De todos los conciertos que he disfrutado en mi vida, juraría que el de los Rolling Stones en el Calderón, año 82, fue el único al que asistí. Tal vez sea porque la realidad hace trampas y toda la gente que dice haber asistido a aquel concierto lo haga por lo mismo que esa otra gente que dice haber estado en la cárcel con Franco, quién sabe. Ya puestos, hay personas que dicen haber estado encerradas en un retrete con Carmina Ordóñez, echándose unas rayas, aunque esto último también sea mentira.
Participar en la mitología es lo que tiene; la frontera entre imaginación y verdad es tan difusa que los acontecimientos inventados se hacen tan reales que, incluso, hay veces que hasta se paga por ellos. No sé si me explico, pero son cosas que se me vienen ahora a la cabeza en estos días de frío, encerrado y sin perder de mano la estufa, leyendo la biografía que ha escrito Mike Edison acerca de Charlie Watts y que se titula Simpatía por el baterista (libros del Kultrum).
Para quien no lo sepa, Mike Edison es músico además de periodista y ahora se lo hace con Guadalupe Plata, el grupo bluesero de Jaén. Durante algún tiempo lo vimos por Madrid tocando la batera con The Pleasure Fuckers, el grupo de Kike Turmix, una de las figuras importantes del underground malasañero de los ochenta. El rock de garaje y la bollería industrial eran su perdición.
Pero no me quiero despistar, en algún otro momento escribiré sobre el gordo Turmix. De momento, he venido aquí a hablar del libro de Charlie Watts que, más que una biografía de Watts, es una biografía de los Rolling Stones; una banda en la que todos sus miembros tomaban las mismas drogas y se acostaban con las mismas mujeres. Una vez, uno de ellos apareció muerto, flotando en una piscina de champán, hinchado como una burbuja de carne.
No hace falta mirar mucho sus caras para darse cuenta de los prolongados efectos de algún vicio. El exceso salta a la vista. Con todo, Keith Richards se conserva en alcohol y qué decir de Mick Jagger, si hizo un pacto con el diablo y el diablo salió perdiendo. A sus casi 80 años conserva la vitalidad de un chaval y la sonrisa jovial de un estudiante haciendo pellas.
En el libro dedicado a Charlie Watts, el rijoso de Mike Edison nos cuenta cómo se currelaron su mejor disco, Exile on Main Street. La grabación se realizó en un castillo de la Costa Azul que en su día sirvió como cuartel de la Gestapo. En los sótanos del castillo, envueltos en una intimidad de sudor y de porro compartido, las groupies bajaban a lamerles los pies y Charlie Watts lo contemplaba todo con ojos de venado sexual entre redobles, sincopas y silencios. Luego, por la mañana, se iban juntos a navegar por el Mediterráneo a bordo de una barcaza con drogas.
Años después, cuando llegaron a Madrid en el 82, ocurrió el milagro en forma de tormenta. El césped del Calderón se convirtió en una alfombra persa que se elevó sobre la geografía del escenario y salió volando hacia esa región donde lo inventado se carea con la verdad y la verdad sale perdiendo.