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La ciencia ficción se infiltra en los sótanos del teatro público madrileño

Una escena de 'Pequeño cúmulo de abismos'

Pablo Caruana Húder

Madrid —

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Por el sótano del Teatro María Guerrero, como por el de la casa de la calle Garay de Buenos Aires en el cuento El Aleph, de José Luis Borges, se ha colado la posibilidad de otros mundos, de otra manera de hacer, de otra escena posible hasta ahora ausente en el gran teatro público. Para ello, Cris Blanco ha convocado, con los mejores mimbres del teatro que lleva realizando desde 2004, a toda una generación a la que se le dijo que ese no era su sitio. El resultado es demoledor. Una pura comedia teatral que rompe moldes a través de las herramientas de la ciencia ficción y que, sin acritud, pero con conciencia histórica, lee la cartilla al teatro institucional donde la norma muchas veces supera la creación y el presupuesto al talento.

En escena vemos a Cris Blanco comenzando a decidir qué hacer en su nueva pieza de teatro. Ficción y realidad se yuxtaponen. Una técnico, Rocío Bello (que hace un trabajo inmenso), le ayuda desde esa frialdad de funcionaria un tanto paternalista y otro tanto pasada de vueltas. Esa es la situación que plantea la nueva obra de Cris Blanco estrenada este miércoles 18 de octubre en la sala de la Princesa del Teatro María Guerrero del Centro Dramático Nacional, una artista con todas sus dudas intentando manejar una producción llena de normativas. Y en ese transcurso, Blanco descubrirá un pequeño agujero en la pared, un orificio que se convertirá en un agujero negro en rotación que todo lo atrae y todo lo traga, una esfera mínima donde cabe todo el universo, “cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguno”, que diría con tono místico el propio Borges, un agujero de Kerr que provocará sucesivos bucles temporales y acabará trasladando a la protagonista a otro tiempo.

Ciencia ficción contra autoficción

Blanco ha levantado una obra en que la ciencia ficción tumba en la lona a la tan empoderada autoficción. La escena, la literatura y el cine lleva años rindiendo pleitesía a este género. Esta artista, por primera vez en su carrera, habla de su vida, de sus orígenes en el barrio de La Coma madrileño, de descampados con jeringuillas, de procesiones de zombis en busca de dosis, de su familia con ausencia de padre y un matriarcado formado por tres hermanas, de su soledad, de su conciencia de clase, de la memoria de la infancia, del pasado y el paso del tiempo. Pero la genialidad es que introduce los mecanismos de la ciencia ficción para quitar todo posible romanticismo o impostura a ese acercamiento, huyendo de la autocomplacencia y la obscenidad emocional a veces tan presente en la autoficción. Como resultado, surge una pieza llena de comicidad y de capas de significados donde nos habla de todo eso sin parecer estar haciéndolo.

“En el proceso de creación he tenido muy presente a Ursula K. Le Guin, estoy obsesionada con ella y con su lucha de defender que la ciencia ficción no es un arte menor”, afirma a este diario esta creadora que lleva años intentando que su trabajo, que se mueve entre la performance, las artes vivas, la danza y el teatro, también deje de considerarse un subgénero. Consideraciones que han llevado a este tipo de propuestas escénicas a los márgenes de la visibilidad. De ahí surge también la estética y ética del montaje. Los efectos ―las toallas que se mueven o los objetos que el agujero negro se traga― se solucionan con simples hilos. La escenografía es mínima. El vestuario, casual y barato. Todo es decididamente cutre.

Pero nada es fortuito en este montaje donde Blanco ha llamado a buena parte del teatro experimental denominado 'artes vivas'. Anto Rodríguez, Oscar Bueno y la propia Rocío Bello en la dramaturgia; Marta Orozco en vídeo y dirección; Ruz Velasco en iluminación; Carlos Parra en sonido; Jorge Dutor en vestuario. Un equipo que es buena parte de la historia de toda esa escena valiosa y, al mismo tiempo, relegada. En escena también esta Oihana Altube, que hace de vigilante de seguridad y en un momento bailará para poder expresar lo que ha visto a través del agujero. Un baile de tres minutos que es clara reivindicación de toda una danza y un arte durante años invisible para el teatro institucional. “Para mí esta obra es cómo si todas pusiéramos un pie ahí dentro”, afirma Blanco.

Un largo periplo

Ha llegado la hora de que a una de las creadoras más personales y talentosas se le diera la oportunidad de demostrar la capacidad de su teatro. Blanco lleva años, lustros, trabajando desde las rendijas que el sistema teatral le ha ido dejando. Primero fue moderna y asombró en los comienzos de La Casa Encendida con cUADRADO_fLECHA_pERSONA qUE cORRE (2004), pero tampoco era conceptual y mucho menos hija de Desviaciones, un festival de danza en el que los más acólitos la desdeñaron. A Cris Blanco no la ha tratado bien la gente del teatro de texto al uso, los conceptuales, la creación madrileña experimental, los teatreros más politizados, los comediantes, los independientes… Su teatro no era de ningún lado y su periplo ha sido largo, que no solitario. Blanco siempre tuvo dos cosas a su favor, el público, que la adora, y una red estrecha y fiel de colaboradores.

