Siempre volvemos a Pessoa. Este hombre solitario, infeliz y, sin embargo, capaz de albergar todos los sueños del mundo y que sigue siendo la cumbre de una cultura que permaneció demasiado tiempo en una umbría necesitada de solana. Tapada pero no invisible. Debemos terminar con el tópico de ser los vecinos que se dan la espalda. Cómo dice el iberista, profesor, traductor y estudioso imprescindible de la cultura y las relaciones entre los países vecinos, Sáez Delgado, debemos entendernos como realidades de “espaldas abiertas”. Así lo fuimos desde el principio de nuestras literaturas clásicas. Camoes fue admirado por Cervantes. El Quijote tuvo su segunda edición en Lisboa y en español. Fray Luis de Granada, que aquí sigue en la soledad de su tumba, escribió gran parte de su obra en Portugal.
El Conde Villamediana nació en Lisboa. Unamuno tuvo estrecha relación con los modernistas portugueses, aunque cometió el error de no contestar las cartas de Pessoa y sus amigos de la vanguardia portuguesa. Eca de Queiroz, un Galdós más cosmoplita y viajero, fue traducido y leído muy pronto en nuestro idioma. Ramón Gómez de la Serna y Carmen de Burgos, vivieron y escribieron en Portugal. En Lisboa tuvo su residencia oficial y su biblioteca hasta su muerte Ortega y Gasset. Almada Negreiros vivió y triunfó en el Madrid de las vanguardias.
Hay otras muchas relaciones culturales que nos unen, que hacen de nuestra relación una historia de espaldas abiertas. Pero no fue fácil, ni lo sigue siendo, esa manera de convivir, tan cerca y demasiado ajenos, aunque las cosas están cambiando. Y todo empezó- para hablar de tiempos más cercanos- cuando Octavio Paz señaló la importancia de un poeta llamado de muchas maneras y con el nombre oficial de Fernando Pessoa.
Un constructor de mundo en la oficina
“No tengo ambiciones. / Ser poeta no es una ambición mía, / sino mi manera de estar solo”.
Este eterno empleado comercial, su realidad dispersa en otros que también eran él, cambió nuestra manera de acercarnos a la poesía, a la literatura portuguesa. Alguien como él que apenas viajó más allá de su imaginación, que construye todos los mundos sin salir de una oficina, marcó nuestra relación con Portugal, con la literatura y con nosotros mismos. Leer a Pessoa te convierte en otro, te ayuda y te condena, te esclarece y te desasosiega. Un deslumbramiento que no permite la indiferencia. “Contentarse con lo que te dan es propio de esclavos. Pedir más es propio de niños. Conquistar más es propio de locos”. Así no hace reconocernos en esclavos, niños y locos. Así somos aunque la literatura nos permita evasiones.
Pessoa abre al mundo la literatura en portugués. Después vinieron muchos pero su presencia sigue siendo inevitable. Lo es en la vida cotidiana, en una iconografía de objetos que van desde la mantelería a la joyería, pasando por los cafes, las estatuas y el culto popular de hacerse una foto con la representación pública de quién siempre quiso permanecer oculto. Una realidad que le sorprendería a este hombre que más que escribir en portugués, escribía en sí mismo. Todo lo que le sucedió lo veía como un accidente, como un episodio de novela pero nunca podría haber imaginado que se convertiría en un eterno y universal “long seller”. Contradictorio, confuso y difuso política y socialmente, iberista a su particular manera, sí tuvo claro que su verdadera “patria es la lengua portuguesa”.
En esa lengua traducida al español, allá por los mediados años ochenta, nos llegó un libro que también era un homenaje a uno de los Pessoa que admirábamos: el epicúreo, estoico y monárquico Ricardo Reis . En su imaginaria biografía nunca tuvimos el dato de su muerte. Fue otro escritor fundamental de la lengua portuguesa el que nos la data en las fechas de la Guerra Civil española. “El año de la muerte de Ricardo Reis”, la novela de José Saramago que nos hace conmovernos, querer seguir los pasos de aquél poeta contradictorio y gozador que se inventó Pessoa. En aquél tiempo llegué a Lisboa desde Sagres y en la inesperada y grata compañía de Teresa Madruga, actriz que nos enamoró en la película de Tanner “La ciudad blanca”. Había quedado al día siguiente con el amigo Lorenzo Díaz y teníamos una cita con el casi desconocido José Saramago que con aquella novela, además de con “Memorial del convento”, nos había recuperado para la narrativa en portugués.
