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El soliloquio de las fuentes

31 de agosto de 2022 21:26 h

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El soliloquio de las fuentes, a quién se le ocurre, pero por favor, ¡que esto es un periódico! En fin, ya es tarde, tampoco ha de ser tan grave, al fin y al cabo es el titular más plácido de la jornada, una pequeña estampa urbanística, mal asunto si se callan las fuentes parleras.

Escribo en tránsito y desde el vagón cafetería. Viajo de noche cruzando mi país, voy hacia el frío, al menos hacia septiembre. Pronto volveremos a encender el fuego laborioso de las casas y apenas saldremos para despertar la piel, el corazón mullido. Será invierno y yo no escribiré más aquí, no creo que me dejen, en la vida corriente no es necesario el pensamiento. El día a día solo requiere impulsos eléctricos incluso en profesiones como el periodismo, que en origen, por su vinculación al lenguaje, se llegó a considerar tarea del intelecto. Pero todo esto son leyendas.

Trato de viajar ligero de equipaje. Mi idea es sentirme algo ingrávido en estos desplazamientos, pero allá donde voy compro libros. Es, lo sé hace tiempo, una patología. ¿Por qué compras más libros si tienes tantos por leer?, corría un meme por ahí: porque los nuevos tampoco los he leído.

En uno de Thomas Berhnard que alguien me ha obsequiado (El sobrino de Wittgenstein) se lee lo siguiente: “Y la verdad es que solo sentado en el coche, entre el lugar que acabo de dejar y el otro al que me dirijo, soy feliz, solo en el auto y en el viaje soy feliz, soy el más infeliz de los recién llegados que puede imaginarse, llegue a donde llegue, en cuanto llego, soy infeliz. Soy de esas personas que, en el fondo, no soportan ningún lugar del mundo y solo son felices entre los lugares de donde se marchan o a los que van”.

Fuerzas desconocidas y amenazantes

William Burroughs fue a muchos sitios y logró volver de casi todos, si bien nunca lo hizo intacto. El autor de El almuerzo desnudo escribía, según su amigo Allen Ginsberg, “ondeando el capote ante el peligro psíquico de descubrir algún secreto susceptible de destruirle”, y desde ese entendimiento honesto del oficio, al que llegó tras mucho tiempo considerando el acto de escribir como algo embarazoso, vergonzante y falso, exploró su homosexualidad, se entregó a una misoginia ingobernable, trató de impugnar todos los sistemas de control y se alzó como portavoz del horror que es la vida en sociedad. Fue en su literatura lo que era en su vida.

Forajido literario. Vida y tiempo de William S. Burroughs, es una biografía de alto nivel en la que Ted Morgan da cuenta de un individuo al que define como un “tornasol humano en el que los horrores y las perplejidades de su época hallaban una expresión personal”. Alguien que tenía la seguridad de que todo hombre alberga en su interior un parásito que no actúa en modo alguno en su beneficio, y que corrobora el dualismo básico que a los seres humanos nos dificulta la comunicación y el intercambio de ideas, en primer lugar con uno mismo. Porque a decir de Burroughs nadie somos una sola persona, sino dos. Y con propósitos enfrentados.

En tiempos en que nadie parece albergar fantasías abyectas, nada debe subyacer y un sinfín de paletos más o menos bienintencionados pretenden estar manteniendo a raya nuestra naturaleza nauseabunda, la obscenidad se insinúa no solo como ideal y compromiso artístico sino como la única manera de expresarse absolutamente. Una actitud que a Burroughs le supuso persecuciones y litigios que por fortuna se produjeron en Francia, posiblemente “el único país del mundo en el que la reputación literaria era un factor mitigante en un caso criminal”.

Servido por Es Pop Ediciones en heroica traducción de Óscar Palmer, Forajido literario es el relato pormenorizado de una vida que, pese a contar con la colaboración de su protagonista y a que este, norteamericano, se alimentaba al estilo europeo, “con los dientes del tenedor hacia abajo”, transcurre sin autoindulgencia y carente de vanidades. Más de setecientas páginas que desgranan la peripecia existencial de alguien que en 1930 se metía un lingotazo de hidrato de cloral inaugurando así una prolongada relación con las drogas, pero cuya biografía iba estar monopolizada por una sustancia mucho más temible y nociva: el lenguaje.

Acciones e intenciones

Nunca resulta fácil hacerse entender. Menos en este contexto. De alguna manera, sin embargo, estos artículos que voy escribiendo aquí me van trayendo cosas a la cabeza, hoy por ejemplo a Koko, individuo de gorila hembra al que Barbet Schroeter dedicó una película en 1978, porque se conoce que la bestia había aprendido a comunicarse en lengua de signos. Al incorporar al menos un millar de palabras humanas, Koko aprendió a observar en su persona sentimientos, fue capaz de enunciar estados de ánimo propios, rasgos de humor y tal vez llegó a vislumbrar un sentido poético de la existencia, puro maltrato animal.

El simio murió durmiendo en 2018, a los 46 años de edad, desconozco si enterada de su condición, si sabiéndose o no gorila. Ahora mi neurosis de emparejar películas me lleva a asociar su historia con El país del silencio y la oscuridad (1971), otro documental, este de Werner Herzog, donde un grupo de sordo-ciegos iba de la mano al jardín botánico para tocar suavemente unos cactus. “La gente cree que la sordera es silencio, pero se equivocan, es un ruido constante”, decía uno de ellos. La ceguera la definían como un río negro con exuberantes márgenes.

Los personajes de aquella película que pugnaba por abrirse paso a otra dimensión se comunicaban mediando la traducción táctil, pulsándose las palmas de las manos, trazándose sigilos. Las manos inquietas o meditabundas de todas aquellas personas que parecían sacadas del bolsillo de atrás de Thomas Bernhard, de la guantera del coche averiado de Thomas Bernhard, y que hablaban así, tocándose las manos, que si se piensa es como mirarse los ojos o besarse los labios, una cosa muy propia y muy correspondiente, algo que no tiene pérdida.

Pero se acaba el agosto, ahora sí. Para ir terminando con la palabrería, una buena noticia con la que nadie contaba, algo que he descubierto: las niñas de diez años están escuchando a Kate Bush, que un día se describió a sí misma como la megalómana más tímida del mundo. En 1983, Kate Bush, dueña y señora, escribió Running Up That Hill, esta canción que en un principio se titulaba “Un pacto con Dios” y que ahora trota ligera y fuera de sitio —nunca fuera de lugar—, clamando en su letra que no logra meterse enteramente en los zapatos del otro, que no puede sentir y desear como el otro, que no entiende, no sabe y no es capaz de escuchar al otro de manera concluyente. Música pop que anhela otra forma de vida. Otra forma de ser.

Crónicas de verano

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