Ahora que ha terminado Breaking Bad y múltiples rincones están hablando de su capítulo final, he decido verlo en una plataforma de pago. Visionarlo de forma legal, desembolsando a quien fuera pertinente. Haciendo las perrerías que fueran necesarias para que aceptaran mi dinero. He revisado servicios españoles como Filmin y Apple TV, pero ninguno me lo ofrecía. De ahí he pasado a intentar hacerme pasar por norteamericano, para ver si así aceptaban mi dinero. He maquillado mi dirección mediante el servicio unoDNS. Una vez deslocalizado y suscrito, he repasado tanto Hulu Plus como Netflix, pero ninguna me ofrecía el episodio. Incluso he entrado en AppleTV con una cuenta norteamericana (para lo que necesitas una referencia bancaria y una dirección física de allí), pero no vendían el capítulo final de Breaking Bad hasta días después de su estreno. La única opción para pagar a AMC por su capítulo final pasaba por tener un servicio de cable contratado en una casa domiciliada en EEUU e identificarme así en la página web del canal.
Todo el esfuerzo detallado arriba se debe a que quería comprobar una aparente contradicción: muchos de los medios donde he visto destacado Breaking Bad han dedicado sus páginas de opinión a aborrecer de la piratería. El Periódico dedicaba su semanal a Walter White siete días antes de su capítulo final, y ofrendaba la portada a un espectador que no puede ver la serie a menos que guiño-codazo-tú-ya-sabes. El pasado lunes El País publicaba un larguísimo artículo lleno de spoilers que rimaba con el editorial “Piratas del siglo XXI” que el diario había dedicado dos semanas antes a denunciar las descargas. A la postre, un texto lleno de spoilers está pensado y articulado para personas que ya han visto el capítulo. Gente que, por muchas ganas que tuviera de pagarlo, lo ha tenido que descargar.
La actualidad disgregada
Esta contradicción entre secciones demuestra que pertenecen a dos franjas temporales distintas. La sección de cultura no puede permitirse fingir que el capítulo no existe hasta que algún canal español adquiera, traduzca, locute y emita las desventuras del Heisenberg de Alburquerque. El retraso sería equivalente al de aquellos personajes de Bruguera que se enteraban de las noticias cuando desplegaban las páginas que envolvían el pescado. Una franja horaria atraviesa el periódico, como esa línea Greenwich que los ministros descolocan con las prisas. En la simultaneidad de la era electrónica, la propagación pugna con el territorio y la influencia choca con la propiedad.
Esa cualidad se ha acelerado con las redes sociales: en el espacio que frecuentamos lleno de amigos de amigos y compañeros de compañeros, nos pueden destripar la historia en cualquier actualización de estado. Decenas de horas cabalgados en un enredo se pueden desinflar en ciento cuarenta caracteres. Esa aceleración ha llevado a los 'series finale' a un estado que hasta hace poco era privilegio de las retransmisiones deportivas: el consumo trasnochando, la recepción simultánea, la televisión global.
Los esfuerzos para articularlo han sido, hasta el momento, muy poco afortunados. El más destacado fue el final de la serie Perdidos, que se emitió casi a la vez que en el canal original, pero que sufrió primero la pérdida de señal durante minutos, y después a la presentadora Ana García-Siñeriz interpretando el final de forma bien distinta a como lo habían formulado los guionistas.
El temario obligatorio
El interés por las series se ha disparado, pero se ha acotado rápidamente. Por mucho que repasen blogs especializados, pocas veces encontrarán series francesas, portuguesas, húngaras o suecas. La fiebre por el consumo de programas extranjeros no ha servido para descubrirse visionando la serie chilena Prófugos, o el Show de Peter Capusotto argentino. La simultaneidad es una actualidad de influencias: entender el siguiente viral, la próxima canción, el siguiente agitar de caderas de Miley o Shakira o Beyoncé. Estar sintonizado para cazar esa alusión en el próximo youtube que llega por todos los flancos.
El tiempo de la cultura es el ahora, pero es concreto y cerrado. Y la legislación nos está forzando a practicarlo fuera de la norma. Si los que paseaban con la revista Triunfo en los sesudos años setenta eran “los del sobaco ilustrado”, ahora somos los del disco duro ilustrado. Con el temario obligatorio para estar al día. La cultura queda en un espacio temporal desencajado de las columnas de opinión, porque en la era de las redes no puede haber dos ahoras.