Decidí vivir mis horas de espera en Lisboa cómo si de una novela se tratara. Pedí la habitación en el Hotel Braganca- entonces bastante poco aconsejable- en la que se había alojado Ricardo Reis. Hice su recorrido de calles, bares, restaurantes. Con la apasionada lectura de la novela de Saramago como guía real de un mundo de ficción muchos de nosotros comenzamos una nueva relación con las letras portuguesas. Unos días antes de mi encuentro con Saramago había llegado una periodista sevillana apasionada, inteligente y hermosa. Saramago no pudo resistir los muchos encantos de la colega. Me preguntó si la conocía, lanzó unas generosas alabanzas a la colega sin perder su seriedad. Pero algo se notaba en su interés, algo que muy pronto se convirtió en una de las historias amorosas que han sabido acercar de manera más clara las relaciones de los dos países. Y seguimos leyendo cada libro de Saramago.
Donde nunca durmió quién no existió
Coincidimos en muchos lugares en España, lo visitamos en Lanzarote. Y una lejana nochevieja- huyendo de las dobles celebraciones del nuevo año- se retiró a trabajar en sus diarios. En uno de ellos me cita cómo un tipo un tanto extraño que pasó la noche en una habitación de hotel donde nunca había dormido alguien que nunca existió. El novelista no tenía razón. Pessoa nos hizo creer en la existencia de Ricardo Reis y Saramago confirmó el evidente poder de la ficción sobre la realidad.
Después llegó el primer Premio Nobel de literatura para la lengua portuguesa. El ganador fue José Saramago –que para nosotros también había crecido a la sombra de Pessoa– llegó para hacer posible una escritura universal hecha en portugués, un iberismo reinventado. Y fueron llegando otros: Cardoso Pires, Lidia Jorge y el imprescindible indagador de la historia portuguesa, de sí mismo y de todos nosotros que es Antonio Lobo Antunes. Con ellos ya estábamos preparados para el desembarco de las nuevas narrativas portuguesas, tan distintos, cosmopolitas, originales y más liberados del peso de la historia peso de la historia. Sin tanta sombra ni de Pessoa ni de Saramago. La presencia y trascendencia de los nuevos narradores portugueses ya es hija de otro mundo, de otro Portugal dónde ya no estaban tan presentes las guerras coloniales ni la dictadura. Gonzalo M. Tavares, Dulce María Cardoso, José Luis Peixoto o Walter Hugo Mae, son tremendamente portugueses sin dejar de ser de cualquier parte.
Antes de esta nueva generación, contemporáneo de Saramago, hay que destacar la enorme figura literaria, humana, poética y memorialista de Miguel Torga. El más ibérico de los portugueses, el médico rural que nos contó lo más profundo y esencial desde lo pequeño. Fabuloso fabulista, Torga ha escrito desde su apartada vida creativa una de las literaturas más necesarias para conocer mejor la cultura portuguesa. La poesía que no para, que encuentra su voz a pesar, y a partir, de la inmensidad de Pessoa.
La nueva 'edad de plata'
A su lado, pasadas dos décadas, tenemos que volver al ya citado Miguel Torga en su condición de poeta ibérico. Y felicitarnos porque el gran poeta portugués de la segunda mitad del siglo XX, Eugénio de Andrade ha sido traducido y publicado en España con justicia poética. Debemos acompañarlo de Jorge de Sena, imprescindible poeta e innovador intelectual del pasado siglo. El surrealismo de Mario Cesariny, que cómo Almada, es también notable pintor. La voz poética más importante entre las escritoras portuguesas es la de Sophia de Mello Bryner, premio Reina Sofía de poesía y bien traducida en nuestro país.
El que quiera recorrer esta nueva “edad de plata” de la poesía portuguesa debe acudir a Ruy Belo, gran conocedor de España, Herberto Helder , Antonio Ramos Rosa, José Tolentino. Y sin duda llegar a Nuno Judice, poeta, traductor, divulgador, prosista y bien conocido y traducido entre nosotros, su capacidad para trascender lo cotidiano, para contarlo líricamente le hacen una de las voces que señalan la buena salud de la poesía y la literatura portuguesa en general.
No se puede hablar de la vida cultural de Portugal sin detenernos en el fado. Ese quejido popular que sabe contar cantando el sentir, la saudade de un pueblo. No todo fado es triste, como no todo flamenco es jondo. En esa música que nació en algunos barrios populares de Lisboa, que sigue tan viva en sus calles, sus tabernas o sus teatros, ha vivido también a la sombra de una gran interprete, Amalia Rodrigues. También hay vida y canto después de Amalia.
Hace décadas llegaron renovadores, letristas e intérpretes capaces de trascender y llevar ese sentimiento a mayorías de jóvenes: Mariza, Dulce Pontes, Camané, Azambujo o Carminho son algunos capaces de demostrar que esa poesía cantada, ese sentimiento del alma de un pueblo, se puede y se debe renovar. En Portugal se vive una mudanza, una renovación de casi todo, sus poetas, sus narradores, sus músicos son una prueba de que culturalmente muchas veces tenemos que decir: menos mal que nos queda Portugal.