Decía Italo Calvino que “un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”. De ser así, no debería resultarnos complicado acercarnos a esas grandes obras impregnadas de un aire solemne y trascendental que conforman las listas de lecturas obligatorias en institutos y universidades: Shakespeare, Dostoievski, Austen, Cervantes, Mann, Dickens… Nosotras mismas sentimos a veces cierto vértigo a la hora de aproximarnos a las obras de escritores y escritoras que parecen erigirse en ciertos pedestales, aunque no por ello se nos quitan las ganas de leerlos. ¿Cómo hacer, entonces, para relacionarnos con los clásicos y su mensaje inagotable? ¿Cómo empezar a arañar su inmensa profundidad?
Preguntas como estas nos surgían cuando decidimos hacer nuestra primera incursión pausada al mundo de Shakespeare. Como otras muchas veces, tuvimos la intuición de que siempre es más divertido y valioso hacerlo acompañadas, así que organizamos dos sesiones sobre lecturas y reescrituras de Shakespeare: en la primera comentamos Rey Lear y Heredarás la tierra de Jane Smiley y en la segunda Hamlet y El príncipe negro de Iris Murdoch. Si, como decía Calvino, un clásico siempre está hablando, pensamos que una manera magnífica de escuchar lo que tiene que decir es a través de las reescrituras de grandes autoras contemporáneas como Smiley y Murdoch.
Es realmente interesante ver cómo los distintos textos se empapan de la época y el contexto en que se inscriben y escriben: leemos y comentamos con nuestra mirada actual Rey Lear (un texto escrito en el siglo XVII ambientado en una Inglaterra remota) y Heredarás la tierra (la reescritura de Smiley que narra la historia de una familia del Iowa agraria de la década de los 70 del siglo pasado). Y ahí, queridos lectores, está el truco: a veces hay que acercarse a los clásicos haciendo un rodeo, mirándoles de reojo, para descubrir que existen muchas formas distintas de zambullirse en ellos.
De hecho, las obras del propio Shakespeare son reescrituras de leyendas, cuentos y mitos de la tradición oral conocidos en la Inglaterra de su época. El escritor más famoso del mundo no inventó apenas tramas originales, se servía de la magia de la reescritura, como harían después tantos otros artistas con sus obras. ¿Por qué a veces valoramos tanto la originalidad frente a aquellos relatos que van transformándose a lo largo de distintas épocas y formatos? ¿Es tan importante buscar aquello que nunca ha dicho nadie antes? ¿Es acaso posible construir una historia de la nada?
Hace poco tuvimos la suerte de hablar con Remedios Perni, profesora de la Universidad de Alicante que ha estudiado en su tesis doctoral los vínculos entre la obra de Shakespeare y la cultura visual. Remedios nos explicaba algo así como que Shakespeare es más que Shakespeare: los motivos literarios y los temas que atraviesan sus obras han trascendido más allá de los textos y permean nuestro imaginario colectivo, en parte porque no han dejado de pensarse y reescribirse. Quizás los puristas del teatro y la literatura se lleven las manos a la cabeza con algunas de las reinterpretaciones modernas de estas comedias y tragedias tan famosas o las consideren menores e insignificantes. Nosotras, por el contrario, creemos que son valiosas en sí mismas y como símbolos de la supervivencia del texto. Es más, sin ellas probablemente nos costaría mucho más entender lo que nos planteó Shakespeare hace ya cuatro siglos.
Hace poco el Teatro de la Abadía de Madrid proponía a los espectadores un regreso a Rey Lear a través de Casting Lear, la irreverente obra de Andrea Jiménez. En ella un actor distinto interpreta a Lear cada noche sin conocer el guion y sigue en directo las indicaciones de la directora, que también interpreta a Cordelia, la hija desterrada. Este no es el único Lear con el que el público se ha cruzado en Madrid este año: tuvimos la oportunidad de ver la Ópera Lear, de Aribet Reimann, que pasó en enero y febrero por el Teatro Real y que nos brindó una de las imágenes que mejor nos sirven para entender el corazón de la obra: en la famosa escena del reparto del reino entre las hijas del rey, “ese Lear imprudente reparte su reino lanzando al suelo mendrugos devorados al instante por sus herederas, Goneril y Regan, en un gesto de un servilismo humillante”. Así lo explica Joan Matabosch, director artístico del Real, en el programa de la obra. La escena del pan en la ópera de Reimann quizás explique mejor Rey Lear que el propio Shakespeare y la obra de Andrea Jiménez es una buenísima manera de acercar al rey déspota al público actual, insuflándole una vida distinta en cada representación.