Más tarde, Blanco se unió a las hermanas Jerez, Cuqui y María, y vivió la deriva europea obligada en unos años imposibles de transitar territorios nacionales para la creación contemporánea. De ahí surgió la pieza The Set Up (2008), coproducida entre Montpellier, París y Bruselas. Nadie se dio por enterado por estos lares. En 2010 llegaría una pieza fundamental para entender el trabajo de Blanco y de la creación contemporánea en este país, Ciencia Ficción, una conferencia performativa en la que se instauran los basamentos de esta artista. Cabe resaltar también El agitador Vórtex (2014), otro delirio en que su otra influencia, el cine de serie B, le permite indagar sobre otra de las líneas de trabajo que están bien presentes en la obra que ahora se estrena en el CDN: hacer lo imposible en una escena con lo mínimo. En aquella pieza, Blanco conseguía ser la realizadora, la actriz y la camarógrafa de una película realizada en vivo donde no faltaban los primeros planos, pero tampoco los planos hitchcockianos de alguien a punto de caer por un precipicio.

Esa veta del 'háztelo tu mismo', pero más politizada, continuaría en su anterior pieza antes de este estreno, Grandísima Illusione. Bien entrada en los cuarenta, Blanco, sin agriarse, decide combatir la precariedad desde el humor, siempre el humor, y decide llevar a cabo el gran montaje que haría si tuviese una gran producción detrás, pensar en grande y adaptar. El poder de adaptación a través de la imaginación y el teatro como pura convención no dependiente del dinero. El montaje también fue la constatación de la capacidad de esta actriz, pura presencia, gesto y empatía, de meterse en el bolsillo a un auditorio de más de 500 personas. La función en el Festival TNT de Terrasa fue buen ejemplo de ello. Cabe reseñar que esta obra fue la primera incursión de Blanco en el teatro público, la pieza fue producida por el Festival Grec dirigido por Cesc Casadesús, certamen que también coproduce esta pieza junto con el CDN y la propia artista. Pequeño cúmulo de abismos podrá verse el próximo verano en Barcelona.

Cien mil euros y un pequeño milagro

En el otro lado de la balanza la obra contiene una crítica blanca pero acerada a todo un sistema. “En absoluto es una crítica al CDN, nunca me trataron mejor que en esta producción”, quiere aclarar Blanco. Los pequeños chistes y menciones a personas de la profesión son constantes: el director del CDN, Blanca Portillo, Ernesto Caballero, Marta Pazos. Lo acertado es el tono, la libertad que supone el gesto de poder reírse, el bagaje desde donde se hace. Y, sobre todo, que los chistes funcionan y la platea ríe a mandíbula batiente.

Pero la reivindicación no es solo teatral. Otro momento significativo es cuando en escena entra un atrezo de la obra que están montando, un cartel típico de raciones de cualquier bar madrileño. Pero el cartel no es cualquiera, sino el que colgaba en uno de los bares ya míticos del barrio madrileño de Malasaña, el Lozano, rescatado por el colectivo Paco Graco, que lleva salvando el agujero negro del olvido mucha de la gráfica de la capital. Pronto estarán en Madrid con una esperada exposición en Centro Centro.

La obra está llena de esas pequeñas capas, de cómo la vida parece transitar por una calle principal que todo lo traga cuando nuestra memoria y nuestra identidad se va llenando de pequeñas muertes y obsesiones recurrentes muchas veces construidas de olvido. El final de la obra es un pequeño milagro que no desvelaremos aquí, tan solo apuntar que está lleno de belleza y nostalgia, de una nostalgia más griega que romana, de esa melancolía que es antes herida y bilis que rememoranza ñoña, aunque suene Mecano y se lean revistas como Ragazza o Superpop.

Cristina Blanco no es minoritaria. Su fuerza en escena es contagiosa. Su talento en la dirección y la dramaturgia evidentes. Le preguntamos de manera rápida por un actor favorito, “Donald O’Connor de Cantando bajo la lluvia”, una actriz, “Gillian Anderson, Scully en Expediente X, soy fan”, una película de ciencia ficción, “Interstellar, y más vieja, La invasión de los ultracuerpos, pero vamos, yo soy muy de La guerra de las galaxias, es que soy muy mainstream”, concluye.

En una extensa entrevista publicada en el portal de artes escénicas TEATRON, dice Blanco: “En el teatro cuando tienes dinero se ve y cuando no tienes dinero, también se ve. Sin dinero hay poca visibilidad y muchas menos posibilidades (…) El dinero condiciona los modos de pensar. El dinero que tengo y el dinero que me ha faltado y no he tenido nunca ha formado parte de mi manera de trabajar”. Pequeño cúmulo de abismos es quizá la producción en años más barata del CDN, 100.000 euros. Nada que ver con la enorme riqueza del montaje.

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