en el mundo de Marco, y lo subordina absolutamente todo a su mirada. Lo que se dice un estudio asfixiantemente íntimo de un personaje, guiado por ocasionales visitas a la que es su psicóloga y confidente, Sara (Miryam Gallego).
La primera temporada de esta serie de Movistar+, por tanto, no se alejará de su protagonista en ningún momento, proponiendo una serie de capítulos claustrofóbicos y sumidos en la fatalidad que han contado con la aportación de directores como Carlos Sedes, llegado de Fariña y, sobre todo, Roger Gual. Un cineasta realmente estimulante que también estudió los instintos humanos y los objetivos capitalistas que tratan de sofocarlos en films como Smoking Room o 7 años.
Pero los problemas de Marco no se reducen al terremoto generado por la incorporación de Eva en ALVA. En absoluto. Tampoco al rápido deterioro de su amistad con Diego, sino que estos se amplían al mantenimiento de su hermano José (cuyo intérprete, Óscar Casas, es el hermano de Mario Casas en la vida real), a una difícil relación con su madre (Lola Dueñas) y, por si fuera poco, a la directiva de un centro médico que quiere llevarse a José de su lado.
Rodeado por todos estos problemas, Marco se decide cada noche a dejarlos atrás marchando en dirección a ese club y teniendo sexo desenfrenado con desconocidos, pero llegará un momento en que esto deje de ser suficiente. Llegará un momento en que tenga que tomar las riendas de su vida, escuche lo que Carol tenga que decirle, y pueda mirarse finalmente en el espejo.
Si consigue sobrevivir a lo que vea allí reflejado, probablemente, Marco Mur estará a salvo por fin. Pero si no, y como Nicole Kidman nos enseñó hace veinte años, siempre podrá volver a recurrir al deseo para perderse y apartarse de esa vida que le exige tanto, y da tan poco a cambio.
“Claro que te quiero, Bill, pero hay una cosa muy importante que debemos hacer cuanto antes: follar”, le decía Nicole Kidman a un confundido Tom Cruise al final de Eyes Wide Shut. Con su última película, Stanley Kubrick se marcaba una monumental reflexión sobre el ser humano y su conflictiva relación con el deseo, y clausuraba una década cinematográfica, la de los 90, que había conseguido convertir el erotismo en un reclamo para la taquilla.
De Instinto básico a La última seducción, pasando por Acoso, el sexo se vinculó con tramas siniestras, rodeadas de violencia, que acentuaban la perdición para el hombre (generalmente interpretado por un Michael Douglas en constante empalme) al tiempo que refrendaba su incombustible capacidad de atracción. En este último film de Barry Levinson, más que en cualquier otro, acababa relacionándose también con el poder y las dinámicas empresariales, e incluso con una peculiar psicosis tecnológica.