Lo más interesante de todo esto es que los textos no solo dialogan con ellos mismos, ni las obras de teatro con otras obras de teatro. Como investiga Remedios Perni y como podemos apreciar si paseamos por cualquier museo, los clásicos dan lugar a toda una serie de diálogos entre obras de distintos formatos y soportes. Los textos escritos dialogan con el arte pictórico; las fotografías con la música; la dramaturgia con el cine. Es lo que Julia Kristeva bautizó como “intertextualidad” al hablar de la relación entre un texto y otro en su libro Semiótica: “Todo texto se construye como un mosaico de citas, todo texto es absorción y transformación de otro texto”. Así, podemos observar mitos griegos a través de cuadros, leer adaptaciones de novelas en formato cómic o rastrear las huellas de Fragmentos de un discurso amoroso, de Barthes, en la discografía de Gustavo Cerati.
Hace poco asistimos a una de las sesiones del Teatro Vermú de la iniciativa cultural Urge Club, en la que tres dramaturgas y actrices (Lucía Collini, Sofía Camerano y Lucrecia Sacchelli) organizan salidas al teatro y un posterior coloquio donde los asistentes comentan y debaten las impresiones que les ha causado la obra. De la mano de Urge fuimos a ver Las cautivas, la obra del dramaturgo argentino Mariano Tenconi (representada en las Naves del Español en Matadero, Madrid), que cuenta la historia de amor y aventuras entre dos mujeres en La Pampa del siglo XIX: una joven mujer francesa y una india. La obra provoca carcajadas, escándalo y alguna que otra lágrima en el espectador, y, además de todo esto, es una reescritura de La cautiva, el poema épico fundacional de la literatura argentina, escrito por Esteban Echeverría y publicado en 1837. El poema de Echeverría narra el rapto de un soldado y su esposa a manos de los indios. La reescritura de Tenconi, en cambio, coloca a la india en el lugar protagonista: no es ya la salvaje a la que temer, sino un personaje profundo, irreverente, plagado de matices.
Algo parecido hizo Jane Smiley en su reescritura de Rey Lear. Cuando la escritora norteamericana leyó la obra de Shakespeare se dio cuenta de que las hijas del rey apenas tenían texto y se propuso hacerlas hablar, darles voz, otorgarles profundidad, mundo interior e historia. Así, en Heredarás la tierra son las hijas quienes hablan; la novela está narrada en primera persona por una Goneril actualizada que desentierra los secretos de su padre y la familia, convirtiéndose, con sus luces y sus sombras, en una moderna heroína shakesperiana. Smiley da sin quererlo una respuesta a la eterna pregunta de por qué reescribir las historias. A veces tienen que pasar muchos siglos y muchos textos para que lectores y espectadores podamos escuchar la voz de algunos personajes.
Si nos desprendemos de la percepción del texto original como sacralizado e inmutable quizás sea necesario preguntarnos qué consecuencias tiene esto para la figura del Autor. ¿Son los grandes autores clásicos entidades intocables y a los que no se les puede cuestionar ni una sola coma? ¿Importa más el nombre de la persona que ha creado algo o su creación? Roland Barthes ofrece una respuesta en La muerte del autor, un texto escrito en 1967 en el que defiende que es necesario terminar con el Autor como figura central de la literatura. La propuesta es contundente teniendo en cuenta que Barthes nos empuja, ni más ni menos, a darle muerte y enterrarlo. Es necesario terminar con el imperio del Autor, con esta concepción que sostiene que todo significado o explicación de una obra se esconde en el cuerpo que escribe, en sus gustos e historia. Por el contrario, Barthes se posiciona contra este Autor-Dios explicando que, cuando un hecho es relatado “la voz pierde su origen, el autor entra en su propia muerte, comienza la escritura”. El Autor no es ya el único lugar en que podemos encontrar las claves para descifrar un texto o encontrar su significado último. De hecho, no hay un único significado, sino que “todo está por desenredar pero nada por descifrar”. Nos alejamos del sentido, de Dios, de la ley y el Autor como aquel que dicta la verdad por encima de todo lo demás.
Para Barthes no importa tanto el origen como el destino del texto y las infinitas posibilidades que en él se contienen, que son actualizadas por cada lector. El texto es “un espacio de múltiples dimensiones en el que se concuerdan y se contrastan diversas escrituras, ninguna de las cuales es la original: el texto es un tejido de citas provenientes de los mil focos de la cultura”. ¿Cuántas vidas puede tener el personaje de una novela o un mito? ¿Cuántas actualizaciones, reescrituras y diálogos puede generar un mismo texto cuando distintos lectores se sumergen en él? Siguiendo la noción de “hipertextualidad” de Gérard Genette (discípulo de Julia Kristeva), dos textos pueden relacionarse a través de, por ejemplo, la parodia, el pastiche, el travestimiento, la traducción, la reescritura, la apropiación o la transposición. Cada lector puede inventar nuevas formas de relacionarse con la obra considerada original y dar un nuevo destino a cada texto, que contiene infinitas posibilidades.