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Democracia, autocensura o sufragio universal: ¿quién es el 'enemigo del Pueblo'?

El público ejerce su derecho al voto en la obra de teatro 'Un enemigo del pueblo'

Laura García Higueras

Dos papeletas, una verde indicando sí y una roja indicando no, son las que reciben al espectador nada más entrar en el teatro Pavón Kamikaze de Madrid para ver Un enemigo del pueblo. Mientras cada asistente busca su sitio, el escenario ya está ocupado por los intérpretes que miran a los ojos a quienes llegan con un gesto entre frío y desafiante. Y, una vez se anuncia que la función va a comenzar, llega la primera votación: ¿creéis en la democracia?

Así arranca la versión del clásico de Henrik Ibsen que dirige Àlex Rigola y que cuenta con Irene Escolar, Israel Elejalde, Nao Albet, Óscar de la Fuente y Francisco Reyes en el escenario. Una obra en la que el público es partícipe activo y tiene voz y voto hasta para decidir si la función ha de llevarse o no a cabo. Y ha de pronunciarse, opinar, reflexionar y revolverse en el asiento ante cada debate propuesto sobre las tablas.

El texto plantea interrogantes de forma constante mientras los actores se diluyen en sus papeles como personajes y ciudadanos. Defienden sus posturas polarizando al espectador. Interpretan a una alcaldesa, a los directores del periódico del pueblo, al presidente de la asociación de propietarios y al médico del gran negocio del municipio: un balneario cuyas aguas están infectadas y hacen enfermar a los usuarios.

Los desechos provienen de las “casas de arriba”. Son el reflejo de una sociedad que está “podrida” y que, según se hace evidente en Un enemigo del pueblo, no termina de tener claro que quiera arreglar las cañerías y evitar que la enfermedad sea aún mayor.

La reforma para paliar el desperfecto supondría, al menos, dos años con las puertas de la gran atracción turística cerradas y la consiguiente pérdida de visitantes que sigan enriqueciendo a los accionistas. ¿Estarán dispuestos a asumir el coste o será mejor dejar las cosas como están?

La elección separará a defensores, detractores y moderados, que se acabarán subiendo al carro quien consiga convencerlos. La baza de poder perder dinero o descompensar el orden establecido serán las mejores armas para conseguirlo. Pero entonces, ¿quién sería el verdadero enemigo del pueblo?

Entre autocensura y moderación

La libertad de expresión está aquí asociada a la propia de los integrantes del teatro, de alguna forma limitados a comunicar sus opiniones por miedo a que se les retiren las pocas subvenciones a las que acceden. El patio de butacas, transformado en ágora, parece coincidir en que los artistas y dirigentes de la compañía deberían poder decir lo que piensan sin miedo a las represalias.

Ahora bien, ¿qué pasa si el riesgo nos atañe? ¿Somos capaces de defender nuestras ideas con la misma firmeza cuando son nuestros trabajos, bienes o figuras los que pueden estar en peligro?

El sistema expande una ola de autocensura en la que el propio ciudadano es quien decide callar antes de que nadie se lo ordene. Igual que impera la actitud moderada frente a la subversiva, porque parece otorgar una comodidad –ficticia– en la que mantener nuestra posición debería ser la única opción.

¿Y qué papel tiene la prensa en todo esto? Los dos miembros del periódico del pueblo de la obra se erigen como claros defensores de la verdad y, ante la exclusiva de publicar el informe que demuestre que las aguas están contaminadas, a priori apuestan por sacarlo a la luz. Su ética les dicta que deben hacerlo público, dejar que sean los ciudadanos quienes decidan qué deben pensar.

Se muestran decididos, combativos y firmes hasta que –¡sorpresa!– ven que con ello podrían poner su negocio en peligro. La paradoja de ocultar una información por preservar su trabajo y libertad en el futuro.

El sufragio universal, ¿incuestionable?

En uno de los discursos más pujantes, enérgicos e incisivos de la obra, Israel Elejalde, uno de los aspirantes a ser elegido enemigo del pueblo, lleva el debate más allá y lo amplía a cotas en las que incluso el sufragio universal es puesto sobre la mesa. El voto no sólo como derecho sino también como responsabilidad que, según denuncia, no todo el mundo ejerce. ¿Debería votar toda la población? ¿Por qué ha de valer lo mismo el voto del que acude a las urnas sin pensar que del que introduce su papeleta tras una reflexión previa?

La alcaldesa torcerá el gesto, tratando de hacer que parezca un egocéntrico en busca de protagonismo al proponiendo semejante interrogante. Los demás vecinos dudarán por cuestionar un derecho que asumimos como propio e inherente al ser humano en nuestro país pero, ¿qué pasa si lo que damos por hecho que tiene que ser de una forma no tuviera por qué serlo? 

Y ahí entra la educación como principal responsable de que la ciudadanía llegue como borrega al momento de toma de decisiones. La mirada crítica que no se ejercita al sentarse a ver la televisión, leer las noticias, consultar Twitter o elegir quiénes han de ser los dirigentes. Si la educación parece ser la fuente de cambio en potencia para una sociedad mejor, ¿por qué nadie parece estar preocupado por modificarla?

El acierto de la obra es que no pretende dar respuesta a nada de lo que plantea, sino que se centra en introducir el interrogante, dejar que se implante dentro del espectador y que sea éste quien trate de formular sus propias soluciones, con tiempo suficiente para pensar, dudar y escuchar también las opiniones de los demás.

El clima rompe con la idea de que lo establecido es mejor que lo que pueda venir, y anima a asumir riesgos. Prepárense para alzar los brazos al votar. Y también la voz, porque en Un enemigo del pueblo sí se las van a dar.

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