- Dirige Jonathan Nolan, hermano de Christopher Nolan, produce Lisa Joy Nolan y protagonizan Anthony Hopkins, Ed Harris y Evan Rachel Wood
Westworld es un parque temático donde los visitantes van a vivir sus sueños. Como está ambientado en el viejo Oeste, esos sueños son principalmente de gloria, pillaje, fortuna y destrucción. Pronto notamos las repeticiones: los habitantes del pueblo son en realidad robots con el número de respuestas finitas de un personaje de videojuego. Estamos en un multijugador de carne y hueso, lleno de trampas, niveles y tragedias familiares, una naturaleza muerta encapsulada en una bola de nieve donde no hay lugar para el caos. Solo que la segunda ley de la termodinámica dice que los sistemas aislados tienden al caos.
El parque es solo la punta del iceberg. En las tripas de la ballena trabaja un equipo de magos que incluye al jefe de programadores Bernard Lowe, el jefe de seguridad Ashley Stubbs, la jefa de operaciones Theresa Cullen (Sidse Babett Knudsen de Borgen) y el insoportable Lee Sizemore, creador de narrativas con un fuerte complejo de mago de Oz. Por encima de todos ellos está el Dr. Robert Ford, el J.F. Sebastian de este pequeño universo, un dios melancólico interpretado por Anthony Hopkins.
En el piloto, Bernard y su colega están arreglando a Clementine, una de las atracciones del saloon, cuando observan en ella un gesto inusual y llamativo. Al parecer es un “update” del doctor Ford, un nuevo kit gestual que llama poéticamente “reveries” (ensueños). “Los gestos de antes eran movimientos genéricos, estos están ligados a recuerdos específicos”, explica Lowe, maravillado. Pero, ¿cómo?, pregunta la ingeniera, si los borramos todos cada vez al final del día.
“Los recuerdos se quedan ahí, esperando a ser reescritos”, le contesta como si nada. “Ha encontrado una manera de acceder a ellos, como un subconsciente”. Un pequeño paso para Westworld, un gran paso para la Singularidad.
Los programadores aman a sus criaturas. Los visitantes han pagado por un juego pero quieren que sea verdad. “¿Eres real?”, pregunta uno cuando, nada más llegar, una mujer bellísima le lleva a su habitación y le desabrocha la camisa. “Si no eres capaz de distinguir una cosa de otra -le dice ella- ¿qué más da?”.
“Una computadora merece ser llamada inteligente si puede engañar a un humano haciéndole creer que es humana”, escribió Alan Turing en 1950 en su famoso test. No nos dice qué pasa cuando la computadora parece más humana que el humano, y es claramente más inteligente que él.
Si nos fiamos de Sizemore, hay 1.400 invitados en el parque y 100 narrativas interconectadas. Algunos nos importan más que otros: los malhadados amantes, la soñadora fulana y su deslenguada jefa, un truhán que ha matado al marshall y huido a las montañas, un viejo borracho con un tesoro.
El juego empieza siempre con el despertar de Dolores Abernathy, damisela en apuros y, aparentemente, la única mujer del pueblo que no es puta. Todos sus diálogos se activan con la sincronía de un reloj, cada uno de ellos un pequeño gancho diseñado para que el visitante tire y empiece a jugar. Los invitados pueden hacerles lo que quieran, incluyendo matar, violar o desmembrar a los habitantes. Una licencia que El Hombre de Negro se toma muy en serio.
A diferencia de lo que ocurre en un videojuego convencional, los visitantes no mueren, lo peor que les puede pasar es que se equivoquen de historia y pierdan tiempo. El de negro no corre ese peligro; sabe exactamente lo que quiere y lo que va a ocurrir, antes de que ocurra. Este diablo, interpretado por el aterrador Ed Harris, lleva 30 años viniendo al parque. Y es el personaje que más nos inquieta, porque nos devuelve un reflejo de lo que no queremos ser.
Si es imposible distinguir a los robots de los humanos, ¿cuál es la diferencia entre masacrar a unos y a otros? Y si la masacre es una condición del juego para pasar al siguiente nivel, ¿quién es el verdadero psicópata? ¿El jugador o el programador?
“Este lugar es una cosa para los invitados, otra para los accionistas y otra completamente distinta para el personal”, dice Theresa Cullen, olvidándose de una cuantiosa parte de la población: los habitantes. “Todos están diseñados para mantenerse dentro de sus loops, con pequeñas improvisaciones”. Hasta que unos cuantos, aparentemente recién actualizados, empiezan a improvisar de más.
Esta gran producción, con la que HBO quiere reemplazar a Juego de Tronos, está inspirada en una película de 1973 que fue el debut como realizador del escritor bestseller Michael Crichton, con Yul Brynner como protagonista. La nueva versión está dirigida por Jonathan Nolan, hermano de Christopher Nolan y guionista de El caballero oscuro. Los créditos de Patrick Clair, responsable de títulos como True Detective, Halt and Catch Fire, beben del bellísimo video que hizo Chris Cunningham a Bjork en All is full of love. También hay guiños a la mejor película jamás hecha sobre el tema, Ghost in the Shell 2: Innocence.
Pero, sobre todo, es un homenaje a Turing mil veces más digno que la terrible película que marcó su aniversario. Al final del episodio piloto, un circunspecto Bernard tiene que decir a su jefe que el subconsciente que ha introducido en la última actualización produce errores. “¿Un error?”, le contesta el doctor:
O, como dijo el matemático británico en menos palabras: “Si una máquina tiene que ser infalible, no puede ser inteligente”. De momento, la mejor serie nueva de la temporada.